viernes, 27 de noviembre de 2009

SAN FRANCISCO DE ASÍS





G. K. CHESTERTON







Introducción

San Francisco y su siglo


El siglo XIII se abre con el resplandor de un sol que lo ilumina y que se proyectará en los siglos posteriores. En ese siglo el estilo gótico alcanzó su máximo esplendor en las catedrales de Colonia, Amiens y Burgos, entre otras. Florecieron las universidades, los gremios, las ciudades y las órdenes de caballería que defendían al débil. Ese resplandor lo provoca un hombre que nació en 1182 en Asís, ciudad italiana de Umbría, hijo de Pedro Bernardone, rico comerciante, y de Madona Pica. Fue bautizado con el nombre de Juan pero años más tarde se lo llamó Francisco por ser su madre natural de la Provenza.

Su mayor mérito fue el de reflejar brillantemente la imagen de Cristo y su influencia abarca actividades humanas tan diversas como literatura, filosofía, artes plásticas, teología, ciencia y santidad. La literatura y la ciencia moderna son en parte producto de esa apertura de San Francisco a la naturaleza. No sin razón apareció en el siglo XIII el genio literario del terciario franciscano Dante Alighieri (1265-1315) poeta máximo de la lengua italiana, y el Arcipreste de Hita en España (1283-1350). También surgen en aquélla época teólogos y filósofos como los dominicos San Alberto Magno (1193-1280) y Santo Tomás de Aquino (12251274) y los franciscanos San Buenaventura (12211274) y Juan Duns Escoto (1266-1308). Entre los científicos precursores de la observación de la naturaleza -astrónomos, físicos, químicos y matemáticos-, se refleja el espíritu del santo como in los franciscanos Rogelio Bacon (1214-1294) y el terciario Beato Raimundo Lulio (1235-1315). Entre los artistas plásticos Cimabúe (1240-1302), el terciario Giotto (12661337). Los reyes también acogen el espíritu franciscano como el terciario rey de Francia San Luis (12141270) y los reyes de España San Fernando (1199-1252) y Alfonso el Sabio el de las Diez Partidas (1221-1284). El viajero veneziano Marco Polo (1254-1324) y santos como el franciscano San Antonio de Padua (11911231) y Santo Domingo de Guzmán (1170-1221) fundador de la orden dominicana de frailes mendicantes y predicadores similar a la franciscana.


SAN FRANCISCO DE ASIS Y EL SIGLO XX


Los santos son ante todo hombres; la santidad, que es del orden sobrenatural, se apoya en el orden natural. El hombre es el único ser de la creación que puede ser santo, pero no hay dos santos iguales porque cada uno singulariza su santidad según los dones recibidos. A pisar de estar tan cercanos entre sí en el tiempo, santos como Domingo de Guzmán, Tomás de Aquino, Luis rey de Francia y Francisco de Asís, son muy distintos en su santidad.

Los santos viven en la eternidad y en el tiempo, participan de Dios y de la historia, pero la intemporalidad de San Francisco es más evidente porque su lenguaje, que es el del amor y del corazón, llega a lo más profundo del ser humano. La santidad es la plenitud en el amor, pero en la unión con el Amor hay moradas y creemos que el hombre Francisco llegó a la más cercana.

Su figura en el siglo XX adquiere contornos y dimensiones similares a las que tuvo hace 800 años porque el siglo que termina está sediento de amor. Ha bebido el agua en fuentes envenenada y necesita fuentes puras. Se nos ocurre que el Amor lo ha elegido nuevamente para acercarnos el mensaje de su Hijo, el Verbo Encarnado, nos intrigó hace 20 siglos. Las palabras del mensaje son sencillas: "Amaos los unos a los otros como yo os he amado", "Si amáis sólo a los que os aman, ¿qué tiene de particular, no lo hacen también los gentiles?. Amad a los que no os aman". "Dad de beber al sediento", "Lo que hiciéreis con el más pequeño de vosotros conmigo lo estáis haciendo" y "El que quiere ir en pos de mí que tome su cruz y mi siga". Palabras extrañas al hombre moderno pero palabras de unión y de gozo que debemos empezar a balbucear y practicar como si fuéramos niños recién nacidos.


CRONOLOGIA DE LA VIDA DE SAN FRANCISCO


1182. El 26 de Septiembre nace en Asís.

1199. Interviene en el asalto al Castillo Imperial de Asís.

1202. Cae prisionero en Peruggia luego de una guerra entre dicha ciudad y Asís.

1205. Regresa enfermo de Spoletto luego de una frustrada intención de guerrear en Apulia.

1206. A los 24 años de edad renuncia a la herencia paterna delante de Guido, obispo de Asís, y empieza a vivir como un mendigo y a predicar el amor a Cristo y a las criaturas.

1207. El crucifijo de la iglesia de San Damián le habla y le dice que "reconstruya su Iglesia" y San Francisco -entendiendo esas palabras materialmente - repara la iglesia de San Damián a la que seguirán otras cercanas.

1208. El 24 de febrero, el día de San Matías, responde al llamado de Cristo y abraza la vida evangélica. Se dedica a comunicar el mensaje de amor enseñado por Jesucristo de ver a Dios in todas las criaturas.

1209. Si le acercan los primeros discípulos o seguidores que tienen destinto origen: ricos y pobres, nobles y plebeyos, sabios e iletrados, sacerdotes de diversas jerarquía y laicos. En su mayoría mayores que él y algunos de su misma edad.

1209. Va a Roma para conseguir del Papa la aprobación de las reglas. Su amigo y protector el obispo Guido le presenta al Cardenal Juan quien rápidamente le consigue una entrevista son el Papa Inocencio III. A pesar de la fuerte oposición de algunos cardenales que consideraban imposible la pretensión de vivir en plenitud la vida evangélica, el Papa posos días después aprueba las Reglas de la nueva orden.

1210. El obispo Guido permite a San Francisco predicar en la Catedral de Asís.

1211. El 28 de marzo, Santa Clara viste el hábito religioso de las clarisas.

1211. San Francisco realiza viajes apostólicos a Siria, a España, Marruecos, Túnez, Oriente y Egipto. 1224.

1217. El entonces Cardenal Hugolino, futuro Papa, se convierte en protector y padre espiritual de la orden franciscana.

1221. Funda la Tercera Orden Franciscana para que los que quieran vivir el espíritu franciscano puedan hacerlo sin abandonar la vida en el mundo.

1223. El Papa Honorio III confirma mediante una Bula la 2da. Regla de la Orden.

1223. En Greccio, ciudad italiana, San Francisco por primera vez en la historia, organiza un pesebre para celebrar la Navidad.

1224. En el otoño, en el Monte Alvernia, San Francisco recibe las llagas de Jesucristo en las manos, los pies y en el costado del pecho.

1225. Escribe el Cántico al Hermano Sol.

1226. El 3 de octubre al atardecer a la edad de 44 años muere San Francisco.

1228. El 16 de julio es canonizado por el Papa Gregorio IX.



Capítulo 1

El problema de san Francisco


Un estudio moderno sobre san Francisco de Asís se puede escribir de tres maneras. Entre ellas debe elegir el autor, pero la tercera, que es la adoptada aquí, resulta en algunos aspectos la más difícil. Cuando menos sería la más difícil si las otras dos no resultaran imposibles.

Según el primer método, el autor puede estudiar a este hombre insigne y asombroso como si fuera una simple figura de la historia secular y modelo de virtudes sociales. Puede describir a este devino demagogo como si fuera, y probablemente lo fue, uno de los verdaderos demócratas del mundo. Puede decir, aunque ello signifique bien poso, que san Francisco se adelantó a su época. Y afirmar, lo que no deja de ser verdadero, que el Santo anticipó cuanto de liberal y más atractivo encierra el genio moderno: el amor de la naturaleza, el amor de los animales, el sentido de la compasión social, el sentido de los peligros espirituales que encierran la prosperidad y aun la misma propiedad. Todas estas sosas que nadei comprendió antes de Wordsworth eran ya familiares a san Francisco. Todas estas cosas que Tolstoi fue el primero en descubrir eran cosa admitida y corriente para el Santo. A él se lo podrá presentar no sólo como héroe humano sino también del humanismo; en realidad como el primer héroe del humanismo. Se lo ha descrito como una especie de lucero de la mañana del Renacimiento. Y en comparación con todo esto puede alguien ignorar o pasar por alto su teología ascética como mero accidente de la época que afortunadamente no resultó fatal. A su religión se la puede mirar como superstición, bien que inevitable, de la que ni el mismo genio podía librarse totalmente y, vistas así las cosas, considerar que sería injusto condenar a san Francisco por la negación de sí o censurarlo por su castidad. No cabe duda que aun desde semejante punto de vista la estatura del Santo mantendría los rasgos de la heroicidad y todavía mucho se podría añadir acerca del hombre que intentó acabar las cruzadas hablando con los sarracenos e intercedió por los pajarillos ante el emperador. El autor de semejante estudio describirá de manera puramente histórica toda la gran inspiración franciscana que transutan luego las pinturas de Giotto, la poesía del Dante, los "milagros" teatrales que hicieron posible el drama moderno y tantas cosas que aprecia la cultura de nuestro tiempo. Ciertamente, puede el autor intentar un tratamiento del tema como ya otros lo hicieron sin casi plantear siquiera la menor cuestión religiosa. En resumen, podría esforzarse por contar la historia de un santo sin Dios, lo cual se asemeja a querer relatar la vida de Hansen sin mencionar el polo Norte.

Si se elige la segunda manera, el autor quizás se vuelque al otro extremo y asuma lo que podríamos llamar un tono decididamente piadoso. Hará entonces del entusiasmo religioso un tema tan central como lo fue para los primeros franciscanos. Tratará la religión como la cosa real que ella fue para el Francisco de Asís real e histórico. Hallará, por así decir, un austero gozo en desplegar las paradojas del ascetismo y los trasiegos de la humildad. Marcará todo el relato con el sello de los estigmas y anotará los ayunos como batallas reñidas contra un dragón, hasta que a la huera mentalidad moderna san Francisco le resulte tan sombrío como la figura de santo Domingo. En resumen, creará lo que muchos en nuestro mundo mirarían como una suerte de negativo fotográfico, como el reverso de todas las luces y sombras; cosa que los necios hallarán tan impenetrable como las tinieblas y aun muchos sapientes tan invisibles como lo escrito en plata sobre fondo blanco. Semejante estudio de san Francisco resultará ininteligible a cuantos no compartan la religión del Santo y tal vez sólo en parte inteligible a quienes quiera no participen de su vocación. Según los matices del juicio que se adopten respecto a Francisco se lo mirará como algo muy bueno o muy malo para el mundo. Pero la única dificultad para desarrollar el tema según esta orientación radica en que la empresa es imposible. Para escribir la vida de un santo se necesita otro santo. En el caso presente las objeciones a esta orientación son insuperables.

En tercer lugar, el autor puede tratar de hacer lo que yo he ensayado en este libro, método que, como ya antes indiqué, encierra también sus peculiares problemas. El autor puede adoptar la postura del hombre moderno común que inquiere desde afuera, postura que es todavía la del autor de este libro en buena medida y antes lo fue en forma exclusiva. Como punto de partida puede uno empezar desde la visión de quien admira ya a san Francisco pero sólo por las cosas que a ese hombre común y moderno resultan admirables. En otras palabras, presume que el lector es al menos tan ilustrado como Renan o Matthew Arnold y, a la luz de este conocimiento, tratar de iluminar lo que Renan y Matthew Arnold dejaron a oscuras. Se intenta, pues, echar mano de cosas ya comprendidas para explicar las que no lo son. Al lector moderno el autor le dirá: "He aquí una personalidad histórica que a muchos de nosotros nos resulta atractiva por su alegría, su romántica imaginación, su cortesía y camaradería espirituales, pero en la que también concurren ciertos elementos, evidentemente tan sinceros como vigorosos, que parecen harto anticuados y repulsivos. Pero, a fin de cuentas, este hombre fue un hombre y no una docena de ellos. Lo que a vosotros os parece incompatible no le pareció a él tal. Veamos, pues, si es posible entender con ayuda de las cosas ya comprendidas las que parecen ahora doblemente oscuras, por su propia opacidad y por su contraste irónico." No pretendo naturalmente alcanzar esa totalidad psicológica en este esbozo sencillo y breve. Quiero decir, empero, que es ésta la única condición polémica que doy aquí por sentada, a saber: que estoy tratando con alguien que desde afuera observa con simpatía. No supondré mayor ni menor compromiso. A un materialista' no ha de importarle que las contradicciones se concilien o no. Un católico no ha de ver contradicción alguna que deba conciliarse. Pero en este libro me dirijo al hombre moderno común, simpatizante pero escéptico, y me atrevo a esperar, aunque sea vagamente, que, acercándome a la historia del gran Santo a través de lo que hay en ella de claramente pintoresco y popular, podré comunicar al lector una mayor comprensión de la coherencia de su carácter en conjunto, y que, acercándonos a él de este modo, podremos juntos vislumbrar por lo menos la razón que asistió al poeta que alabó a su señor el Sol para esconderse a menudo en oscura caverna, por qué el Santo que se mostró tan dulce con su hermano Lobo fue tan rudo con su hermano Asno -según motejó a su propio cuerpo-, por qué el trovador que dejo abrasarse en amor se apartó de las mujeres, por qué el cantor que se gozó en la fuerza y el regocijo del fuego se revolcó deliberadamente en la nieve; por qué el mismo canto que grita con toda la pasión de un pagano: "Loado sea Dios por nuestra hermana la Tierra que nos regala con variados frutos, con hierba, con flores resplandecientes", casi termina así: "Loado sea Dios por nuestra hermana la muerte del cuerpo".

