MITO Y POLÍTICA1
A
la memoria de mis ilustres comprovincianos:
Leopoldo
Lugones (el de la madurez)
y
Teniente Coronel Oscar L. Cogorno, caído gloriosamente por el bien común de la patria.
El opúsculo presente, fue escrito en una primera redacción a fines de 1955, para un periódico de Buenos Aires que dejó de aparecer antes de incluirlo en sus columnas. Posteriormente ha sido ampliado, pero sin modificar fundamentalmente la redacción primitiva.
La concepción
política que aquí exponemos es organicista y anti-mítica. Para nosotros el
Estado es una institución natural y necesaria. El individuo pertenece al
Estado, en cuanto éste es el todo y aquél la parte, “porque cada parte, en
cuanto tal es algo del todo y un hombre cualquiera es parte de la comunidad, y,
por lo tanto, todo lo que él es pertenece a la sociedad” (quia quaelibet pars, id quod est, est totius. Quilibet autem homo est pars communitatis: et ita id quod est, est
communitatis. S. Tomás de Aquino, Summ. Theol. II-IIae,
q. 64, a .
5). Analógicamente se puede afirmar que “siendo un miembro cualquiera parte de
todo el cuerpo humano, existe para el todo como lo imperfecto para lo
perfecto... todo hombre se ordena, como a su fin a la sociedad entera, de la
que es parte” (cum membrum aliquod sit
pars totius humani corporis, est propter totum, sicut imperfectum propter
perfectum... ipse totus homo ordinatur ut ad finem ad totam communitatem cuius
est pars. Idem, ibid. II-IIae, a.1). “En todos los seres creados lo óptimo
es el orden universal en que consiste el bien del universo; así como en las
cosas humanas el bien de la
Sociedad es más divino que el bien singular” (Optimum autem in omnibus entibus creatis est
ordo universi, in quo bonum universi consistit; sicut in rebus humanis bonum gentis
est divinius quam bonun unius. Idem, Suma contra Gentiles. L. II. Cap.
XLII). Esta es la doctrina clásica del Estado heredada de los griegos, expuesta
por Aristóteles en su Política y
transcripta por Santo Tomás en sus comentarios.
Es la doctrina del
hombre natural, occidental (pues el hombre oriental es cosa distinta), regido
por el predominio necesario del Bien Común. Es decir, el Bien Común intrínseco
a la sociedad política, o el que nosotros hemos llamado en nuestra ponencia al
Congreso filosófico Balmes-Suárez de Barcelona (1948): “Bien Común del
aquende”. Este fin no es un bien extrapolado, para el cual la terminología
tomista reserva el nombre de Bien Común trascendente (Dios mismo como fin de
los actos humanos libres), y al que nosotros apellidamos “Bien Común del
allende”. La creencia de que entre ambos bienes hay una relación necesaria ha
desorientado a ciertos comentaristas de Santo Tomás, que no aciertan a
conciliar los principios que hemos trascripto, con otros como éste: “El hombre
no se ordena a la comunidad política según todo su ser y todas las cosas que le
pertenecen”, (homo non ordinatur ad com
munitatem politicam secundum se totum, et secundum omnia sua. Idem, Summa
theol. I-IIae; q. 21, a
4, ad finem). La reducción que este concepto impone a la doctrina anteriormente
citada procede de que, en este pasaje de la Suma Teológica ,
Santo Tomás tiene en vista el Estado cristiano, es decir, el Bien Común
trascendente (Bien Común extrapolado o del allende). Mas el Estado cristiano
históricamente es contingente, y en realidad ya no existe más; mientras que el
Estado griego, que es el Estado humano-natural es tan permanente como el hombre
occidental mismo. No hay contradicción alguna en Santo Tomás, pues él nos ha
dado las dos versiones del Estado, de acuerdo a las dos significaciones
analógicas del Bien Común.
Ahora bien,
muerto el Estado cristiano (el Sacro Imperio, el de una sociedad con la potestas y la auctoritas en una sola mano, es decir, la del Pontífice) el
conflicto entre Estado y persona quedó reducido proporcionalmente, pues el Bien
Común trascendente o del allende en las sociedades progresivamente
descristianizadas tiene un valor muy relativo, o nulo. A medida que el hombre
occidental recupera sus formas naturales y perennes de vida y se deshace de lo
accidental, adquirido en un largo proceso histórico, para ligar su subsistencia
al Bien Común intrínseco o del aquende, reedifica sus instituciones de acuerdo
a su naturaleza. Esto significa un proceso de secularización o re-secularización
de la sociedad moderna, tanto mas acelerado y efectivo, cuanto se relaja en
ella el vínculo que asociaba lo natural con lo cristiano o sobrenatural. Por
ello, las formas políticas griegas tienden o reaparecer analógicamente, por
cierto que sujetas a las nuevas circunstancias históricas. La gravitación del
Bien Común trascendente depende del grado de cristianización de la sociedad,
pero todo parece indicar que este grado tiende a decrecer hoy hasta cero. Desde
el siglo XIII la disyunción de los dos órdenes ha sido cada vez mayor, a medida
que en el hombre ha ido aumentando la conciencia de ser “hijo de la tierra”. El
hombre vuelve a sí mismo como después de una sublime aventura. El propio Nietzsche
—a quien pertenece la expresión “hijo de la tierra”— afirmó que el Cristianismo
equivalía a una “transmutación de todos los valores” (Umwälzung der Werte). Pero ahora parece que esa transmutación ha
concluido, y que el Cristianismo es ya inoperante: el hombre está solo y
solitario, y Dios con “los ángeles y los gorriones”. El hombre en su sociedad
excogita nuevas formas de pensamiento de vida y de organización, y éste es el
estado actual del mundo.