Renan y Matthew Arnold fracasaron en esta empresa de conciliar contradicciones. Se dieron por satisfechos caminando junto a Francisco y prodigándole sus alabanzas hasta que en la marcha se cruzaron los propios prejuicios: los tercos prejuicios del escéptico. En cuanto Francisco empezó a hacer algo que no entendían o que no les resultaba grato, no intentaron comprenderlo y menos lo aprobaron; volvieron sencillamente la espalda a todo el problema y dejaron de "caminar junto al Santo". Pero de esta suerte resulta imposible avanzar en la senda de la inquisición histórica. En realidad, nuestros escépticos se ven obligados a desistir, desesperados, del estudio de la totalidad del tema, a abandonar el más simple y sincero de los caracteres históricos como un amasijo de contradicciones, al que sólo cabe alabar desde una visión si no a ciegas a ojos tuertos. Arnold se refiere al ascetismo del Alverno casi de pasada como si fuera una mácula desafortunada pero innegable en la belleza de la historia; o mejor dicho, como si se tratara de un desfallecimiento y de una vulgaridad en el final de la historia. Ahora bien, esto equivale, ni más ni menos, a cegarse ante lo que constituye la fina punta y el sentido de los hechos. Presentar el monte Alverno como un mero decaimiento de Francisco equivale exactamente a presentar el monte Calvario como un simple desfallecimiento de Cristo. Estas montañas son, sean por lo demás lo que fueren, y es necio decir que comparativamente son cavidades o huecos negativos en el suelo. Manifiestamente existieron para significar culminaciones y señalar linderos. Tratar de los estigmas como de una especie de escándalo, al que hay que referirse con ternura pero no sin pena, es idéntico a hablar de las cinco llagas de Jesucristo como cinco máculas de su persona. Quizás no nos guste la idea del ascetismo; quizás nos repugne la idea del martirio, y en este mismo orden de cosas hasta la concepción del sacrificio que la cruz simboliza quizás engendre en nosotros una repugnancia sincera y natural. Pero si es una repugnancia inteligente, conservará aún cierta aptitud para darse cuenta del sentido de la historia, sea ésta la historia de un mártir o la de un simple monje. No se puede leer racionalmente el evangelio y considerar la crucifixión como una reflexión tardía o un anticlímax o un accidente en la vida de Cristo; es muy a las claras la fina punta y el sentido del relato, punta como la de una espada, de aquella espada que traspasó el corazón de la Madre de Dios.

Y no podremos leer racionalmente la historia de un hombre a quien se presenta como espejo de Cristo sin comprender su fase final como "varón de dolores" y sin apreciar, siguiera artísticamente, lo acertado de verle recibir en una nube de misterio y soledad y no infligidas por mano de hombre las heridas incurables y eternas que sanan al mundo.

Por lo que hace a la conciliación práctica de la alegría con la austeridad, dejaré que sea la misma historia la que sugiera. Pero ya que he mencionado a Arnold Matthew, a Renan y a los admiradores racionalistas de san Francisco, insinuaré lo que me parece aconsejable que recuerde el lector. En cosas como los estigmas tropiezan estos distinguidos escritores porque para ellos la religión es una filosofía. Los juzgaban, pues, cosa impersonal cuando lo único entre las cosas terrenas que nos procura aquí un paralelismo aproximado es la pasión más personal. Nadie se revuelca en la nieve por la tendencia en cuya virtud todas las cosas cumplen la ley de su ser. Ni se priva de alimento por amor de un algo -no de un alguien- que es fundamento de la rectitud. Hará estas cosas, u otras muy parecidas, en virtud de un impulso bien destinto. Hará estas cosas cuando esté enamorado. Lo primero que hay que tomar en cuenta acerca de san Francisco está ya contenido en el primer hecho con que arranca su historia, a saber, que cuando ya en los inicios dejo que era un trovador y proclamó luego que era trovador de un romance nuevo y más noble no usaba una simple metáfora; se comprendía a sí mismo mejor que lo hacen los eruditos. Fue hasta en las últimas agonías del ascetismo un trovador. Fue un amante. Enamorado de Dios y enamorado en realidad y de verdad de los hombres, cosa que entraña una vocación mística mucho más singular. Enamorado de los hombres es ca

si lo contrario de filántropo; y por cierto, la pedantería

del vocablo griego conlleva en sí una sátira. Del filántropo puede decirse que ama a los antropoídes. Pero como san Francisco no amó la humanidad sino a los hombres, así tampoco amó la cristiandad sino a Cristo. Alguien podrá decir, si así le place, que era él un lunático enamorado de una persona imaginaria; pero se trataba de una persona imaginaria, no de una idea imaginaria. El lector moderno, pues, hallará mejor la lave del ascetismo y del resto en las historias de enamorados cuando éstos se asemejan casi a lunáticos. Contemos la historia de Francisco como si fuera el relato sobre un trovador y las cosas extravagantes que está dispuesto a hacer por su dama y la perplejidad moderna desaparecerá. En semejante romance no hay contradicción entre el poeta que junta flores al sol y soporta una vigilia helada en la nieve, entre quien alaba toda belleza terrena y corporal y se niega a tomar bocado, entre quien glorifica el oro y la púrpura y viste a ciencia y conciencia unos andrajos, entre quien muestra patéticamente una grande hambre de vida feliz y a la vez una gran sed de muerte heroica. Estos enigmas se resuelven fácilmente en la simplicidad de todos los amores nobles; sólo que el amor de Francisco lo fue tanto que muchos ni siguiera oyeron hablar de él. Veremos más adelante que el paralelismo del amor mundano enmarca de manera muy útil los problemas de la vida del Santo como, por ejemplo, las relaciones con su padre, con sus amigos, con sus familiares. El lector moderno descubrirá que si es capaz de sentir como una realidad semejante amor, casi siempre podrá sentir también esta suerte de extravagancia como un bello romance. Pero esto lo hago notar aquí a manera de punto preliminar porque, si bien está ello lejos de encerrar la verdad final en esta materia, constituye la mejor manera de aproximarnos a ella. Nunca el lector empezará ni a vislumbrar siguiera el sentido de una historia que puede parecerle lo más extravagante mientras no comprenda que para aquel gran místico

su religión no era algo así como una teoría sino algo así como unos amores. Y el único propósito de este capítulo preliminar consiste en exponer los límites del presente libro, que se dirige solamente a aquella porción del mundo actual que encuentra en san Francisco cierta deficultad moderna, que se siente capaz de admirarle y no obstante lo acepta a duras penas o que puede admirar al santo prescindiendo casi de la santidad. Y mi único derecho para intentar siquiera semejante tarea consiste en que durante tiempo me encontré en distintos esta Dios de una situación similar. Infinidad de cosas que ahora comprendo en parte las imaginé del todo incomprensibles; muchas que ahora tengo por sagradas las hubiera desdeñado como totalmente supersticiosas, y muchas que, al considerarlas desde adentro me parecen lúcidas y transparentes, hubiera dicho con sinceridad que eran oscuras y bárbaras miradas desde afuera cuando ya hace años, en los días de mi mocedad, en mi fantasía prendió fuego por vez primera la gloria de san Francisco de Asís. También yo he vivido en Arcadea; pero en la misma Arcadea encontré a un caminante vestido con hábito pardo que amaba los bosques más que Pan. La figura con hábito pardo se levanta sobre la chimenea donde escribo, y es la única entre otras muchas imágenes que en ninguna etapa de mi vida dejó de serme familiar. Existe una cierta armonía entre la chimenea y la luz de la lumbre y el primer placer que hallé en las palabras de Francisco sobre el hermano Fuego, pues su recuerdo se levanta bastante remotamente en mi memoria para mezclarse con los ensueños más domésticos de los días infantiles. Las mismas sombras fantásticas que proyecta la lumbre ejecutan una callada pantomima que remite a la infancia y, sin embargo, las sombras que yo veía eran ya entonces las sombras franciscanas de sus fieras y pájaros favoritos tal como él las vio ornadas con la aureola del amor devino. Su hermano Lobo, su hermano Cordero casi se parecen al hermano zorro y al hermano Conejo de un cuento infantil más cristiano.

Poco a poco he logrado ver nuevos aspectos maravillosos de este hombre, pero nunca olvidé el que ahora me place evocar. Su figura se yergue sobre un puente que enlaza mi juventud con mi conversión a través de muchas otras cosas, ya que el romance de la religión de Francisco había penetrado hasta el romanticismo de aquella huera época victoriana. Porque he pasado por esta experiencia espero lograr que avancen otros por el camino un poco más... aunque sólo sea un poco más. Nadie mejor que yo sabe que en tal sendero hasta los ángeles andan con tiento; más con todo y ver seguro mi fracaso no me abruma el temor puesto que el Santo supo tolerar con alegría a los locos.



Capítulo 2

El mundo de san Francisco


La innovación moderna, que ha sustituido con el periodismo a la historia o, si se quiere, a la tradición, que es como las habladurías de la historia, ha tenido por lo menos un resultado definido. Se ha asegurado que todos de cada relato oigamos el resultado únicamente. Los periodistas tienen la costumbre de imprimir en los últimos capítulos de sus historias por entrega (cuando el protagonista y la protagonista están a punto de besarse en el último capítulo, ya que sólo una impenetrable perversidad les privó de hacerlo en el primero) estas palabras harto desconcertantes: "El relato puede empezar aquí". Pero aun esto será para el caso un paralelismo incompleto, ya que los periódicos es verdad que dan una especie de resumen de los relatos, pero no dan nunca nada que se parezca ni remotamente a un sumario de la historia. Los periódicos no sólo hablan de novedades, de cosas recientes, sino que lo tratan todo como novedad, cosa reciente. Tutankhamón, por ejemplo, es para el periodismo una novedad. En la misma exacta manera leemos que el almirante Bangs cayó muerto de un tiro, con lo que ésta es la primera indicación que nos llega de que haya nacido. Hay algo curiosamente significativo en el uso que hace el periodismo de sus relatos biográficos. Nunca piensa en informar sobre la vida sino cuando publica la muerte. Y aplica este procedimiento así a los individuos como a las instituciones y a las ideas. Después de la Primera Guerra Mundial nuestro público empezó a oír hablar de naciones de toda laya que se habían emancipado; pero Nadie le había informado sobre que hubieran sido esclavizadas. Se nos convocaba a juzgar la equidad de las soluciones cuando nunca se nos permitió ni oír siquiera palabra cuando la existencia de conflictos. A la gente le parece pedante comentar la poesía épica de los servios y preferirá hablar en el lenguaje llano y moderno de cada día acerca de la nueva diplomacia internacional yugoslava; le conmociona extraordinariamente algo que llaman Checoslovaquia y al parecer nunca ha oído hablar de Bohemia. Cosas tan antiguas como la misma Europa se consideran más recientes que las proclamas muy posteriores enarboladas en las praderas de América. Algo sorprendente y curioso: tanto como lo es el último acto del drama para quien llega al teatro un momento antes de caer el telón. Pero no precisamente conducente a saber de qué se trata. Esta desgarbada manera de presenciar el drama podrá recomendarse a quienes se contenten con presenciar el momento del pistoletazo o del beso apasionado. Pero a quienes atormente la curiosidad intelectual sobre quién da el beso o es asesinado y por qué nunca les resultará ello suficiente.