Si algún pensador
medieval tiene vigencia en la sociedad secularizada de hoy, es Tomás de Aquino,
pero no el teólogo, sino el filósofo, si fueran separables. La idea política
expresada en la sentencia de la Suma Teológica I, IIae, q. 21, a 4, que hemos
trascripto, tendría vigencia —y
realmente la tuvo— en la sociedad cristiana anterior a Bonifacio VIII, cuando
el príncipe encaminaba el ejercicio de su potestas
hacia el Bien Común trascendente; pero ahora, cuando esa vocación no existe más
formalmente en los gobernantes, quienes sólo miran al Bien Común intrínseco de
un Estado radicalmente secularizado, la doctrina teológica no tiene ningún eco.
Sí lo tiene, en cambio, la doctrina filosófica derivada directamente de la Política aristotélica, porque
ella expresa la concepción del hombre natural, por lo cual es substancialmente
verdadera, por lo menos respecto al ser humano occidental, creador de las
formas políticas y culturales en que vivimos.
El sistema
político que propiciamos en nuestro opúsculo procede de la concepción clásica y
en cuanto tal es organicista. Su subsistencia está asegurada por la naturaleza
misma del hombre occidental, que no puede cambiar porque está ligada a su ser
mismo. La historia lo prueba, como prueba también su capacidad de ser
sobreelevada desde su naturaleza hasta el allende del Bien Común trascendente,
como lo fuera en los tiempos de Inocencio III. Mas la íntima convivencia del
hombre natural con el cristianismo dejó en la conciencia de aquél la nostalgia
y el vacío del ideal religioso, realizado alguna vez, frustrado más tarde y
muerto al final en tiempo de apostasía. La Revolución Francesa ,
que aniquiló las últimas posibilidades del Bien Común trascendente en el orden
político, buscó satisfacer con algo equivalente la vocación religiosa que
inculcara en el hombre de la alta Edad Media. Y para ello, en vez de Dios, puso
los mitos, y en vez de la religión cristiana puso la religión mítica o de los
entes de razón deificados, verdaderas fuerzas mágicas. (Zauberkräfte).
Ahora bien, la
aplicación de las formas políticas a la realidad americana no puede hacerse sic et simpliciter o sea sin modificación
alguna. Lo que el hombre americano tiene de hombre occidental —en sentido
cultural, no topológico— es lo único que hace factible el uso de instrumental
de aquellas formas clásicas. Lo que tiene de indígena, o sea de propio,
introducirá necesariamente modificaciones a aquello que en el Viejo Continente
fue estructuralmente perfecto. La gran amenaza que se cierne sobre lo clásico
es el mito, porque éste es tenebroso, monstruoso y cruel. Corresponde a la
época de lo que los griegos llamaban “estúpida credulidad” (Euethíe elíthios).
Nosotros estamos por las instituciones del hombre natural y contra las del
hombre mítico. Estamos por la cultura, contra la barbarie.
–
Scimus quoniam ex Deo sumus; et mundos
totus in maligno positus est. (Io., Ep. I, 5, 19)
–
Y aun frente a la analogía y a Dios, a
pesar de la voz alta y saludable de las leyes de gradación que penetran tan
vivamente todas las cosas en el cielo y sobre la tierra, insensatos esfuerzos
han sido hechos para establecer una democracia universal. (Edgar Allan Poe, Diálogo de Monos y Una).
–
La Contra-Reforma terminó en la Revolución Francesa.
La Revolución
fue un acontecimiento capital, una “tuba” que cambió la faz de la historia; no
se engañan en esto sus admiradores… Con la Revolución acabó
formalmente en el mundo el Imperio Romano, que la tradición patrística pone
como el misterioso katékhon
de San Pablo, el “obstáculo” del
Anticristo. (Leonardo Castellani, Los
papeles de Benjamín Benavides).
[ Con el ánimo de
orientar el sentido político de los argentinos, confundidos en este momento por
la mala fe, o por la ignorancia, o por la perplejidad de una situación
naturalmente oscura, me permito ofrecer estas meditaciones. Mi voz debe ser
clara, precisa y sintética. Pero como los principios rigen las cosas, sin excepción,
primeramente hablaré en el orden de los principios (I), y luego en el
histórico- concreto (II). ]
– I –
1. Todo régimen político se corrompe.
En efecto, el
hombre como sujeto de la historia, no ha encontrado aún un sistema político
incorruptible. Tanto la autocracia, como la aristocracia y la democracia están
fatalmente sujetas a la corrupción en cuanto sistemas humanos.
2. Creer
que hay formas políticas incorruptibles es mitología.
Por la sencilla
razón de que quien así piense se sustrae a la realidad y se sitúa en el plano
de los entes de razón. Quien afirme que la autocracia, la aristocracia y la
democracia son seres reales, crea mitos, es decir, crea fantasmas.
3. La
trasformación de los sistemas políticos en mitos crea la superstición y el
fanatismo.
Lanzado el mito,
éste se transforma en ídolo y crece indefinidamente hasta alcanzar proporciones
teratológicas2. Inmediatamente nace la superstición, y con ésta el
fanatismo.
4. Todo
estado mítico es totalitario.
Ello es evidente,
porque el mito no admite un opuesto. Para sobrevivir necesita ser único. La denominación que adopta es
accidental: puede llamarse autocracia, aristocracia o democracia, pero ello
sólo es una denominación extrínseca. El Estado mítico es único, absoluto y
exclusivo.
5. La
unicidad, la absolutidad y la exclusividad engendran el despotismo.
El despotismo, a
su vez, ejercita la crueldad y excita los bajos sentimientos humanos. El Estado
mítico totalitario en su forma autocrática inventó las cámaras de gas, y en su
forma democrática la guillotina.
6. Las
formas políticas del Estado mítico son tautológicas y van de lo mismo a lo
mismo.
Se puede
instituir la autocracia, la aristocracia o la democracia indiferentemente,
porque todas serán totalitarias. La democracia totalitaria es tan funesta como
la más cerrada autocracia. Los extremos se tocan, porque la tautología es la
circularidad estéril.
7. El
mito tiende naturalmente a devenir religioso.
Todo sistema
político mitológico se transforma al cabo en una pseudo-religión de contenido
idolátrico. Tan idolátrico es el Estado mítico autocrático como el Estado
mítico democrático. Uno y otro terminan por atribuir al Hombre (Líder),
carismas preternaturales, erigiéndolo en el gran hierofante3 de la Nación.
8. Las formas
políticas en general son instrumentales y no suplen al hombre.
No abrogan la
responsabilidad, ni subrogan en ningún caso a la persona humana. El pensamiento
mítico coloca al mito por encima de la persona y libera a ésta de la
responsabilidad moral y por tanto política. Y así, por ejemplo, se afirma
absurdamente que basta ser democrático para ser puro, y ser autocrático para
ser réprobo.
9. Las
formas políticas positivas en cuanto instrumentales son todas, en principio,
aceptables.
No existe el exorcismo
en política. La decisión relativamente a la vigencia de aquéllas depende de
cada situación concreta (histórica, geopolítica, económica, etc.) de la vida de
la Nación. Sostener
lo contrario equivale a sacrificar la
Nación a los sistemas teóricos, es decir, a las formas
instrumentales que, por ser tales, no son esenciales, sino accidentales, y
están expuestas a corromperse, a devenir caducas, o a ser simplemente
inconvenientes.
10. La
democracia como forma política positiva y por lo tanto admisible, es la
democracia no liberal.
La forma liberal
no cupo en las categorías de la filosofía y de la política clásicas. Para
Platón, Aristóteles y Santo Tomás de Aquino la democracia liberal fue un
no-concepto, un impensable. El mundo antiguo y el medieval no la conocieron, ni
la concibieron, pues está fuera de todo modelo clásico, de todo orden y de toda
armonía. La democracia liberal es creación de la Revolución Francesa ,
aunque está presentida en Marsilio de Padua. Su forma permanente de
subsistencia es el mito (Zauberkraft),
y su contorno lo monstruoso y catastrófico.
11. El
estado ordenado no puede fomentar la libertad como mito, pues terminará por ser
devorado por ella.
La libertad como
mito lleva fatalmente al anarquismo, o sea, al solipsismo político; es el
Desorden, pues si la libertad de cada uno debe ser absoluta, no será posible el
Estado, que es uno o no es. (Imperium
nisi unum sit, esse nullum potest, o sea, el Estado que no es uno, no puede
existir). La libertad es formalmente instrumental, no tiene un fin por sí. En
el orden teológico es instrumento para merecer la beatitud y para servir a
Dios; en el orden moral es instrumento para practicar el bien consigo mismo y
con el prójimo; en el orden político es instrumento para realizar el bien común
a través del Estado. La libertad que no es instrumento para algo, es monstruo
mitológico.
12. La
libertad que no es mito, es Orden.
Uno de los
constitutivos formales del Estado es el Orden, es decir, es la libertad
condicionada al Orden o por el Orden. Sin el Orden no hay unidad, y sin unidad
no hay Estado (Unitas ordine). La
libertad política dentro del Estado no puede ser nunca absoluta, así como
tampoco lo es, dentro de la ley, la libertad moral. Un mandatario (y mucho
menos un militar) no puede ser un heraldo de la libertad mítica. Mejor sería
que lo fuese del Orden, o de la libertad en el Orden.
13. La
política no está subalternada al derecho sino a la moral; la política no se
rige por la justicia legal, como sostienen algunos, sino por accidente. La
regla de oro de la política es la equidad.
Ubi societas, ibi aequitas. “Lo equitativo y lo justo, siendo buenos
ambos, la única diferencia que hay entre ellos es que lo equitativo siendo lo
justo, no es lo justo legal, sino que es una dichosa rectificación de la
justicia rigurosamente legal”. Tal es el dominio de la política, y por ello,
tratar de establecer un Estado legal, es decir, regido por la justicia legal,
es un absurdo. El Estado humano está regido por la equidad, que es mejor que la justicia como medio asequible al
hombre. La justicia es de Dios; la equidad es de los hombres; la bondad es de
todos.
14. Si la
política está subalternada a la moral, el fin objetivo del Estado es el bien
común.
(Si estuviese
subalternada al derecho, como quiere Kelsen, su fin sería la ley, pero esto es
manifiestamente falso). La consecución del Bien Común está regulada por la equidad antes que por la
justicia, o sea, antes que por el derecho. Por ello juzgo un error la aplicación
indiscriminada del derecho en la cosa política. El delito político (si existe)
no es delito de derecho, pues el “Estado no es derecho”, como se dice
erróneamente. “El Estado es política”. Es urgente en estos momentos evitar la
violación del principio: summum jus summa
injuria (el abuso del derecho es la máxima injusticia).
15. No es
admisible una democracia cristiana, porque se complica al cristianismo con un
sistema temporal-mundano.