En buena medida la historia moderna, sobre todo en Inglaterra, se resiente del mismo defecto peculiar al periodismo. De la cristiandad nos contará a lo sumo la mitad de la historia y, para el caso, la segunda sin la primera. Hombres para quienes la razón empieza con el Renacimiento y la religión con la Reforma nunca serán capaces de brindarnos un relato completo de nada, pues obligadamente parten de instituciones cuyo origen no saben explicar y, por lo común, ni siquiera imaginar. Tal como nos enteramos de que el almirante cayó muerto de un tiro sin habérsenos informado que hubiera nacido, así oímos hablar largamente sobre la disolución de los monasterios sin casi ser advertidos de la creación de los mismos. Ahora bien, una historia así resulta irremediablemente insuficiente hasta para el hombre inteligente que odia los monasterios. Y resulta también irremediablemente insatisfactoria con relación a ciertas instituciones que de hecho odian con espíritu perfectamente sano muchos hombres inteligentes. Por ejemplo, es posible que algunos de nosotros nos hayamos tropezado en nuestros cultos autores de primera línea con alusiones incidentales a una oscura institución llamada Inquisición española. Y bien, por lo que nos cuentan ellos y los relatos en que se inspiran era ésta en verdad una institución oscura. Es oscura porque lo es su origen. La historia protestante empieza simplemente con esta cosa horrible en su apogeo como la pantomima arranca con el rey-demonio a punto de freír a los duendes. No es improbable que la Inquisición, sobre todo hacía su última época, haya sido una cosa horrible poblada de demonios; pero con decir esto ni siquiera vagamente nos enteramos de la razón por la que es así. Para comprender la Inquisición española se hace necesario descubrir dos cosas de las que nunca nos preocupamos: saber qué era España y qué era la Inquisición. Lo primero suscita en su totalidad la gran cuestión de la cruzada contra el moro y de cómo, a partir de la heroica gesta de andantes caballeros, una nación europea pudo liberarse de la dominación extranjera venida del África. Lo segundo plantea todo el problema de la otra cruzada contra los albícenses y de por qué la gente amó y odió la visión nihilista venida del Asia. Sí no comprendemos que estos acontecimientos encerraban en los orígenes el ímpetu y el romance de una cruzada, no lograremos entender cómo hayan alucinado a los hombres y los hayan arrastrado hacía el mal. Los cruzados abusaron indudablemente de su victoria, pero la victoria tentaba al abuso. Existe una forma de entusiasmo que incita a los excesos y disimula las faltas. Para poner un ejemplo, en mí caso particular yo sostuve desde días lejanos la responsabilidad de los ingleses por el trato atroz que dispensaron a los irlandeses. Pero no sería justo para con los ingleses sí describiera las maldades del 98 y pasara por alto toda mención de la guerra contra Napoleón. Sería injusto insinuar que la mentalidad inglesa sólo soñaba con la muerte de Emmett cuando lo probable es que se hallara henchida con la gloria de la muerte de Nelson. Por desgracia, el 98 está lejos de ser la última fecha en que Inglaterra se aplicara a tan innoble tarea; todavía hace pocos años sus políticos se dedicaban a gobernar a Irlanda mediante el asesinato y el robo indiscriminados mientras gentilmente enrostraban a los irlandeses por recordar todavía viejas cosas desafortunadas y batallas del pasado. Pero por mal que pensemos en el tema de los Blackand- Tan, sería injusto olvidar que muchos de nosotros no pensábamos en ellos sino en los caquis y que el caqui tenía entonces una noble connotación nacional que compensaba muchas cosas. Escribir sobre la guerra de Irlanda sin mencionar la guerra contra Prusia y la sinceridad inglesa en este punto sería injusto para con los ingleses. Por igual modo hablar de la máquina de torturar que se supone fue la Inquisición como sí fuera un juego horrendo es cosa injusta para con los españoles. No explica de manera convincente y desde su origen lo que los españoles hicieron ni por qué lo hicieron. Podemos conceder a nuestros contemporáneos que por lo menos no es esta una historia que termine bien. Tampoco les reprochamos por suponer que debería haber empezado bien. Nuestra queja se reduce a que en la versión de ellos la historia ni siquiera empieza. Esa gente sólo en el instante de la ejecución está presente y aun entonces, como lord Tom Noddy, llega tarde para presenciar el momento de echar la soga al cuello. Es cierto que la Inquisición fue a menudo más horrible que todas las ejecuciones, pero nuestros modernos historiadores sólo recogen, por decirlo así, las cenizas de las cenizas, la última vara del haz de leña de la hoguera.

Tomamos aquí, al azar, el caso de la Inquisición por ser uno de tantos que ilustran una misma cosa y no precisamente porque esté relacionado con san Francisco, sea cual fuere la relación que la Inquisición haya podido tener con santo Domingo. Cabe suponer, tema que luego explayaremos, que san Francisco, la igual que santo Domingo, resulta ininteligible si no captamos en alguna medida lo que para el siglo trece significaban la herejía y la cruzada. Pero de momento utilizo el caso de la Inquisición como ejemplo menor para ilustrar un propósito más amplio. Para dar a entender que empezar la historia de san Francisco con su nacimiento es pasar por alto el sentido de los hechos o, mejor, no relatar siquiera la historia. Y para insinuar que la moderna forma del relato periodístico que empieza por el rabo nos lleva siempre al fracaso. Nos enteramos de la existencia de reformadores sin saber que algo había por reformar; de rebeldes sin una idea siquiera de aquello contra lo cual se rebelaban; de memoriales que no se relacionaban con ninguna memoria, y de restauraciones de cosas que aparentemente no existieron nunca. Por ello, aun a riesgo de que el presente capítulo parezca desproporcionado, es necesario decir algo acerca de los grandes movimientos que nos conducen hasta la aparición del fundador de los franciscanos. Lo que implica que describamos un mundo o aun un universo con miras a describir un hombre. Y que inevitablemente lo hagamos con unas pocas generalidades osadas y unas pocas frases abruptas. Lo que lejos de significar que en tan amplio firmamento sólo veremos una figura muy pequeña nos dice que debemos medir la amplitud del cielo si en verdad queremos abarcar toda la estatura de hombre tan gigante.

Y esta sola frase me lleva a las indicaciones preliminares que parecen necesarias antes de fijar siquiera un débil bosquejo de la vida de san Francisco. Debemos percatamos, aunque sea de manera basta y elemental, de cuál era el mundo en que entró el Santo y cuál la historia, por lo menos en lo que a él le concernió. Se impone trazar, aunque sea en pocas frases, una manera de prefacio al estilo del Bosquejo de la historia de Wells. En el caso particular de Wells salta a los ojos que el notable novelista experimentó la desventaja de quien se ve obligado a escribir la novela de un héroe que odia. Escribir historia y odiar a Roma, tanto a la pagana como a la papal, es odiar cuando ha acontecido. Casi equivale a odiar a la humanidad por razones puramente humanitarias. Aborrecer a la vez al sacerdote y al soldado, los laureles del guerrero y los lirios del santo equivale a segregarse de la masa de la humanidad, hecho que todas las destrezas de la más sutil y dúctil de las inteligencias modernas no pueden compensar. Mayor simpatía se requiere para enmarcar históricamente a san Francisco que fue guerrero y santo a la vez. Terminaré, pues, este capítulo con algunas generalidades sobre el mundo que halló san Francisco.

La gente no cree porque no quiere delatar su pensamiento. Expresándolo en términos de fe individual, no cabe duda que podría referir lo mismo diciendo que algunos hombres no son lo bastante católicos (universales) para ser católicos. Pero no voy a discutir aquí las verdades doctrinales del cristianismo sino tan sólo y en términos generales el simple hecho histórico del mismo, tal como puede mostrársele a una persona realmente ilustrada y de imaginación despierta aun cuando no sea cristiana. Lo que de momento quiero significar es que la mayoría de las dudas se asientan en pormenores. En el curso de lecturas casuales tropezamos con tal costumbre pagana que nos sorprende por lo pintoresca o con tal acción cristiana que nos llama la atención por lo cruel; pero no abrimos nuestra mente lo bastante para descubrir la verdad esencial de las costumbres paganas o de la reacción cristiana contra ellas. Mientras no comprendamos, no precisamente en detalle sino en su estructura y proporción fundamental, aquel avance pagano y aquella reacción cristiana, no comprenderemos realmente el punto esencial del período histórico en que san Francisco apareció ni lo que fue su gran misión popular.

Ahora bien, es cosa sabida, en mi opinión, que los siglos doce y trece fueron un despertar del mundo. Fueron un fresco florecer de cultura y arte, después del largo letargo de la experiencia mucho más dura y dería más estéril que llamamos "Edad Oscura". De aquellos siglos podemos decir que fueron una emancipación; fueron ciertamente un fin, el fin de tiempos que se nos muestran por lo menos como más rudos e inhumanos. Pero, ¿qué fue lo que acababa? ¿De qué se emancipaban entonces los hombres? Aquí chocan las diversas filosofías de la historia y éste es el punto crucial entre ellas. Desde un punto de vista puramente externo y profano, con verdad se ha dicho que los hombres despertaban de un letargo; pero aquél letargo se vio atravesado por sueños místicos y a veces monstruosos. De acuerdo con la rutina racionalista en que ha caído la mayoría de los historiadores modernos se considera suficiente decir que la humanidad se emancipaba de la mera superstición salvaje y avanzaba simplemente hacia luces de civilización. Y éste es precisamente el gran despropósito que se levanta como tropiezo y obstáculo al principio de nuestra historia. Quien suponga que la "Edad Oscura" fue tinieblas y nada más, y que la aurora del siglo trece sólo fue plena luz de día, no encontrará pie ni cabeza en la historia humana de san Francisco. Lo cierto es que la alegría del Santo y de los juglares de Dios no fue sólo un despertar. Fue algo imposible de entender sin comprender su credo místico. El fin de la "Edad Oscura" no fue únicamente el fin de un sueño. En realidad de verdad, no fue el fin de una supersticiosa esclavitud solamente. Fue el fin de algo perteneciente a un orden de ideas perfectamente definido aunque totalmente destinto.

La "Edad Oscura" representaba el fin de una penitencia o, si se prefiere, de una purgación. Señaló el momento en que terminaba una cierta expiación espiritual y en que al fin se extirpaban del sistema ciertas dolencias espirituales. Se lo hacía a través de una era de ascetismo, único medio que podía curarlas. El cristianismo entró en el mundo para sanarlo y lo sanó de la única manera que era posible.

Observándolo de modo puramente externo y experimental, la elevada civilización de la antigüedad terminó en su totalidad al aprender una lección, a saber, al convertirse al cristianismo. Pero esta lección fue un hecho psicológico tanto como una fe teológica. Ciertamente la civilización pagana había alcanzado un nivel muy elevado. Nuestra tesis no se debilitará y tal vez hasta se robustezca si decimos que había llegado al grado más alto de cuantos la humanidad había logrado. Había descubierto las artes de la poesía y la representación plástica aún no rivalizadas, había descubierto sus propios y permanentes ideales políticos, había descubierto su propio y claro sistema de lógica y de lenguaje. Pero, por encima de todo, había descubierto su propio error.

El error era demasiado profundo para ser definido ideológicamente, en abreviatura, se lo puede definir como el culto de la naturaleza. Casi con igual razón se lo podría llamar el error de la naturalidad, lo que era, ciertamente, un error muy natural. Los griegos, esos grandes guías y pioneros de la antigüedad pagana, partieron de una idea maravillosamente simple y directa: la de que mientras el hombre avance por la gran vía de la razón y la naturaleza no cabe esperar daño alguno, sobre todo si es él tan destacadamente ilustrado e inteligente como los griegos. Si no fuera pedante diríamos que le bastaba al hombre seguir el olfato de su nariz siempre que se tratara de una nariz griega. Pero no hace falta más que los propios griegos para ilustrar la extraña pero cierta fatalidad que se sigue de esta falacia. Apenas se empeñan los griegos en seguir el olfato de su nariz y su noción de naturalidad, les acontece la cosa más singular de la historia. Demasiado singular para ser tema fácil de discusión. Notemos cómo nuestros más repelentes realistas nunca nos conceden a nosotros el beneficio de su realismo. Sus estudios de temas desagradables no toman nunca en cuenta el testimonio que de ellos se desprende en favor de las verdades de la moralidad tradicional. Pero si en verdad tuviéramos olfato para estas cosas, podríamos citar millares de ellas como partes de un alegato en favor de la moral cristiana. Y un ejemplo de esto nos lo da el hecho de que Nadie haya escrito una verdadera historia moral de los griegos con esta orientación. Nadie se ha percatado del peso o singularidad de esta historia. Los hombres más sabios y prudentes del mundo se propusieron ser naturales, y lo primero que hicieron fue la cosa menos natural del mundo. El efecto inmediato de saludar al sol y de la soleada salud de la naturaleza fue una perversión que se extendió como la peste. Los más grandes y aun los más puros filósofos no pudieron librarse aparentemente de esta especie de locura de baja estofa. ¿Por qué? Al pueblo cuyos poetas concibieron a Helena de Troya y cuyos escultores labraron la Venus de Milo debe haberle parecido cosa sencilla mantenerse sano en este particular. Pero lo cierto es que quien adora la salud difícilmente pueda mantenerse sano. Cuando el hombre se empeña en seguir el camino recto anda cojeando. Cuando sigue el olfato de su nariz termina torciéndosela o aun quizás cortándosela en un rostro desfigurado, y esto ocurrirá en consonancia con algo más profundo en la naturaleza humana de cuanto son capaces de entender los adoradores de la misma. Hablando humanamente el descubrimiento de ese algo fue lo que constituyó la conversión al cristianismo. Hay una inclinación en el hombre como la hay en el juego de bolos, y el cristianismo fue el descubrimiento de la manera de corregir la perversa inclinación y acertar en el blanco. Muchos se sonreirán al oírlo, pero es profundamente cierto que la buena noticia que trajo el evangelio fue la nueva del pecado original.