El Cristianismo, en efecto, es una religión
sobrenatural, mientras que la democracia (la politía) es una forma humana de gobierno. Puede sí haber
accidentalmente una democracia de cristianos (por cierto que la democracia
liberal, que pertenece al diablo, queda excluida de esta posibilidad), como
puede haber una autocracia o una aristocracia de cristianos. Lo que no puede
haber es un comunismo o una plutocracia de cristianos. Estas dos formas
políticas son radicalmente anticristianas. La democracia cristiana es un
supercristianismo, es decir, no es cristianismo, o es un cristianismo por
denominación extrínseca, o sea, un pseudo-cristianismo. En realidad la única
democracia posible es la de la Iglesia. Después de la alocución de Pascua (de
1955) del Sumo Pontífice, la Democracia Cristiana ha perdido todo su
significado desde el punto de vista católico. Ha dicho el Papa: “En cambio
sería una apariencia de fe destinada a la derrota ese vago sentimiento de
cristianismo, muelle y vano, que no rebasa el umbral de la persuasión en las
mentes, ni el amor en los corazones; que no está puesto como cimiento y
coronación ni de la vida privada ni de la pública; que sólo ve en la ley
cristiana una ética puramente humana de solidaridad y una disposición
cualquiera para promover el trabajo, la técnica y el bienestar exterior. Los
que agitan la engañosa bandera de este cristianismo vago, lejos de estar al
lado de la Iglesia
en la lucha gigantesca en que está empeñada para salvaguardar para el hombre
del siglo presente los eternos valores del espíritu, más bien aumentan la
confusión, haciéndose así cómplices de los enemigos de Cristo. Tales serían, en
concreto, los cristianos que, arrastrados por el engaño o doblegados por el
temor, diesen su cooperación a sistemas discutibles de progreso material que
exigen, como contrapartida, la renuncia a los principios sobrenaturales de la fe
y a los derechos naturales del hombre”. Estas palabras de Pío XII dichas en tan
solemne circunstancia, urbi et orbe,
son contradictorias de los principios de la “ciudad fraternal” y del “humanismo
generoso” (expresión masónica) que sostiene la llamada “democracia cristiana”.
Naturalmente que la “democracia cristiana” puede seguir subsistiendo con el
Ejército de Salvación y con los Mormones. Sin embargo, estas sectas tienen
políticamente un historial menos oscuro que aquélla, pues no debe olvidarse que
la “democracia cristiana” no fue indiferente a la masacre por el
“resistencialismo” francés de 100.000 ciudadanos conservadores (católicos casi
todos), sacrificados al Moloch Demo-Libertad, por el delito de haber amado a su
patria más allá de los execrables mitos. La dialéctica del “humanismo generoso”
parte del principio de que “no hay enemigos a la izquierda”. Para los crímenes
que se cometen con los que están a la derecha, no tiene ojos.
16. Las
formas políticas son irreversibles como consecuencia necesaria de la
irreversibilidad del hecho histórico.
No se ha dado, en
toda la historia de la humanidad, un sólo hecho que se haya repetido; es lo que
se llama en la ciencia histórica: Einmaligkeit.
La visión retrospectiva de Ezequiel es la de un pueblo de osamentas, a las
cuales sólo vivifica el espíritu de Dios; esto significa que el hombre nada
puede resucitar nunca. Claro está que tampoco se pueden resucitar las
instituciones fenecidas, ni las Constituciones de otras épocas. Intentar
hacerlo es una actitud contra natura. Toda Constitución, como obra humana, está
sujeta necesariamente a caducidad (a corrupción), y nada ni nadie puede
instituirla en una forma eterna. Resucitar una Constitución es una tarea tan
macabra como inútil, propia de la mentalidad mitolátrica, retrógrada y anti-histórica.
17. La
suprema realidad en todo sistema político es el hombre, la persona humana de
carne y huesos, cuya calidad y comportamiento solamente garantizan la
honestidad de un gobierno.
Esto significa que el fundamento de todo
gobierno es la moral, es decir, la moral encarnada. Sin la rigurosa
subalternación de la política a la moral, no habrá garantías para nada, ni para
nadie, así sea el régimen democrático o autocrático. En cambio, el
mantenimiento de aquella subalternación, hace posible cualquier régimen
político positivo, preservado así de la amenaza pestífera del mito.
18. El
Nacionalismo es la concepción política que propicia el encaminamiento de la
nación a la consecución del bien común por el orden y la unidad, religados en la
autoridad.
Siendo uno el
Bien Común, la finalidad perseguida por la Nación debe ser una. Y si es una la finalidad,
deben ser adecuados a ella los medios. El Nacionalismo considera al hombre como
una unidad no escindible de individuo y persona: por ello no es ni
individualista ni personalista, sino plenamente humano, en cuanto ve en el
hombre político no sólo un sujeto temporal sino también espiritual,
comprometido en cuanto tal, en todos sus actos de ciudadano. El sentido de
unidad y de orden del Nacionalismo lo opone a todo internacionalismo político y
a todo cosmopolitismo, pues uno y otro son factores disolventes de la Nación. Su culto de la
autoridad lo opone al liberalismo, que también es factor de disolución por la
anarquía. Su concepción del Bien Común lo opone a toda mitolatría.
19. Los
actos humanos se especifican por los fines: como es el fin son los actos. Los
fines informan los medios, aunque de inmediato no los justifiquen.
Mas si el fin es
bueno, los medios serán inmediatamente buenos y no pueden ser absolutamente
malos (relativamente sí pueden serlo). Un sistema político como el Nacionalismo
que pone el Bien Común como fin, no puede ser absolutamente malo y no puede ser
condenado por ser nacionalismo. Si pusiese como fin la absorción de la persona
por el Estado sería malo y condenable, pero entonces no sería Nacionalismo sino
totalitarismo. Para el Nacionalismo “el Estado es la sociedad natural,
revestido de la autoridad suprema dentro de unos límites dados, encargada de
realizar el Bien Común de sus miembros”. En cambio, será totalitarismo, y de
ferocidad omnívora, el sistema político que, como la democracia liberal,
proponga y practique la inmolación de la persona humana al mito.
– II –
1. La
historia de nuestro país no se compromete con ninguna forma política
determinada.
En Argentina ha
habido autocracia, aristocracia (en realidad, oligarquía) y democracia, y en
cada circunstancia se ha gobernado con resultados positivos y negativos. La
historia argentina no es la historia de la traición y del deshonor; no es la
historia de Caínes y Abeles, de demonios y de santos, de justos y réprobos,
sino la historia de una Nación cuyos hijos pueden haber luchado entre sí como
adversarios, pero nunca como enemigos. La mentalidad mitolátrica transforma al
adversario en enemigo extranjero (hostis),
es decir, que transforma al país en campo de batalla, en escenario de una
guerra fratricida y de exterminio, a igual que la mentalidad primitiva. En el
orden de un mismo Estado y de una sola nación y hablando políticamente, tiene
vigencia de mandamiento el diligite
inimicos vestros, que traducimos como “amad a vuestros enemigos” (en este
caso: enemigos significa por lo menos
adversarios). El adversario político,
el antagonista que disputa en el Agón,
no es un enemigo extranjero, no es un
hostis, aunque sí puede ser un inimicus, y a éste se lo debe amar. En
el orden religioso este problema no existe. La tendencia apocalíptica a dividir
a los argentinos en réprobos y justos es propia de la mentalidad mitolátrica.
2. La
adopción de una forma de gobierno obedece a circunstancias de hecho, en primer
lugar históricas.
El que Argentina
sea república no es el resultado de un designio providencial, ni de la
inspiración de un predestinado, ni de una teofanía a “nuestros gigantes padres”,
ni del azar, sino de hechos que determinaron
la adopción de esa forma de gobierno. Pero los hechos históricos son únicos e
irreversibles, y el destino político de una nación cualquiera no puede ligarse
indefinidamente a una circunstancia histórica perimida. Sólo la mentalidad
mitolátrica cree en la eternidad de las formas políticas. El hombre inteligente
y libre, que no está ofuscado por la religión mitológica idolátrica, y que no
es fanático, admite, porque debe admitir, la posibilidad de abandonar un
sistema puramente instrumental, por otro de mayor conveniencia para la nación.
Es anacrónico y ridículo pensar, por ejemplo, que una Constitución nacida en
los años del miriñaque, de la carreta, de la vela de sebo y del trabuco, pueda
servir como intangible instrumento legislativo en la época del nylon, del avión supersónico, del átomo
fisionado y de la bomba de hidrógeno. El más eminente de los juristas europeos
y acaso del mundo contemporáneo ha declarado: “Hoy, el orden actual
centroeuropeo del Derecho Público desaparece; y con él se hunde el antiguo Nomos de la tierra" (Carl Schmidt, Der Nomos der Erde, Köln 1950).
3. Las
circunstancias geopolíticas y económicas de Argentina han variado
fundamentalmente.
Geopolíticamente,
todos los países del mundo han sufrido transformaciones fundamentales. El factor
principal ha sido la última guerra, que ha modificado los continentes. Al
desaparecer la hegemonía inglesa como consecuencia, entre otras causas, del
agotamiento del carbón que alimentaba las calderas de los acorazados de la
enorme flota del imperio victoriano, sumado a la carencia de petróleo, aquél ha
comenzado a resquebrajarse a tal punto que su subsistencia apenas podrá llegar
a fines del presente siglo. Sólo algún cipayo trasnochado puede pensar aún que
sea factible el sueño de Julio Roca (h.), de que Argentina llegue a ser colonia
británica: Inglaterra es una gran potencia agonizante. El cetro de la hegemonía
mundial, por lo menos en relación a América, ha pasado a U.S.A. que lo detenta
con manos muy firmes. Con ello adquiere vigencia plena la doctrina Monroe, y se
desvanece el ensueño romántico de la doctrina argentina de “América para la
humanidad”, que debía sonar muy agradablemente a los oídos de los socarrones
estadistas ingleses. La “monroización” de América es ya un hecho consumado, y
su órgano técnico es la O.E .A.,
a la que nuestro país se incorporó el último. Nos obliga más a pensar
primordialmente en América, el que Europa sólo aparezca como el “futuro campo
de batalla” de la guerra inevitable. La supertécnica, además, ha contraído el
espacio en forma casi milagrosa, de modo que la unidad espacial de América es
una realidad decisiva: por el monroísmo es políticamente una, y por la técnica
espacialmente una. La unidad de América no sajona ya no es por la hispanidad o
por la latinidad, sino por el monroísmo. La unidad geopolítica de América está
lograda y su fórmula podría ser: “tres en una” o sea “las tres Américas en
Norteamérica”. Lo que no está logrado es la unidad espiritual, porque la América sudcéntrica es
cristiano-católica, mientras que la del Norte es protestante-calvinista; el
cristianismo no es un denominador común de las tres Américas. La unidad
fundamental religiosa de las Américas no se logrará nunca, porque si
Norteamérica fuese cristiana perdería su fuerza material, pues cristianismo y
poder material son contradictorios. El cristianismo es una religión de pobres y
humildes, que ponen su fe y esperanza no en poderes intramundanos, sino en un
Dios trascendente que es agápe. Todo
estado rico y poderoso no puede ser cristiano (Vae vobis divitibus, ¡ay de vosotros los ricos!, dice Lucas. 6,
24). No hay más cristianismo que el de las bienaventuranzas, y por ello digo
que el cristianismo es una religión de pobres y humildes. El catolicismo yanqui
es un cristianismo de ricos y poderosos, sostenido por poderes intramundanos;
es una religión opípara y tecnificada, y por ello no me parece muy conciliable
con el cristianismo. La idea comtiana de un catolicismo sin cristianismo no es
viable, aunque el catolicismo sea la forma de cristianismo que acepta más
temporalidad y por ello sea más militante. La tradición espiritual de América
sudcéntrica la liga con Europa católica, y por eso aquélla nunca podrá