Roma se levantó a contrapelo de sus maestros griegos porque nunca aceptó del todo que le enseñaran semejantes añagazas. Era dueña de una tradición doméstica mucho más decente; pero a la postre adoleció de la misma falacia en su tradición religiosa, que fue por fuerza y en no pequeña medida la tradición pagana del culto de la naturaleza. El problema de toda la tradición pagana se concentra en que en la vía al misticismo nada hallaron los hombres fuera de lo concerniente al misterio de fuerzas innombrables de la naturaleza tales como el sexo, la generación y la muerte. También en el Imperio Romano, ya mucho antes de su fin, encontramos que el culto a la naturaleza produce inevitablemente cosas contra natura. Se han convertido en proverbiales casos como el de Nerón cuando el sadismo se asentaba, imprudente, en el trono a plena luz. Pero la verdad a que me refiero es algo mucho más sutil y universal que un convencional catálogo de atrocidades. Lo que le aconteció a la imaginación humana en su conjunto fue que el mundo se iba tiñendo de peligrosas pasiones en rápida descomposición: de pasiones naturales que se convertían en pasiones contra natura. Así, al tratar la sexualidad como si sólo fuera cosa natural produjo el efecto de que el resto de las cosas inocentes y naturales se embebiesen y saturasen de sexo. Porque a la sexualidad no se la puede tratar simplemente en pie de igualdad con emociones elementales o experiencias como el comer y el dormir. Tan luego como el sexo deja de ser siervo se convierte en tirano. Hay algo peligroso y desproporcionado en el lugar que el sexo ocupa en la naturaleza humana, y no cabe duda de que el sexo necesita purificación y especial cuidado. La charlatanería moderna sobre que el sexo es igual a los demás sentidos y sobre el cuerpo bello como la flor o el árbol o es una descripción del paraíso terrenal o un fragmento de pésima psicología, de la que el mundo se cansó hace ya dos mil años.

Empero, no se confunda lo dicho con mero sensacionalismo puritano acerca de la perversidad del mundo pagano. Lo que aquí proponemos más que decir cuán perverso era el mundo pagano señala que era éste lo bastante bueno como para percatarse de que su paganismo se estaba pervirtiendo o, mejor dicho, que se hallaba en el camino lógico de la perversión. Quiero decir que la "magia natural" no tenía porvenir alguno; profundizar en ella no era sino obscurecerla hasta hacerla magia negra. No tenía futuro alguno porque en lo pasado sólo fue inocente por ser joven. Podríamos decir que fue inocente sólo porque era superficial. Los paganos eran más sabios que el paganismo; por esto se hicieron cristianos. Muchos de ellos poseían una filosofía, virtudes familiares y honor militar en que afirmarse para no caer; pero por aquél entonces esa cosa puramente popular que llamamos religión ya lo arrastraba por la pendiente. Y cuando contra el mal se acepta una reacción semejante no es equivocado suponer que esto representaba un mal que estaba por doquier. En un sentido destinto y más literal su nombre era Pan.

No es metáfora decir que esas gentes necesitaban un cielo nuevo y una tierra nueva, porque hablan profanado la propia tierra y aun el propio cielo. ¿Cómo podían resolver su problema mirando el cielo cuyas estrellas desplegaban leyendas eróticas? ¿Cómo podían aprender algo del amor de los pájaros y las flores después de las historias de amor que de ellos se contaban? No podemos multiplicar aquí las evidencias, y un pequeño ejemplo habrá de suplirlas. Todos conocemos la naturaleza de las asociaciones sentimentales que despierta en nosotros la palabra "jardín" y cómo muchas veces nos trae a la memoria recuerdos de romances melancólicos e inocentes o, con igual frecuencia, el de una graciosa doncella o un bondadoso y anciano sacerdote modelado a la sombra de un vallado de tejos, a la vista quizá de un campanario pueblerino. Y luego quien conozca un poco de poesía latina invagine súbitamente lo que un tiempo se alzó, obsceno y monstruoso, en el sitio de la puesta del sol o en el lugar de la fuente y recuerde de qué condición fue el Dios de los jardines.

Nada podía purgar semejante obsesión sino una religión que literalmente no fuera terrena. No cuadraba decir a tales gentes que desfrutaran de una religión poblada de estrellas y flores; ni una flor ni una estrella siquiera existían que no hubieran sido mancillados. Los hombres tenían que marchar al desierto para no encontrar flores o aun al fondo de las cavernas para no ver estrellas. En este desierto y en esas cavernas penetró el más alto intelecto humano cosa de cuatro siglos, y fue esto lo más cuerdo que pudo hacer. Para la salvación de ese mundo nada restaba sino lo francamente sobrenatural; si Dios no podía salvarle, no podrían ciertamente hacerlo los Dioses. La Iglesia primitiva llamó demonios a los Dioses del paganismo y tuvo razón. Sea la que fuere la relación que en los principios tuvieron quizás los Dioses con una religión natural, en aquellos santuarios vacíos nada moraba ahora sino demonios. Pan ya no era más que pánico. Venus ya no era más que vicio venéreo. No pretendo decir por manera alguna, qué duda cabe, que todos los paganos individualmente tuvieran estos rasgos ni siquiera hacia el final del paganismo, pero de ellos se apartaban como individuos. Nada distingue tan claramente al paganismo del cristianismo como el hecho de que ese algo que llamamos filosofía tuviera poco o nada que ver con ese algo social que llamamos religión. De todas maneras, no cabía esperar provecho alguno de predicar una religión natural a gente para quien la naturaleza se habla convertido en tan poco natural como cualquier religión. Sabían ellos mucho mejor que nosotros sus propios males y la suerte de demonios que les tentaban y atormentaban a un tiempo, y escribieron el siguiente texto encima de este delatado espacio de la historia: "Esta suerte (de demonios) no se echa sino con la oración y el ayuno".

Pues bien, la importancia histórica de san Francisco y de la transición del siglo doce al trece se halla en el hecho de haber señalado el fin de aquella expiación. Al término de la "Edad Oscura" los hombres podían ser rudos, iletrados e ignorantes en todo lo que no fueran guerras contra tribus paganas más bárbaras que ellos mismos; pero tenían siquiera el alma limpia. Eran como niños, y los primeros pasos de sus rudas artes respiraban el límpido placer de la infancia. Debemos imaginarlos en una Europa viviendo bajo el dominio de pequeños gobiernos locales, feudales por ser una supervivencia de guerras feroces contra los bárbaros, monacales a veces y haciendo gala de un carácter amistoso y patriarcal, aún ligeramente imperiales porque Roma gobernaba todavía a guisa de una gran leyenda. Pero algo había sobrevivido en Italia representativo en mayor grado del más bello espíritu de la antigüedad: la república. Italia estaba ornada de pequeños estados, de ideales democráticos en su mayoría y poblados a menudo con verdaderos ciudadanos. Pero la ciudad no se mantenía ahora abierta como en los días de la paz romana, sino que se replegaba detrás de altas murallas para defensa contra las guerras feudales, y todos los ciudadanos tenían que ser soldados. Una de ellas se levantaba en un lugar escarpado y peregrino entre las boscosas colinas de la Umbría, y su nombre era Asís. Por su puerta profunda bajo los altos torreones debía llegar el mensaje que sería el evangelio de la hora: "Tu guerra se ha cumplido; perdonada ha sido tu iniquidad". Sobre ese fondo, pues, de feudalismo y libertad y restos de ley romana, debía elevarse a comienzos del siglo trece, vasta y casi universal, la poderosa civilización de la Edad Medea.

Es exagerado atribuir ésta por entero a la inspiración de un solo hombre, aunque se trate del genio más original del siglo trece. La ética elemental de la fraternidad y la honradez nunca se había extinguido totalmente, y el cristianismo nunca había dejado de ser cristiano. Las grandes evidencias sobre la justicia y la piedad se encuentran en los más rudos anales de la transición bárbara o en las más rígidas máximas de la decadencia bizantina. Y ya en los tempranos comienzos de los siglos once y doce claramente despuntaba un movimiento moral más amplio. Pero lo que con justicia cabe decir es que por encima de estos primeros movimientos flotaba todavía algo de la antigua austeridad acarreada por aquel largo período penitencial. Eran aquéllos el crepúsculo matinal, pero todavía un crepúsculo gris. Afirmación que puede aclararse con sólo mencionar dos de las reformas anteriores a la franciscana. Por supuesto que la institución monástica era de lejos más antigua que estos movimientos; indudablemente casi tan antigua como el cristianismo. Los consejos de perfección habían tomado siempre la forma de votos de castidad, pobreza y obediencia. Con estas metas extramundanas el cristianismo había civilizado hacia ya tiempo buena parte del mundo. Los monjes habían enseñado al pueblo a labrar y sembrar tanto como a leer y escribir; en realidad le habían enseñado casi todo lo que el pueblo sabía. pero se puede decir con verdad que los monjes fueron severamente prácticos, en el sentido de que fueron no sólo prácticos sino también severos, si bien solían mostrarse severos consigo mismos y prácticos para con los demás. Todo aquel temprano movimiento monástico se había aquietado hacía ya tiempo y, a no dudarlo, con frecuencia deteriorado; pero al llegar a los primeros movimientos medievales este carácter austero resultaba todavía evidente. Podemos tomar tres ejemplos para demostrarlo.

Primero, el viejo molde social de la esclavitud empezaba a disiparse. No sólo el esclavo iba transformándose en siervo, que era prácticamente libre en lo concerniente a la propia granja y vida familiar, sino que muchos señores declaraban libres a esclavos y siervos por igual. Esto lo hacían presionados por los sacerdotes, pero sobre todo por espíritu de penitencia. Por supuesto que toda sociedad católica debe mantener una atmósfera de penitencia, pero yo me estoy refiriendo a aquel áspero espíritu de penitencia que había expiado los excesos del paganismo. En torno de aquellas restauraciones flotaba la atmósfera del lecho de muerte, pues muchas de ellas eran, sin duda, palmarios ejemplos de arrepentimiento en el lecho de muerte. Un ateo de buena fe con quien disentí en cierta ocasión recurrió a la siguiente expresión: "Lo único que mantuvo a los hombres en la esclavitud fue el temor al infierno". Como entonces le indiqué, si hubiera dicho que los hombres se liberaron de la esclavitud por temor al infierno, por lo menos habría señalado un hecho histórico indiscutible.

Un segundo ejemplo lo constituye la arrolladora reforma de la disciplina de la Iglesia llevada a cabo por el papa Gregorio VII. Fue en verdad una reforma emprendida por los más elevados móviles y que obtuvo los resultados más saludables: emprendió el Papa una minuciosa investigación contra la simonía y las corruptelas pecuniarias del clero e insistió en la necesidad de un ideal más serio y austero para la vida del sacerdote parroquial. Pero el hecho de que la reforma gregoriana cristalizara precisamente en la imposición universal del celibato con carácter obligatorio da la nota de algo que, por noble que fuera, parecerá a muchos vagamente negativo.

El tercer ejemplo es en un sentido el más vigoroso de todos. Porque es el ejemplo de una guerra, una guerra heroica y para muchos de nosotros santa aunque conserve aun así todas las rígidas y terribles responsabilidades de la guerra. No dispongo aquí del espacio suficiente para decir cuanto convendría acerca de la verdadera naturaleza de las cruzadas. Nadie ignora cómo en la hora más oscura de la "Edad Oscura" brotó en Arabia una suerte de herejía y se convirtió en una religión de carácter militar bien que nómada bajo la invocación del nombre de Mahoma. Intrínsecamente tiene características que encontramos en muchas herejías desde la musulmana a la monista. El hereje ve su movimiento como una saludable simplificación de la religión, mientras que el católico lo ve como una simplificación insana de la misma ya que reduce todo a una idea única y consiguientemente pierde la amplitud y la ponderación del catolicismo. De todas formas, este movimiento revestía el carácter objetivo de un peligro militar para la cristiandad y ésta le asestó una puñalada en el propio corazón al intentar la reconquista de los Santos Lugares. El gran duque Godofredo y los primeros cristianos que irrumpieron en Jerusalén fueron héroes si alguna vez los hubo en el mundo... pero héroes de una tragedia.

Ahora bien, he tomado estos dos o tres ejemplos de los primeros movimientos medeevales para hacer notar el carácter general que los relaciona y que se refiere a la penitencia que siguió al paganismo. En todos ellos hay algo que se agita aunque sea todavía débil, como un viento que sopla entre las hendeduras de los montes. Aquel viento austero y puro de que habla el poeta es realmente el espíritu de la época, pues es el viento de un mundo que ha sido al fin purificado. Quien sepa apreciar atmósferas encontrará claridad y pureza en la de aquella sociedad ruda y a veces agria. Sus mismas pasiones son limpias porque no las mancilla ya el hálito dé la perversidad. Sus mismas crueldades son transparentes: no son ya las lujuriosas crueldades del anfiteatro. Arrancan o de un muy simple horror a la blasfemia o de una furia muy simple ante el insulto. Gradualmente, contra este horizonte gris, hace su aparición la belleza como algo realmente fresco y delicado y, sobre todo, sorprendente. El amor que ahora retorna ya no es el que una vez se llamó platónico sino el que todavía llamamos amor caballeresco. Las flores y las estrellas recobraron su inocencia primigenia. Al fuego y al agua se los reconoce como degnos de ser el hermano y la hermana de un santo. La purificación del paganismo es por fin completa.

Porque la misma agua ha sido lavada. El fuego mismo ha sido purificado como por el fuego. El agua no es ya el agua donde arrojaban a los esclavos para alimento de los peces. El fuego no es ya el fuego a través del cual se ofrecían a los niños a Moloch. Las flores no huelen ya a olvidadas guirnaldas recogidas en el jardín de Priapo, y las estrellas no son ya señales de la lejana frialdad de Dioses tan fríos como aquellas frías llamas. Ni el universo ni la tierra tienen ya la antigua significación siniestra. Esperan una nueva reconciliación con el hombre, pero están ya en capacidad de ser reconciliadas. F1 hombre ha arrancado de su alma el último jirón del culto de la naturaleza y puede volver a ella.

Cuando aún alumbraba el crepúsculo, sobre una colina que dominaba la ciudad apareció silenciosa y súbitamente una figura oscura contra la oscuridad que se desvanecía. Era el fin de una larga y áspera noche, noche de vela, visitada empero por estrellas. Aquella figura se afirmaba de pie, las manos en alto, como en tantas estatuas y pinturas, y en torno de ella se agitaba el bullicio de pájaros cantando. Y a su espalda se abría la aurora.



Capítulo 3

Francisco, el batallador



Según un antiguo relato que si no es real no deja de ser típico, el mismo nombre de san Francisco no era tal sino un apodo. En la idea de aplicarle un sobrenombre a la manera en que en la escuela a un chico común se lo llama "el francés" hay algo que emparenta con el instinto familiar y popular del Santo. Según aquella versión, su nombre no era Francisco sino Juan, y sus compañeros le llamaban "Francesco" o "el Francesillo" a causa de su pasión por la poesía francesa de los trovadores. Lo más probable es que su madre lo haya llamado Juan cuando el niño nació estando ausente el padre, y éste, poco tiempo después, al regresar de Francia -donde sus éxitos comerciales le llenaron de entusiasmo por los gustos y usos sociales franceses- diera a su hijo el nuevo nombre que significaba "el franco" o "francés". Sea como quiera, no carece el nombre de significación relacionando desde el principio a Francisco con el romántico país encantado de los trovadores.

El padre se llamaba Pietro Bernardone, y era un distinguido ciudadano del gremio de mercaderes de telas en la ciudad de Asís. Es difícil describir la posición de semejante hombre sin examinar la de aquel gremio y aun la de la ciudad. Exactamente no correspondía a nada de lo que en los tiempos modernos se entiende por comerciante u hombre de negocios o industrial, o a nada de lo que se da dentro del sistema capitalista. Bernardone pudo tener empleados pero no era patrono; es decir, no pertenecía a una clase de empleadores como destinta de una clase de empleados.

La persona que ciertamente sabemos que empleó fue su hijo Francisco; alguien, estamos inclinados a suponer, que sería la última persona en asalariar el hombre de negocios en trance de contratar empleados. Era tan rico como puede serlo el labrador con el trabajo de su familia; pero aguardaba, sin lugar a dudas, que su familia trabajara de manera casi tan normal y evidente como puede esperarlo de la suya el campesino. Era un ciudadano preeminente, pero pertenecía a un orden social cuya propia naturaleza cerraba el paso a toda preeminencia excesiva que lo llevara a trascender al mero ciudadano. Orden semejante mantenía a toda su gente en el plano de la simplicidad que le cuadraba sin que riqueza alguna viniera acompañada de esa fuga del trabajo pesado por la que a un muchacho, en tiempos modernos, se lo considera gentilhombre o caballero o cualquier otra cosa menos hijo de un mercader de telas. ) rato es una regla probada aun en su misma excepción. Francisco era una de esas personas que son populares en todas partes, y su jactancia sin artificio como trovador y campeón de modas francesas lo convirtió en una especie de jefe romántico entre los jóvenes de la ciudad. Derrochaba dinero en extravagancias y liberalidades por igual siguiendo la inclinación nativa del hombre que nunca comprendió exactamente lo que era el dinero. Esto exultaba y también exasperaba a su madre, la que dejo como podría decirlo en cualquier rincón de la tierra la mujer de un mercader: "Más parece un príncipe que hijo nuestro". Pero una de las primeras imágenes que de él tenemos nos lo muestra vendeendo piezas de tela en un puesto del mercado, lo que la madre habrá quizás estimado o no que era un hábito propio de príncipes.

Esta primera imagen del joven en el mercado es simbólica en más de un sentido. Ocurrió, en efecto, un hecho que es tal vez el resumen más breve y agudo que puede darse de ciertos rasgos curiosos que eran ya parte de su carácter mucho antes de que éste se transfigurara por la fe trascendental. Mientras vendía telas y finos bordados a un sólido comerciante de la ciudad se acercó un mendego a peder limosna, evidentemente de una manera falta de tino. Era aquélla una sociedad ruda y sencilla, y no había leyes que castigaran al hambriento por expresar su necesidad de pan como las que se han promulgado luego en tiempos más humanitarios, y la falta de una policía organizada permitía que tales gentes importunaran a los ricos sin mayor peligro. Pero en muchos lugares, según creo, existía la costumbre local del gremio que prohibía a los extraños interrumpir una tratativa honesta; es posible que algo por el estilo colocara al pobre mendego en una postura falsa. Pues bien, durante toda la vida Francisco experimentó una gran simpatía por cuantos se veían sometidos sin remedeo a situaciones falsas. Al parecer, en la presente ocasión, el Santo se enfrentó a sus dos interlocutores con una mente devideda, destraída en verdad y quizás también irritada. Tal vez se sintiera aún más molesto por las fastiDiosas normas establecidas que le habían inculcado y que aceptaba con toda naturalidad. Todos están de acuerdo en que desde el principio la cortesía brotaba de él como las fuentes públicas en aquél soleado mercado italiano. Francisco hubiera podedo escribir como lema entre sus versos esta estrofa del poema de Belloc:



"La cortesía es mucho menos

que la intrepidez del corazón o la santidad

pero, bien medetado, yo dería

que la gracia de Dios está en la cortesía."



Nadie puso en duda nunca que Francisco Bernardone fuera de corazón intrépido, en el sentido tanto puramente varonil como militar, y llegaría un tiempo en que tampoco se dudaría en cuanto a su santidad y gracia de Dios. Pero estimo que si en algo era puntilloso Francisco era precisamente en el puntillo. Si de algo se sentía orgulloso este hombre tan humilde era de sus buenos modales. Solamente que tras esta urbanidad perfectamente natural se ocultaban más amplias y esforzadas desposiciones de las que tenemos un primer atisbo en este trivial incidente. De todas maneras, ante el embarazo frente a sus dos interlocutores, es evidente que el ánimo de Francisco se hallaba devidedo; pero de todas maneras cerró como pudo tratos con el mercader y, cuando terminó, se halló con que el mendego se había marchado. Saltó de su tienda, abandonó las piezas de terciopelo y de paños finos a vista y merced de todos y se lanzó a todo correr por la plaza del mercado, veloz como una flecha. Corriendo aún recorrió el laberinto de calles estrechas y tortuosas de la pequeña ciudad en busca de su hombre y descubrió por fin y colmó de denero al mendego asombrado. Después se encaró consigo mismo, por decirlo así, y juró ante Dios que nunca en la vida había de negar ayuda al pobre. La avasalladora simplicidad de este emprendemiento resulta extraordenariamente característica. Nunca ha existido un hombre a quien atemorizaran menos las propias promesas. Su vida fue un torbellino de votos temerarios, de votos temerarios que acabaron bien.

Los primeros biógrafos de Francisco, naturalmente sensibles a la gran revolución religiosa que produjo, con igual naturalidad volvieron la mirada hacia los primeros años del Santo en busca de augurios y señales de aquél terremoto espiritual. Pero nosotros escribiendo a mayor destancia no desminuiremos el efecto dramático y más bien lo aumentaremos si nos percatamos de que en el joven no había por aquellos días ningún signo exterior que delatara algo particularmente místico. No había en él ni rastros de aquél temprano sentido de la vocación que ha sido peculiar de algunos santos. Por encima de su ambición principal de lograr fama como poeta francés, parece que pensó a menudo en adquirirla como soldado. De su natural era bondadoso y bravo a la manera en que lo son los jóvenes normalmente; pero tanto en bondad como en bravura fijaba su ideal sin desmedro donde lo fijaría la mayoría de la juventud: ante la lepra sentía horror humano como el que tienen sin necesidad de avergonzarse la mayoría de los hombres. Gustaba de trajes alegres y brillantes propios del gusto heráldeco de los tiempos medeevales y mostraba, según parece, una figura asaz festiva. Y si bien no tiñó la ciudad con los colores subidos de le. juerga, no le hubiera desgustado inundarla con el brillo de toda la gama del arco iris como en una pintura medeeval. Pero en el relato sobre un mancebo vestido de alegres colores corriendo tras un mendego en harapos relucen ciertas notas de la indevidualidad natural de Francisco que hay que tomar en consideración desde el principio y hasta el fin.

Por ejemplo, aquí se hace manifiesto un cierto aire de rapidez. En algún sentido, san Francisco siguió corriendo por el resto de su vida como corrió tras el mendego. Porque todas las empresas que asumió fueron emprendemientos de misericordea, en su retrato sobresale también una nota de benignidad que, con todo y ser real en el sentido más auténtico, se presta fácilmente a interpretaciones erróneas. Un cierto atolondramiento era el cabal contrapeso de su alma. Entre los santos a Francisco habría que representarlo como a menudo se ha pintado a los ángeles en cuadros angélicos: con pies alados y aun con plumas y según el espíritu de aquel texto que llama viento a los ángeles y fuego ardeente a los devinos mensajeros. Señalemos la curiosidad del lenguaje, por lo menos en inglés, por la que "coraje" (courage) implica de hecho correr (running) y no faltarán modernos ascépticos para quienes en realidad signifique huir (running away). Pero el coraje de Francisco quería decir "correr" en el sentido de precipitarse. A pesar de toda su urbana cortesía en el fondo de su impetuosidad había nativamente algo de impaciencia. La verdad psicológica del hecho del mendego que relatamos aclara muy bien la confusión moderna acerca de la palabra "práctico". Si por práctico entendemos lo que es practicable en forma bien inmedeata, deremos que práctico equivale simplemente a lo que es más fácil. En este sentido san Francisco fue muy poco práctico y sus objetivos muy extramundanos. Pero si por practitidad queremos significar una preferencia por el esfuerzo pronto y una energía semejante frente a la duda y la delación, el Santo fue en realidad de verdad un hombre muy práctico. Pueden algunos llamarle loco pero fue precisamente el reverso de un soñador. Nadie se atrevería a llamarlo hombre de negocio, pero fue muy señaladamente hombre de acción. En algunos de sus tempranos emprendemientos lo fue tal vez en demasía: obró con excesiva prontitud y fue inmoderadamente práctico para ser prudente. Pero en cada recodo de su extraordenaria carrera lo veremos lanzarse y tornar esquinas de la manera más inesperada como cuando por calles tortuosas se lanzó en pos del mendego.

Otra característica que descubre aquella anécdota y cosa que era ya parcialmente un instinto natural de Francisco antes de convertirse en ideal sobrenatural es algo que acaso no se perdeó nunca en aquellas pequeñas repúblicas italianas de la Edad Medea. Algo que algunos considerarán muy chocante y que por regla general verán con más claridad los hombres del Sur que los del Norte y, en mi opinión, más los católicos que los protestantes: a saber, el muy natural concepto de la igualdad de los hombres. No guarda ésta una necesaria relación con el amor franciscano a los hombres; por el contrario uno de los meDios de comprobarla en la muda práctica es la igualdad en el duelo. Y acaso no la acepte de verdad un caballero mientras no admita la posibilidad de contender con su criado. Estamos, pues, ante una situación antecedente de la fraternidad franciscana cual la percibimos en ese temprano incidente de la vida seglar del Santo. Me imagino que Francisco sintió verdadera perplejidad sobre a quién atender primero: al mercader o al mendego, y que, habiendo despachado al primero, corrió a socorrer al segundo pues juzgó que ambos eran igualmente hombres. En una sociedad de la que la igualdad está ausente esto resulta mucho más defícil de describir, pero fue sin duda la base original de todo y es la razón por la que el movimiento popular surgiera en tal preciso lugar y a través de aquél hombre. La imaginativa magnanimidad del Santo se elevó luego como una torre hacia cumbres estrelladas que pueden parecer vertiginosas y aun locura, pero aun entonces se fundaba en los altos cimientos de la igualdad humana.

Entre un centenar de anécdotas de la juventud de Francisco, he escogido ésta y me he detenido en su significación, pues mientras no nos acostumbremos a desentrañar los significados nos parecerá a menudo que al contar la historia poco o nada hallamos fuera de un leve y superficial sentimiento. San Francisco no es precisamente un personaje de quien pueda hablarse con sólo historias "bonitas". Abundan éstas, pero se las utiliza muchas veces como si fueran una especie de sedemento sentimental del mundo medeeval en vez de tomarlas, como Francisco lo fue en forma superlativa, por un desafío al mundo moderno. Su despliegue humano hemos de tomarlo con mayor seriedad, y la siguiente anécdota en que vislumbramos un verdadero atisbo de ese desarrollo, se desenvuelve en un escenario muy destinto. Pero. de manera idéntica abre casi como casualmente abismos de la mente y aun quizá del inconsciente. Francisco se muestra todavía más o menos como un muchacho corriente, y sólo mirándolo así nos damos cuenta de cuán extraordenario debió ser.