desarrollar una voluntad de poder que
la erija en superpotencia, rival de Norteamérica, salvo que cambiase de
religión, lo cual no es posible. Pero en la mayoría de las naciones americanas
sudcéntricas, el catolicismo está aún en la etapa misional o sea que, aunque
potencialmente exista, su fuerza efectiva es nula o muy relativa. Argentina es
una excepción, hasta cierto punto, porque en nuestro país el catolicismo ha
salido de la etapa misional, o por lo menos, así lo creemos. La actualización
del catolicismo, o sea, su aparición como entelequia realmente operante en
cuanto fuerza espiritual efectiva, depende del acendramiento de su
cristianismo. La mayor actualización del catolicismo equivaldrá a un
alejamiento mayor del espíritu protestante-calvinista, y consecutivamente a una
mayor posibilidad de independencia política. Todo lo contrario se deduce del
laicismo, que ofrece al imperialismo una conciencia desolada (la conciencia desdichada pasiva), propicia
a la conquista por la sumisión espiritual. Cualesquiera sean los defectos del
catolicismo argentino, nos preserva de una total absorción norteamericana y
deja la posibilidad de una comunicación vital con Europa, pues en Europa está
el catolicismo; y además, de un mantenimiento de la conciencia de soberanía
política, precioso tesoro que no debemos permitir que sucumba. El catolicismo
aparece como regulativo, pues por un lado niega cristianamente el culto de la
voluntad de poder, es decir, anonada todo sueño imperialista (por eso en el
nuevo derecho público, es una exigencia el Silete
Theologi in munere alieno de Albericus Gentili), y por otro lado estimula y
vigoriza la conciencia de soberanía, en cuanto en nuestro caso se opone a la
irrupción del calvinismo del norte. Ante el hecho de la unificación geopolítica
y económica bajo el implacable puño yanqui, aún queda a nuestro país la
posibilidad de mantener su independencia espiritual y la voluntad de su
soberanía política, que fue siempre su característico sello y el perfil de su
personalidad internacional. Por eso afirmamos el cambio fundamental para
nuestro país de las circunstancias geopolíticas y económicas, pues ya en el
período de 1914-1918 comenzó a variar el horizonte internacional, y después de
la guerra de 1939-1945 se han producido hechos tales, que el mundo revela haber
entrado en una nueva época de su historia.
4. Argentina
tiene destino capital en América, que sólo podrá realizar proporcionalmente a
su potencia espiritual y material.
América
sudcéntrica o Sudcentroamérica es la contraparte de Norteamérica, porque ésta
es la Prosperity (das
Gedeihen) y aquélla es el
Estancamiento (die Stagnation, die
Stagnierung). Norteamérica debe, por tanto, incrementar a los países débiles o de economía atrasada, es decir, a
toda Sudcentroamérica, pero los incrementa dominándolos por el incontrastable
poder de la economía y de la supertécnica; esto es lógico, pues no se trata del
ejercicio de una paternidad sino del Dominio, y el Dominio es fuerza e interés
temporales. La prosperidad empuja al estancamiento, el cual no se convierte a
su vez en prosperidad sino en Explotación. La explotación lleva un signo de
ominosidad y de ignominia, que la transforma en conciencia desdichada pasiva, de la cual tampoco hay que esperar
prosperidad (porque la explotación es la prosperidad frustrada), sino el dolor
de la impotencia (impotencia de vencer al Dominio). La Impotencia puede llegar
a la Resignación ,
la que significa el anonadamiento de la conciencia desdichada; o a la Desesperación , por
donde se llega a la
Revolución. La Resignación y la Revolución son los
signos negativos de la América
estancada y explotada. Pero la
Revolución sudcentroaméricana no es contra el Dominio, que es
el motor de todo, incontrastable y temido, sino contra la propia y dolorosa
desdicha (guerra civil) ; no es una revolución hacia afuera, sino dentro de sí
misma (no puede ser hacia afuera porque el Dominio la controla y la dirige).
Por ello toda revolución sudcentroaméricana resulta contra la propia revolución
y a favor del Dominio, cualquiera sea el desenlace. Y así la resignación
equivale a anonadamiento, y la revolución significa autodestrucción; el Dominio
es siempre el que triunfa y con él la Prosperidad que ya es Explotación, con el signo
de la ominosidad y de la ignominia. Es la dialéctica del señor y del siervo, pero en que éste o es esclavo envilecido que
está anonadado, o aparece entregado a la autodestrucción en el círculo fatal de
su impotencia desesperada. Para detener el curso hasta ahora inexorable de esta
dialéctica, habrá que evitar el anonadamiento propio de la impotencia y
eliminar el sentido destructor de la revolución, en cuanto se anula a sí misma.
Si se lograse actualizar el catolicismo en los países mediatizados al Dominio,
se lograría también re-crear su conciencia anonadada y con ello, su personalidad.
Lo que puede la conciencia católica viva, se vio ya en el fugaz gobierno de
García Moreno en el Ecuador. Pero ello no basta, porque la energía que
despliega la conciencia católica (de la América católica de Rubén Darío), ha de
completarse con el nuevo sentido que debe imprimirse a la revolución, que en
vez de dirigirse contra sí misma, en un proceso de autodestrucción, debe
apuntar al Dominio, que es su enemigo. Si esto se lograse, el Estancamiento se
transformaría en Resistencia (conciencia
desdichada activa). La resistencia ha de ser necesariamente revolucionaria,
pero hacia afuera, no hacia adentro; debe dejar de ser “guerra civil” y
transformarse en “guerra hostil” (de hostis,
enemigo extranjero). Pero esta guerra no puede ser material, porque por ahora
el Dominio es invencible, sino espiritual, y con ello bastará para vigorizar la
conciencia desdichada activa. Todo lo que tienda a debilitar la conciencia
desdichada activa debe ser eliminado, porque será un aliado de la explotación.