Había estallado la guerra entre Asís y Perugia. Está ahora de moda decir con ánimo satírico que aquellas guerras entre las ciudades-estados de la Italia medeeval no tanto estallaban cuanto continuaban indefinidamente. Bastará decir aquí que, aun si ellas se hubieran sucededo sin interrupción durante un siglo, ni remotamente hubieran muerto tantas gentes cuantas perecen en un año en una de nuestras grandes guerras científicas entre nuestros grandes imperios industriales modernos. Pero los ciudadanos de una república medeeval podían estar seguros de vivir con una limitación, la de no ser convocados a morir por nada que no fueran las cosas por las cuales vivieron siempre: las casas donde moraban, los santuarios que veneraban y los gobernantes y representantes que conocían, y no por visiones más amplías fundadas en los últimos rumores sobre remotas colonias mencionadas en periódecos anónimos. Sí de nuestra experiencia inferimos que la guerra paralizó la civilización, debemos admitir por lo menos que aquellas ciudades guerreras produjeron algunos paralíticos que se llamaron Dante y Miguel Angel, Ariosto y Tiziano, Leonardo y Colón, por no mencionar a Catalina de Sena y al protagonista de la presente historia. Mientras nosotros miramos con lástima este patriotismo local como simples grescas de la "Edad Oscura", no deja de ser un hecho curioso el que casi tres cuartas partes de los más grandes hombres que en el mundo han existido hayan salido de esas pequeñas ciudades y por añadedura hayan intervenido con frecuencia en esas pequeñas guerras. Aún está por ver lo que a la postre saldrá de nuestras grandes urbes; desde que alcanzaron éstas su actual tamaño no veo señal alguna de algo semejante, y a veces me ha asaltado un sueño que ya pobló mí infancia, a saber: que cosas como aquéllas no acaecerán hasta que alrededor de Clapham no se levante una muralla y de noche suene el toque a rebato llamando a las armas a los ciudadanos de Wimbledon.

Pero es el caso que el clarín resonó en Asís y los ciudadanos se armaron y entre ellos Francisco, el hijo del mercader de telas. Salió a la pelea en alguna compañía de lanceros, y en alguna batalla o escaramuza, él y su pequeña banda cayeron prisioneros. Tengo para mí como la cosa más probable que se haya tratado de una traición o cobardía pues se nos cuenta que entre los cautivos había uno con quien los compañeros, aun en prisión, se negaban a relacionarse, y cuando esto sucede en tales circunstancias es porque el reproche militar por la rendeción se descarga sobre alguíen en concreto. De todas maneras, se ha hecho notar una cosa menor, bien que curiosa, y que quizás parezca más negativa que positiva. Nos cuentan que Francisco se movía entre los compañeros de cautiverio con su cortesía y cordealidad características -"liberal y dado a la risa" como alguien dejo de él-, resuelto a mantener el buen ánimo de todos y el propio. Y cuando se cruzó con el proscripto, traidor o cobarde, o como se lo quiera llamar, lo trató simplemente de idéntica manera que a los demás, sin frialdad ni compasión, con la misma alegría sin afectación y el mismo buen compañerismo. Pero sí en la prisión hubiera habido alguien dotado de una segunda visión sobre la verdad e inclinación de las cosas espirituales, se hubiera percatado de que se hallaba ante algo nuevo y al parecer casi anárquico: una ola profunda que arrastraba hacía mares todavía ignotos de caridad. Porque en este sentido todavía algo le faltaba en verdad a Francisco de Asís, algo ante lo que permanecía ciego sí es que sus ojos debían abrirse alguna vez a la posibilidad de cosas mejores y más hermosas. Todos esos límites en el buen compañerismo y los buenos modales, todas las fronteras de la vida social que separan al tolerable del intolerable, todos los escrúpulos sociales y convenciones que son normales y aun nobles en el hombre corriente, todas las cosas que mantienen la cohesión de muchas sociedades decentes nunca pudeeron dominar a nuestro hombre. Amó como amó, al parecer a todo el mundo pero en especial a quienes por él quererlos acompañaba la enemiga de los demás. Cosa muy delatada y uníversal la que se encontraba ya presente en la estrecha mazmorra, y en la oscuridad de ésta un vidente hubiera podedo ver el halo encendedo de la caritas caritatum [caridad de caridades] que destingue a un santo entre los santos tanto como entre los hombres. Hubiera podedo oír el primer susurro de aquella peregrína bendeción que tomaría luego los ecos de casi una blasfemia: "Él escucha a quienes ni el mismo Dios quiere escuchar".

Pero, si el vidente quizás hubiera podedo ver esta verdad, es muy dudoso que ya entonces la conociera Francisco. El Santo había obrado obedeciendo a una magnanimidad inconsciente-o largueza, según la bella palabra medeeval- interior, por algo casi deríamos ilegal si no llegara a los umbrales de una ley más devina, aunque resulta del todo improbable que como tal entonces le conociera Francisco. Es evidente que por aquellos días no abrigaba propósito alguno de abandonar la vida militar y menos aún de abrazar la monástica. Es cierto que, contrariamente a lo que piensan pacifistas y necios, no hay incongruencia en amar a los hombres y combatir contra ellos mientras se lo haga lealmente y por una causa justa. Pero, a mi juicio, algo más que esto entraba aquí en juego: a saber que de todas maneras la mente del joven se orientaba en realidad hacia una moralidad de lo militar.

Por aquel entonces en el camino de Francisco cruzó se la primera calamidad bajo la forma de una dolencia que volvería a visitarlo en muchas ocasiones y obstaculizaría su temeraria carrera. La enfermedad lo tomó más serio, pero imagino que lo hizo más serio soldado o quizá más serio acerca de la vocación y vida militar. Y mientras convalecía, algo bastante más importante que las pequeñas reyertas e incursiones de las ciudades italianas abrióle el ancho camino de la aventura y la ambición. Al parecer, un tal Gauthier de Brienne reclamaba la corona de Sicilia, centro de controversias muy importantes por entonces, y la causa del papa, en cuya ayuda se llamaba a Gauthier, despertaba el entusiasmo de muchos jóvenes de Asís; entre éstos figuraba Francisco quien propuso marchar sobre Apulia en apoyo del Conde; no es improbable que el nombre francés de éste haya quizás pesado en todo el asunto.

Pues nunca olvidaremos que si era aquél un mundo de cosas pequeñas, lo era de cosas pequeñas que se ocupaban de las grandes. Había más internacionalismo en esas tierras salpicadas de pequeñas repúblicas que en las enormes, homogéneas e impenetrables devisiones de hoy en día. En aquellos tiempos la autoridad legal de los magistrados quizá no alcanzara más allá de un tiro de ballesta desde las altas murallas almenadas de la ciudad. Pero las simpatías de la gente podían acompañar las incursiones de los normandos a través de Sicilia o de los palacios de los trovadores en Tolosa o depositarse en el emperador entronizado en las selvas germánicas o en el papa moribundo en el desierto de Salerno. Por encima de todo no olvidemos que cuando los intereses de una edad son primariamente religiosos serán forzosamente universales. Nada puede haber más universal que el universo. Y varias son las cosas acerca de la postura religiosa en ese particular momento que escapan no sin razón a la mentalidad moderna. Entre otras, las gentes de hoy suelen confunder naturalmente a esos pueblos tan remotos con pueblos antiguos y aún primitivos. Pensamos vagamente que aquellos hechos acaecieron durante las primeras épocas de la Iglesia cuando en realidad tenía ésta por entonces más de mil años. Vale decir que la Iglesia era bastante más antigua que la Francia contemporánea para nosotros y mucho más que la Inglaterra de nuestros días. La Iglesia se asemejaba al gran Carlomagno, de luenga barba florida, a quien según la leyenda, habiendo reñido mil batallas contra los infieles, un ángel le animaba a no desmayar y seguir luchando sin cesar aunque tuviese dos mil años. La Iglesia había alcanzado los mil años y avanzaba ahora a la vuelta del segundo milenio; salía de la "Edad Oscura" cuando lo único que se podía hacer era pelear desesperadamente contra los bárbaros y repetir porfiadamente el credo. Y el credo se seguía repitiendo tras la victoria o la liberación, aunque no es de extrañar que cierta monotonía se hubiera adueñado del gesto. La Iglesia parecía tan antigua en tonces como ahora y había algunos que ya entonces la imaginaban moribunda como ahora. En realidad, la ortodoxia no estaba muerta pero podía parecer sombría, y es cierto que no faltaron quienes por tal la tuvieran. De los trovadores del movimiento provenzal había empezado a apoderarse ese giro o desvío hacia las fantasías orientales y las paradojas del pesimismo que se adueña de los europeos como viento fresco cuando la propia salud parece añeja. Tras aquellos siglos de guerras desesperadas en lo exterior y áspero ascetismo en lo interior no es de extrañar que la ortodoxia oficial pareciera antigua. El frescor y libertad de los primeros cristianos parecían, como ahora, una olvidada y casi prehistórica edad de oro. Roma todavía era lo más racional de todo y la Iglesia lo más sabio, pero bien podía parecer ella más aburrida que el mundo. En las locas metafísicas que soplaban desde Asia, bullía quizás algo más intrépido y atractivo. Sobre el medeodía se agolpaban soñaciones como negros nubarrones a punto de estallar en truenos de anatema y guerra civil. En la planicie alredor de Roma se derramaba sólo la luz, pero la luz era pálida y la llanura rasa. Y nada se movía en el aire manso y el silencio inmemorial circundaba la ciudad sagrada.

Arriba, en la oscura casa de Asís, Francisco Bernardone dormía y soñaba en cosas de guerra. En las tinieblas llególe una visión maravillosa de espadas con cruces labradas, a la manera de las que usaban los guerreros cruzados, de picas, escudos y yelmos colgados de una panoplia y marcados todos con el sagrado emblema. Al despertar acogió el sueño como un clarín llamándolo al campo de batalla y se lanzó en busca de caballo y armas. Gustaba sin duda de todo ejercicio caballeresco y era indubitablemente un caballero cumplido en todas las suertes del torneo y la maniobra militar. A no dudarlo, hubiera preferido una caballería de cuño cristiano; pero parece evidente que por entonces su ánimo estaba sedeento de gloria, si bien para él esta gloria se identificaba siempre con el honor. No le era ajena esa visión de la guirnalda de laurel que César legara a todos los latinos. Mientras cabalgaba camino a la guerra, la gran puerta en la recia muralla de Asís resonó con su última jactancia: "Volveré convertido en gran príncipe".

A poco de caminar, de nuevo le atacó aquella su enfermedad y le sumió en el lecho. No parece improbable, dado su temperamento impetuoso, que hubiera emprendedo sus andanzas antes de sanar. Y en la oscuridad de este segundo tropiezo, mucho más desolador, parece que tuvo otro sueño y en él le dejo una voz. "No has comprendedo el sentido de la visión. Vuelve a tu ciudad". Y Francisco desandó los pasos hacia Asís, enfermo como estaba, lánguida figura asaz desengañada y contrariada, burlada quizás, sin nada que hacer sino esperar los próximos acontecimientos. Era su primer descanso a una oscura quebrada llamada valle de la humillación, y le pareció rocosa y desolada aunque más tarde habría de encontrar en ella un campo de flores.

Más no sólo chasqueado y humillado se sintió Francisco sino perplejo y confundedo. Creía aún firmemente que sus dos sueños algo significaban y no podía imaginar el sentido. Mientras vagaba, casi dería como un sonámbulo, por las calles de Asís y los campos de extramuros, le aconteció un suceso que no siempre se ha relacionado con el tema de sus sueños pero que significaba la culminación de ellos. Cabalgaba indeferente por senderos apartados, al parecer a campo abierto, cuando vio caminando hacia él una figura, y el Santo se detuvo: era un íeproso. Y comprendeó en el acto que aquí se lanzaba un desafío a su valor, no como los que hace el mundo sino como lo haría quien conoce los secretos del corazón del hombre. Lo que vio avanzando no era el estandarte y las espadas de Perugia ante las que nunca retrocedeó, ni los ejércitos que peleaban por la corona de Sicilia, de los que siempre pensó lo que un hombre valiente piensa de un vulgar peligro. Francisco Bernardone vio su miedo avanzando hacia él por el camino, el miedo que nace de adentro no de afuera, blanco y horrible a la luz del sol. Por una sola

vez en el largo correr de su vida debió sentirse inmóvil. Luego, sin transición entre la inmovilidad y el arrebato, saltó del caballo, se precipitó sobre el leproso y lo abrazo. Era el principio de su larga vocación en el ministerio junto a los leprosos a quienes brindó servicios sin cuento. Deo a aquel hombre cuanto denero pudo, montó luego y siguió su camino. No sabemos hasta donde cabalgó ni cual fue su pensamiento sobre las cosas que le rodeaban; pero se dece que al volver la cabeza no pudo ver a Nadie en el camino.



Capítulo 4

Francisco, constructor


Hemos llegado ahora a la gran ruptura en la vida de Francisco de Asís, al punto en que algo le aconteció que permanecerá oscuro para muchos de nosotros, hombres ordenarios y egoístas, a quienes Dios no ha quebrantado lo bastante como para hacemos nuevos.