El primer factor que debe ser eliminado es la Democracia que es “factor
de crisis”, y por tanto de mediatización al Dominio. Argentina, que aún no está
mediatizada, pero que ha entrado en la etapa de la revolución auto-destructora
por donde puede llegar al anonadamiento de la impotencia, tiene aún tiempo para
reaccionar. Por las reservas que aún le quedan, puede evitar el caer en la
dialéctica cerrada del señor y del siervo
y tratar de desarrollar la conciencia
desdichada activa, para lograr algún día no sólo para sí, sino para toda
Sudcentroamérica, la conciencia dichosa.
5. La
polarización de los pueblos del mundo ha impuesto hoy, como jamás se vio en la
historia universal, el principio de totalidad de dominio.
Quien no lo
admite será porque vive en las nubes. No se conciben más que dos bloques de
pueblos y dos bloques de ideas. La ausencia de una mediedad y la porfiada
resistencia a admitirla, incrementa la conciencia bélica. Ambos bloques son
dominantes, totalitarios y no cristianos: tal es su triple denominador común.
Sobre toda la política mundial actual gravita en forma agobiadora esta trinidad
ineludible y atroz. El principio de derecho público par in parem non habet iurisdictionem no existe ya más. La
polarización en dos superpotencias o dos superdominios es una comprobación
objetiva y no necesariamente un juicio de valor. Que el mundo actual tienda por
virtud de la técnica a ser un Universo dominado por un amo no significa que no
deba ser un Pluriverso. Que pueda serlo entra en el dominio de la profecía. Si
la guerra futura ha de tener una decisión, debe pensarse mucho que al vae victis practicado ahora sin piedad,
se suma el vae neutris que en
realidad significa la muerte de la neutralidad, pues, como hemos dicho, la
bipolarización del Dominio no acepta una mediedad. De caber esta sería posible
una solución no radical. Pero si no cabe, no veo cómo será posible esta
solución.
6. Creer
que la Democracia Liberal
juega algún papel positivo en la historia universal, es ingenuidad, o
ignorancia, o mala fe.
Objetivamente, la
democracia de hoy es una forma de dominación de los Estados omnívoros,
fomentada sistemáticamente en los Estados mediatizados. Los casos mas
ejemplares son las dos Alemanias e Italia. España se libró de ser mediatizada
gracias a la
Revolución Nacional que le restituyó la libertad soberana y
aventó la democracia. El día que España sea democratizada será el día de su
aniquilamiento: se dispersará como polvo, y se habrá cumplido el deseo satánico
de Cromwell que en 1656 declaraba al español “el enemigo natural, el enemigo
providencial” (the natural enemy, the
providential enemy) y exhortaba a sus súbditos a no darle tregua hasta
destruirlo. En América sudcéntrica, la democracia es el opio con que se embota
su conciencia para mediatizarla.
7. Formalmente
la democracia es un producto y también un factor de “crisis”, no un factor de
creación (la “piqueta demoledora” de Yrigoyen).
La democracia
liberal actual es un producto de descomposición del mundo pre-burgués. El
momento del advenimiento de la democracia liberal es el año 1789, es decir, el
de la Revolución
Francesa , que luego se proyecto como factor de “crisis” en el
mundo occidental. La “crisis democrática del mundo” no creó nada, pero sí
destruyó las instituciones arcaicas medievales que no tenían ya por qué
subsistir. Pero cuando la democracia en cuanto tal quiso crear, no pudo hacerlo
por sí misma y se transformó en el imperio napoleónico, el cual sí fue creador
al cien por ciento. Mas sólo duró un suspiro, pues su origen era espurio, por
haber nacido de la democracia en cuyo nombre Napoleón se ciñó la corona. Se
podría argüir que U.S.A. es una creación de la democracia, pero ese sería un
argumento para niños. En primer lugar, los emigrantes del Mayflower se expatriaron no por un ideal democrático, sino por una
decisión religiosa, es decir, que no buscaban en América la libertad política
sino por accidente, en cuanto sirviera al ejercicio de su libertad religiosa.
U.S.A. nació por un acto de confesionalidad protestante, no por una decisión
política en sentido estricto. Su segregación de Inglaterra tuvo por motivo
simbólico una cuestión sobre pago de impuestos. En el inicio, de U.S.A. están
como raíces el calvinismo y la economía, no la política. La democracia no ha
creado nada grande en el orden político. Toda la historia universal en cuanto
construcción y grandeza es obra de los imperios. La democracia no fortifica
sino debilita la voluntad y relaja la energía creadora. Debido principalmente
al opio democrático, todas las naciones sudcentroamericanas se hallan hoy
políticamente en estado larval y no llegan a constituirse con instituciones
permanentes. La democracia es la pesadilla de la conciencia desdichada pasiva, o sea la conciencia anonadada bajo la
sombra siniestra del Dominio.
8. Norteamérica
es no una democracia sino una plutocracia; es un imperio de ricos (“prosperity”).
Estados Unidos de
Norteamérica es el Dominio, es la superautoridad con su lema leviatánico: Auctoritas facit legem, el Dominio hace
la ley. El Dominio excluye definitoriamente
al Parlamentarismo, que es la
institución de lo que Donoso Cortés llamó: “la clase discutidora”. La discusión
no el raciocinio, ni la convicción, ni la persuasión, ni la decisión, ni la
lógica; sino la dialéctica desenfrenada, la duda, la disuasión, la sofística,
la erística y la confusión: es la Crisis. Por ello, la expresión genuina de la
democracia es el parlamentarismo: ambos significan crisis, y por ello también el Dominio excluye al parlamentarismo,
el cual sólo subsiste a su lado como una ficción, como una hipótesis de trabajo
o como un estorbo gravoso. ¿Hay algo más chato, anónimo y convencional que el
congreso norteamericano? Las formas democráticas de EE.UU. son puramente
instrumentales, no son esenciales, y sirven como tales a la realidad
plutocrática fundamental. EE.UU. es hoy uno de los grandes imperios de la
tierra, (para Sudcentroamérica es el Dominio a secas), porque es plutocracia,
no porque sea democracia. El presentimiento de Tocqueville de que EE.UU. “no
quitase al despotismo su odioso aspecto y su vil carácter”, se ha cumplido.
9. El Comunismo,
que en cuanto hegelianismo es racional, en cuanto marxismo es mesiánico y en
cuanto eslavo es salvífico, resulta una religión (negativa) del aquende. La
plutocracia no es ni racional ni mesiánica ni salvífica. Del dominio no resulta
una religión sino un comportamiento (“behaviour”) respecto al aquende y su
signo espiritual es también negativo.
Entre estos dos
extremos satánicos Sudcentroamérica debe jugar su destino a la par del Occidente
europeo, pues ya no resta otro bloque cristiano en el mundo. Para
Sudcentroamérica, el “monroísmo” y la supertécnica en lo relativo a la
geopolítica y a la economía han sido fatales. Repetimos que la unidad espacial
y política de las Américas es ya un hecho: no hay más poder en ellas que el del
Dominio. Pero se puede y se debe salvar el Espíritu, vigorizando la conciencia desdichada. A la arreligión
de la Plutocracia ,
y a la religión negativa, del aquende, del Comunismo, los pueblos de
Sudcentroamérica no tienen otra religión eficaz que oponerles que el
Cristianismo, que es mesiánico, salvífico, no irracional, y del allende. Luego
el Cristianismo es un Imperativo de Occidente, en cualquier caso. Y por ello la
enseñanza de la religión en las escuelas de Occidente debe ser necesariamente cristiana. Pero la forma
más enérgica y operativa, por su mayor humanidad y temporalidad, es la
católica; el cristianismo ortodoxo, en efecto, es deshumanizante e intemporal,
y el protestantismo es solipsista. Por ello, desde el punto de vista
exclusivamente temporal-político, yo no puedo ser partidario de la libertad de
enseñanza. Para Occidente, la escuela cristiana es un imperativo inexcusable,
de vida o muerte; y para nuestro país la escuela cristiano-católica. Entiéndase
bien que afirmo la necesidad de la enseñanza cristiano-católica no porque ésta
sea más verdadera, sino porque es la más conveniente, eficaz y útil. En cuanto
a su verdad intrínseca, dictamine quien deba. Naturalmente, como católico
reconozco que su verdad es la
Verdad , pero esto es otro asunto que aquí no toco para nada.
10. La
tierra es la madre del hombre. El hombre es terrícola, no es hijo ni del mar ni
del aire. Nace en la tierra, fija en ésta su morada, forma allí su familia y se
confunde con ella en la muerte.
Por ello el
Estado, que es obra del hombre, tiene su fundamento en la tierra, no en el mar,
ni en el aire; el Estado es terráneo y su corazón, es decir, el punto vital de
su ser, es mediterráneo. Todos los grandes Estados continentales tienen su
corazón (es decir, su capital) en su centro, o por lo menos en su interior:
Estados Unidos de América, Rusia, España, Italia, Alemania, Francia, China. Uno
de los problemas principales de Argentina es la descapitalizacion de Buenos
Aires, que geopolíticamente, por ser puerto, no es ni puede ser nunca la
capital del país, sino un lugar de acceso y un lugar de expedición, no un
asiento de vida auténtica, mesurada y profunda. Buenos Aires, como puerto, es
lugar de transición (tiene mucho de campamento) y de horizonte acuoso e
incierto. Sus frutos más seguros son el interés fenicio la sensualidad
sardanapálica, la necedad y el metequismo.
11. A
pesar de la opresión del Dominio, trasformado en “Zeus Pantocrator” (en el Dios
omnipotente dueño de los elementos), es deber ineludible de todo ciudadano
argentino y más aún de todo gobierno, mantener aunque sea moralmente, si más no
se pudiere, la personalidad del Estado Argentino como entidad soberana del
derecho público.
Y será reo de
traición a la Patria
quien proponga o instituya un régimen político que signifique la mediatización
del Estado argentino, o que establezca la posibilidad de que caiga bajo el
imperio de cualesquiera de los extremos en que se polariza el Dominio. Pero el
Estado argentino no puede ser democrático-liberal, pues si se intentara
investirlo de esta forma de gobierno, sería fatalmente “un gobierno de crisis”
y mediatizable: caería inmediatamente en el proceso de la revolución auto
destructora. Argentina debe ser republicana, pero el republicanismo no debe ser
entendido como un pluralismo libre, sino como un uniplurismo, es decir, como una totalidad ejecutiva que permita la
convivencia de las partes en el servicio del Bien Común, fin objetivo le la Política.
NOTAS
1
Opúsculo editado originalmente por Ediciones Arkhe, Córdoba 1955-56 y
posteriormente en Nimio de Anquín, Escritos
Políticos, Santa Fe (Argentina), Instituto Leopoldo Lugones 1972.
2
Formas teratológicas, es
decir, de monstruos míticos (N. del E.).
3 Hierofante
es el que hace manifiesto lo sagrado (N. del E.).