Al tratar este pasaje defícil y teniendo en cuenta mi propósito de hacer las cosas fáciles para el simpatizante laico, me han asaltado dudas en cuanto al camino por seguir, y por fin me he decidedo a contar los hechos añadeendo sólo un barrunto de lo que a mi entender fue su significado. La totalidad de éste se podrá debatir mejor cuando podamos proyectarlo sobre la vida completa de Francisco. He aquí, pues, lo acontecido. La anécdota se desarrolla casi por completo en la vecindad de las ruinas de la iglesia de San Damián, un antiguo santuario de Asís que estaba al parecer abandonado y cayendo a pedazos. Allá acostumbraba orar Francisco ante un crucifijo durante aquellos días sombríos y sin rumbo que sucedeeron al trágico fracaso de sus ambiciones militares, días mas amargos aún por la probable merma de prestigio social tan caro a su sensible espíritu. Mientras oraba oyó una voz que le decía: "Francisco , ¿por ventura no ves que mi casa esta en ruinas? Anda y restáurala por mi amor".

Francisco deo un salto y echó a andar. Marchar y hacer cosas era una de las exigencias tiránicas de su naturaleza; probablemente, pues, marchó y actuó sin medetar siquiera lo que hacía. De todas maneras, lo que hizo fue decisivo aunque de momento haya sido desastroso para su particular carrera social. Según el rudo lenguaje convencional de un mundo que no comprende, robó. Según el exaltado punto de vista del Santo, extendeó hasta su venerable padre, Pedro Bernardo,, la emoción exquisita y el inestimable privilegio de contribuir, bien que de manera más o menos inconsciente, a la restauración de la iglesia de San Damián.

En los hechos, lo que hijo fue vender primero el propio caballo y luego algunas piezas de telas de su padre trazando sobre ellas la señal de la cruz para indecar el destino piadoso y caritativo. Pero Pedro Bernardone no vio las cosas bajo la misma luz. En realidad, Pedro Bernardone carecía de luces apropiadas para ver con claridad y captar el genio y temperamento de su extraordenario hijo. En vez de comprender el viento y llamas de abstractos apetitos que el muchacho estaba viviendo, en vez de decirle simplemente -como vino a hacerlo más tarde el sacerdote- que había hecho algo indefendeble con la mejor de las intenciones, el viejo Bernardone consideró el asunto de la manera más dura posible: en forma literal y legal. Hechó mano de poderes políticos absolutos como pudeera hacerlo un padre pagano y él mismo en persona encerró a su hijo bajo llave como a un vulgar ladrón. Según parece, lo hecho por Francisco escandalizó a muchos entre quienes e! infortunado mancebo gozó un tiempo de popularidad... ¡y en su afán por levantar la casa de Dios sólo había conseguido echarse encima la propia casa y yacer soterrado bajo los escombros! El conflicto se arrastró mortalmente por varias etapas; en un momento el infeliz muchacho parece haber desaparecido como tragado por la tierra en una caverna o sótano donde estuvo sumido en la oscuridad sin esperanza.

Sea como fuere, aquél fue su instante más negro; el mundo entero yacía sobre él.

Cuando emergió, quizás aunque sólo gradualmente, la gente se percató de que algo había acontecido. Francisco y su padre fueron citados a comparecer ante el obispo ya que el Santo se había negado a reconocer los tribunales legales. El obispo le derigió algunas reconvenciones cargadas de ese excelente sentido común que la Iglesia Católica mantiene permanentemente como trasfondo ante todas las ardorosas actitudes de sus santos. Dejo a Francisco que debía restituir sin descusión el denero a su padre, que ninguna bendeción podía coronar una buena obra realizada por meDios injustos, en una palabra, por decirlo crudamente, que si el joven fanático devolvía el denero al viejo loco, se daría por terminado el incidente. En Francisco se traslucía una nueva actitud. No se lo veía deprimido y menos aún servil ante su padre, y sus palabras no traducían, en mi opinión, ni justa indegnación ni desafiante insolencia ni nada que implicara mera continuación de la desputa. Las palabras de Francisco tenían más bien una remota analogía con las misteriosas frases de su gran dechado: "¿Qué tengo yo que ver contigo?" o también con aquel terrible: "No me toques".

Se puso de pie delante de todos y dejo: "Hasta hoy he llamado padre a Pedro Bernardo,, pero ahora soy el siervo de Dios. Restituiré a mi padre no sólo el denero sino cuanto pueda llamarse suyo, aun los vestidos que me deo". Y se despojó de todas las ropas menos una, y todos vieron que ésta era una camisa de crin.

Amontonó las ropas en el suelo y encima arrojó el denero. Luego se volvió al obispo y recibió su bendeción como quien vuelve la espalda a la gente y, según reza la historia, salió tal como estaba al frío mundo. Al parecer, era éste un mundo literalmente frío. La nieve cubriendo el suelo. En el relato de esta gran crisis de la vida de Francisco se consigna un detalle curioso que estimo de muy honda significación. Salió medeo des nudo con la sola camisa de crin hacia los bosques invernales y caminó sobre el suelo helado entre los árboles cubiertos de escarcha: era un hombre sin padre. No poseía denero, no tenía familia en el mundo, carecía de ocupación, de plan y de esperanza. Y mientras caminaba bajo los árboles helados rompió de pronto a cantar.

Se ha notado como degno de destacarse que la lengua en que cantó fue el francés o, para el caso, el provenzal al que convencionalmente se llamaba entonces francés. No lo hizo en su lengua nativa cuando precísamente sería en ésta donde cobraría más tarde fama como poeta. Ciertamente San Francisco es uno de los primeros poetas nacionales en los dealectos auténticamente nacionales en Europa. Pero entonces cantó en la lengua con la que se identificaban sus ardores y ambiciones más juveniles; para él era ésta preeminentemente la lengua del romance. El hecho de que el provenzal brotara de sus labios en esas circunstancias extremas me parece a simple vista cosa singular y en último análisis muy significativa. Señalar, empero, lo que fue o haya podedo ser este significado intentaré sugerirlo en el capítulo siguiente, por ahora baste indecar que toda la filosofía de San Francisco se mueve en torno de la idea de una nueva luz sobrenatural que ilumina las cosas naturales, idea que implica la recuperación final de éstas y no su rechazo definitivo. Y para el propósito de esta parte de nuestra exposición puramente narrativa, baste consignar que mientras el Santo vagaba por el bosque invernal vistiendo su camisa de crin como el más áspero de los ermitaños cantó en el lenguaje de los trovadores.

Entre tanto, la narración nos vuelve naturalmente al problema de la iglesia arruinada o, por lo menos, abandonada que constituyó el punto de partida del inocente crimen del Santo y de su beatífico castigo. Este problema todavía dominaba su pensamiento y pronto reclamó su actividad insaciable, pero fue ésta de índole destinta: ya no intentaría más inmiscuirse en la ética comercial de la ciudad de Asís. Alboreaba en él una de esas grandes paradojas que son también perogrulladas. Se percató de que la manera de construir un templo no consiste en andar mezclado en tratativas y en, para él, molestos reclamos legales. La manera de hacerlo consistía en pagar por ello y no ciertamente con denero ajeno. La manera de construir un templo era construirlo.

Púsose, pues, a recoger piedras por sí mismo. Pideó a cuantos encontraba que se las deeran. De hecho se convirtió en mendego de un nuevo tipo invirtiendo la parábola: un mendego que no pide pan sino piedras. Probablemente, como habría de acontecerle muchas veces en el curso de su extraordenaria existencia, la misma singularidad de la súplica le deo una especie de popularidad, y mucha gente ociosa y opulenta se sintió comprometida con el generoso proyecto cual si fuera una apuesta. Trabajó Francisco con las propias manos en la reconstrucción de la iglesia arrastrando los materiales como una bestia de carga y aprendeendo las más bajas y rudas lecciones del trabajo. Se cuentan muchas historias sobre el Santo referentes a este y otros períodos de su vida; pero para nuestro propósito, que es de simplificación, lo mejor es detenernos en esta nueva y definitiva entrada de Francisco en el mundo por la angosta puerta del trabajo manual. Corre en verdad a lo largo de su vida una suerte de doble sentido como la propia sombra proyectada en su muro. Todo su accionar revestía un cierto carácter alegórico al punto de

que no resulta improbable que a algún plúmbeo historiador científico se le ocurra un día demostrar que el mismo Santo sólo fue alegoría. Es ello bastante cierto en el sentido de que Francisco estaba trabajando en una tarea doble y reconstruyendo algo destinto a la par

de la iglesia de San Damián. Descubría la lección genérica de que su gloria no consistía en acaudellar hombres en la batalla sino en edeficar los positivos y creativos monumentos de la paz. En verdad construía algo destinto o empezaba a hacerlo por los menos; algo que con demasiada frecuencia ha caído en ruinas pero que nunca ha dejado de reconstruirse, una iglesia que puede siempre reedeficarse a nuevo aunque se haya corrompido hasta la piedra angular, una Iglesia contra la que las puertas del infierno nunca prevalecerán.

El siguiente paso en el progreso de Francisco está probablemente señalado por la transferencia de iguales energías de reconstrucción arquitectónica a la pequeña iglesia de Santa María de los Ángeles en la Porciúncula. Cosa semejante había ya hecho antes en una iglesia dedecada a San Pedro, y aquella cualidad en la vida del Santo recién mencionada que hace de ella un drama simbólico ha llevado a muchos de sus más devotos biógrafos a subrayar el simbolismo numérico de las tres iglesias. De todas maneras, en cuanto a dos de el!as daba un simbolismo de carácter más histórico y práctico. Ya que la primitiva iglesia de San Damián habría de constituirse luego en asiento de su admirable experimento de una Orden femenina y del puro y espiritual romance de Santa Clara. Y la iglesia de !a Porciúncula quedará para siempre como una de las grandes construcciones históricas del mundo porque en ella reunió Francisco el pequeño grupo de amigos y devotos y en ella encontraron refugio muchos hombres sin hogar.

Sin embargo, no resulta claro que Francisco haya abrigado por aquel entonces la idea definida de semejante desarrollo monástico. Cuándo y cuán tempranamente haya alumbrado éste en la mente del Santo es algo imposible de señalar; pero, de cara a los hechos, la idea monástica toma primero la forma de unos pocos amigos que se unen a Francisco de manera indevidual por compartir su pasión por la simplicidad. Es, empero, muy significativo el relato sobre la forma de su compromiso porque reviste el tono de una invocación a la simplicidad de la vida cual la sugiere el Nuevo Testamento. Por largo tiempo, ya en lo pasado, la adoración de Cristo formó parte de la naturaleza apasionada de los hombres. Pero la imitación de Cristo como plan o programa ordenado de vida puede decirce comienza aquí.

Al parecer, los dos hombres a quienes cabe el crédeto por haber percibido los primeros algo de lo que estaba acaeciendo en el mundo de las almas fueron un sólido y rico ciudadano llamado Bernardo Guintavalle y un canónigo de una iglesia cercana llamado Pedro. Tanto más degnos de admiración cuando Francisco, si podemos decirlo así, se revolcaba por entonces en la pobreza y en la compañía de leprosos y harapientos mendegos y aquellos dos hombres mucho tenían que dejar: uno, comodedades mundanas, otro, ambiciones en la carrera eclesiástica. Bernardo, el pudeente burgués, acabó por vender todo cuanto poseía y darlo a los pobres. Pedro hizo aún más, pues descendeó de una cátedra de autoridad espiritual, siendo probablemente hombre de edad madura y por ende de hábitos mentales ya endurecidos, para ir en pos de un jovenzuelo extravagante y excéntrico que muchos miraban quizás como un maniático. Lo que ellos vislumbraron y cuya gloria viera a las claras Francisco podremos sugerirlo más adelante si hay manera de hacerlo. Por el momento sólo queremos ver lo que vio todo Asís, algo que bien merece un comentario. Los ciudadanos de Asís solo vieron al camello pasando triunfalmente por el ojo de la aguja y a Dios realizando cosas imposibles porque para él todas son posibles; sólo vieron al sacerdote que razgaba sus vestiduras como publicano no como fariseo y al hombre rico que marchaba alegremente porque no tenía posesiones.

Refiérese que estas tres singulares figuras construyeron una especie de choza o cueva junto al hospital de los leprosos. Allí conversaban entre sí durante los intervalos de las faenas y peligros -pues requería deez veces más valor cuidar a un leproso que combatir por la corona de Sicilia-, en términos de su vida nueva cual si fueran niños hablando un lenguaje secreto. De los elementos indeviduales de su primera amistad no podemos decir gran cosa con certidumbre, pero es cierto que fueron amigos hasta el fin. Bernardo de Quintavalle ocupa en la historia un lugar parecido al de sir Bedevere, "el primer caballero que armara el rey Arturo y el último que le abandonó", pues reaparece a la derecha del Santo en el lecho de muerte recibiendo una bendeción de tipo especial. Pero todas estas cosas pertenecen a otro mundo histórico y se hallan muy alejadas de ese trío harapiento y fantástico y de su choza medeo arruinada. No eran monjes a no ser quizás en el sentido más literal y arcaico de la palabra que es idéntico a eremita. Eran, por decirlo así, tres solitarios que vivían socialmente juntos sin constituir sociedad. Todo aquello poseía un carácter intensamente indevidual y, visto desde fuera, parecía indudablemente, indevidual hasta la locura. El agitarse de algo que encerraba en sí la promesa de un movimiento o de una misión se puede sentir, como ya indequé, en el hecho de apelar al Nuevo Testamento.

Era ésto una manera de sors virgiliana aplicada a la Biblia; una práctica no desconocida entre los protestantes si bien, atento a su espíritu crítico, se inclinarían ellos a considerarla superstición de paganos. De todas formas, abrir las Escrituras al azar parece casi lo opuesto a escudriñarlas; aquello, empero, fue lo que ciertamente hizo Francisco. De acuerdo con uno de los relatos, trazó una simple señal de la cruz sobre el Evangelio y lo abrió por tres lugares leyendo tres textos. Era el primero la historia del joven rico cuya negativa a vender todos sus bienes sirvió de ocasión a la paradoja del camello y la aguja. El segundo refería el mandato a los descípulos de no llevar nada en el viaje ni saca ni báculo ni denero alguno. En el tercero aparecía aquella sentencia, a la que en términos literales cabe llamar crucial, sobre el seguidor de Cristo que debe cargar con su cruz. Otro relato no muy deferente habla sobre Francisco que encuentra uno de esos textos casi por casualidad al escuchar el evangelio del día. Pues bien, según la anterior versión pareciera que el incidente debió ocurrir ciertamente en fecha muy temprana de la nueva vida de Francisco, acaso poco después de la ruptura con su padre, ya que aparentemente fue de conformidad con dicho oráculo como Bernardo, el primer descípulo, se lanzó a la calle y repartió todos sus bienes entre los pobres. Si acaeció así, al parecer nada siguió por el momento a este hecho más allá de la ascética vida indevidual en la choza por ermita. Por supuesto que esa vida eremítica debe de haber revestido características más bien públicas, aunque, no por ello dejaba de ser en un sentido muy real un alejamiento del mundo. San Simeón Estilita en lo alto de su columna fue en cierto sentido un personaje eminentemente público, pero, a pesar de ello, algo había de particular en su situación. Cabe presumir que muchos fueron los que estimaron particular la situación de Francisco y aun algunos la creyeron particular en demasía. Había por cierto en la sociedad católica de entonces y de siempre algo último y aun subconsciente capaz de comprender lo acontecido mejor de como puede hacerlo una sociedad pagana o puritana. Pero en este momento de los hechos creo que no debemos sobreestimar esa potencial simpatía pública. Como ya hemos indecado, la Iglesia y todas sus instituciones, entre ellas las monásticas, ya tenían por entonces el aire de cosas viejas, establecidas y juiciosas. El sentido común era en la Edad Medea, creo, más común que en nuestra agitada edad periodística; pero hombres como Francisco no son comunes en edad ninguna ni pueden ser cabalmente comprendedos por el mero ejercicio del sentido común. El siglo trece fue, es cierto, un período de progreso, acaso el único realmente progresista en la historia humana. Y se lo puede llamar progresista con justeza por la precisa razón de que su progreso fue muy ordenado: es realmente y con verdad ejemplo de una época de reformas sin revoluciones. Pero las reformas fueron no sólo progresistas si no también muy prácticas y sirvieron además para el adelanto de instituciones altamente prácticas a la vez: las ciudades, las corporaciones comerciales y las artes manuales. Pues bien, en tiempos de Francisco de Asís los hombres importantes de las ciudades y corporaciones fueron probablemente muy importantes por cierto. Pero gozaron además de mayor igualdad en lo económico y, dentro de esta esfera, estuvieron mejor gobernados que los modernos que luchan desesperadamente entre e! hambre y !os precios monopólicos del capitalismo; pero es bastante probable que la mayoría de ellos hayan sido también tercos como labriegos. Ciertamente, la conducta del venerable Pedro Bernardone no manifiesta ninguna delicada simpatía por las finas y casi caprichosas sutilezas del espíritu franciscano. Y no podremos meder la belleza y originalidad de esta extraña aventura espiritual si carecemos de ingenio y simpatía humanos como para trasladar a palabras llanas lo que ella deber haber parecido a personas tan poco despuestas, en el momento de ocurrir los hechos. En el próximo capítulo intentaré indecar, por fuerza de manera inadecuada, el sentido íntimo de la historia de la construcción de las tres iglesias y la pequeña choza. En e! presente no he hecho más que bosquejarla desde el exterior. Y al concluirlo ahora ruego al lector que recuerde y comprenda lo que debieron parecer los acontecimientos cuando se los veía desde afuera. Para el caso debemos suponer un crítico de sentido común bastante rudo, carente ante los hechos de todo sentimiento que no fuera el de molestia y preguntarnos: ¿Cómo se ubicaba para él la historia?

Sorprenden a un necio jovenzuelo o pilluelo robando a su padre y vendeendo mercadería que debió guardar, y la única explicación que da es que una fuerte voz salida de no se sabe donde le habló al oído ordenándole reparar las grietas y rendejas de determinado muro. Luego se declara naturalmente independeente de todos los poderes propios de la policía o de los magistrados y se refugia al amparo de un obispo amigable que se ve obligado a reñirle y decirle que está equivocado. Enseguida se despoja en público de sus vestiduras y prácticamente las arroja contra su padre anunciando

Que mismo tiempo que su padre no es su padre.' Corre luego por la ciudad mendegando de quienquiera piedras o materiales de construcción llevado según parece por su antigua monomanía de reparar un muro. Que se rellenen los huecos de las hendeduras quizás sea cosa excelente, pero es preferible que lo haga quien no tenga el cerebro hueco; y las restauraciones arquitectónicas, como otras cosas, no se llevan a cabo mejor, precisamente, por quien tiene en su techo mental una teja suelta. Finalmente, el infeliz muchacho se hunde en los harapos y la inmundecia y prácticamente se sume en el albañal. Este es el espectáculo que Francisco exhibió ante los ojos de muchos de sus vecinos y amigos.

Su modo de vivir debió parecerles dudoso; presumiblemente ya mendegaba entonces por pan como por materiales de construcción. Pero ponía siempre sumo cuidado en peder el pan negro y de peor calidad, las cortezas más duras o cosa cualquiera que fuera menos sabrosa que las migas que comen los perros al caer de la mesa del hombre rico. En esto su condeción sería notablemente peor que la del mendego porque éste busca para comer lo mejor que encuentra y el Santo, lo peor. Lisa y llanamente, Francisco había optado por vivir de sobras, una experiencia bastante más desagradable que la refinada simplicidad que vegetarianos y abstemios llaman vida sencilla. Lo que observaba con relación a los alimentos lo cumplía igualmente con relación al vestido. Se regía en ello por el mismo principio de tomar lo que le ofrecían y de esto nunca lo mejor de lo que así hubiera podedo obtener. Según un relato, trocó sus ropas por las de un mendego y no le hubiera desgustado cambiarlas por las de un espantapájaros. Según otra versión, echó Francisco mano de la áspera túnica parda del mendego, pero presumiblemente así lo hizo porque primero de las suyas el labriego le deo más vieja ¡qué bien debía de serlo)

Los labriegos no suelen tener muchas ropas para regalar y la mayoría de ellos no se ven inclinados a ofrecerlas hasta que su estado lo exige en absoluto. Se dece que en lugar del cinturón que acaba de arrojar lejos -probablemente con mucho de desprecio simbólico porque de él pendía la bolsa o la alforja según costumbre de la época- recogió una cuerda porque la encontró a mano y se la ciñó. Hizo esto como pobre expedeente tal como el vagabundo abandonado ata a veces el lío de sus ropas con un cordón. Quiso acentuar la nota de ceñir sus ropas sin mayor cuidado como harapos hallados en armarios polvorientos. Deez años después aquel vestido improvisado era el uniforme de cinco mil hombres y, cien años más tarde, para mayor solemnidad pontifical, llevaron a enterrar al gran Dante con igual atuendo.


Capítulo 5

El juglar de Dios


Para dar una idea de lo que realmente acaeció en la mente del joven poeta de Asís se puede echar mano de numerosos símbolos y señales. En realidad son éstos excesivos para no tener que elegir y al mismo tiempo demasiado superciales para satisfacernos. Pero uno de ellos apunta en el hecho menor y aparentemente accidental que paso a narrar. Cuando Francisco y sus compañeros seglares paseaban por la ciudad los faustos de la poesía se llamaron a sí mismos trovadores; pero cuando el Santo y sus compañeros en la aventura del espíritu se volcaron sobre el mundo para llevar a cabo su labor espiritual su jefe los llamaba los juglares de Dios.

Con detenimiento nada hemos dicho aquí acerca de la gran cultura de los trovadores, a pesar de la notable influencia que tuvieron en la historia y en San Francisco. Algo más deremos cuando nos llegue el turno de inventariar la relación del Santo con la historia; aquí bástenos notar en pocas frases los hechos acerca de los trovadores que son relevantes respecto a Francisco y en particular el punto singular que ahora descutimos y que de todos fue el más notable. Todo el mundo conoce quiénes fueron los trovadores; todo el mundo sabe que muy temprano en la Edad Medea, durante los siglos doce y trece, floreció en el medeodía de Francia una civilización que amenazaba rivalizar con la de París y acaso eclipsarla. Fue su fruto principal una escuela de poesía o más precísamente una escuela de poetas. Conformaban éstas por lo común poetas del amor aún cuando a menudo hayan escrito también sátiras y críticas de orden general. Su posición pintoresca en la historia obedece en buena mededa que cantaban sus propios poemas y con frecuencia ejecutaban también sus propios acompañamientos con los leves instrumentos musicales de la época: eran ministriles a la vez que hombres de letras. Vinculadas con la poesía amorosa de los trovadores encontramos otras instituciones de naturaleza decorativa y fantasiosa que también guardan relación con el tema del amor. Ahí estaba la llamada gaya ciencia, intento de reducir a una suerte de sistema los bellos matices del galanteo y el cortejo. Encontramos también las cortes de amor en las que se descutían los mismos temas delicados con pompa legal y afectación. Y, al llegar a este punto, cabe señalar con respecto a San Francisco algo singular. Todo aquel soberbio sentimentalismo encerraba peligros morales manifiestos; pero sería erróneo suponer que el único era el de exageración por el lado del sensualismo. Había una tensión en los romances merideonales que era precísamente un exceso de espiritualidad; tal como la herejía pesimista que produjeran fue en cierto sentido un exceso de lo mismo. El amor que celebraban los trovadores no siempre fue material, a veces era tan etéreo que casi lindaba con lo alegórico. El lector comprende sin deficultad que la dama de los trovadores es lo más hermoso que darse pueda, pero tiene a veces sus dudas sobre la existencia de semejante ser. Dante debió algo a los trovadores, y las descusiones de los críticos acerca de su mujer ideal son un ejemplo excelente de aquellas dudas. Sabemos que Beatriz no fue su esposa; pero con igual certidumbre debemos insistir en que tampoco fue su amante, y hay críticos que han llegado a insinuar que Beatriz no fue nada en absoluto sino su musa. La idea de Beatriz como figura alegórica me parece poco sólida, y lo mismo pensará todo el que haya leído la Vita Nuova y haya estado enamorado. Pero el mero hecho de que sea posible insinuarla comprueba que algo había de abstracto y escolástico en aquellas pasiones medeevales. Ahora bien, con todo y ser pasiones abstractas, eran pasiones muy apasionadas. Aun ante las alegorías y las abstracciones aquellos hombres podían sentirse casi como enamorados. Es necesario recordar estos hechos para comprender que San Francisco hablaba el verdadero lenguaje de los trovadores al decir que también él servía a una gloriosísima y más graciosa dama y que su nombre era Pobreza.

Pero lo que aquí merece notarse no se relaciona tanto con la palabra "trovador" como con la palabra "juglar". En especial con la transición de una a otra; y para esto es necesario captar otro detalle acerca de los poetas de la gaya ciencia. Un juglar no era lo mismo que un trovador aun cuando la misma persona fuese a la vez ambas cosas. En la mayoría de los casos, según estimo yo, eran hombres destintos como destintos eran sus menesteres. En muchas oportunidades, según parece, juglares y trovadores andaban juntos por el mundo como compañeros de armas o como compañeros de arte. Un juglar era, hablando con propiedad, un gracioso o chancero y a veces lo que llamaríamos un bufón. Este es el caso, me imagino, de Taillefer, el Juglar, en la batalla de Hastings, que cantaba la muerte de Rolando y lanzaba su espada al aire y la recogía como el bufón lanza y recoge las bolas. Y hasta podía el juglar ser un volantinero como aquel de la hermosa leyenda a quien llamaban El juglar de Nuestra Señora porque anduvo dando volteretas y se sostuvo pies arriba y cabeza abajo ante una imagen de la Virgen, por lo que se vio muy notablemente agradecido y consolado por Nuestra Señora y toda la celestial compañía. Podemos suponer que por lo común el trovador exaltaba los ánimos del público con intensos y solemnes arrebatos de amor que luego le seguía el juglar como una especie de extrémes cómico. Todavía está por escribirse el glorioso romance medeeval de aquellos camaradas en su vagar por el mundo. De todas maneras, si en algún sitio puede encontrarse el verdadero espíritu franciscano fuera de la historia franciscana auténtica, se lo encontrará en el relato del Juglar de Nuestra Señora; y cuando San Francisco llamó a sus seguidores juglares de Dios quiso significar algo así como volatineros de Nuestro Señor.

Dentro de esta transición entre la ambición del trovador y las payasadas del bufón se esconde como una parábola la verdad de San Francisco. De los dos ministriles el bufón era presumiblemente el siervo o, por lo menos, la figura secundaria. San Francisco quiso sin duda significar lo que decía cuando afirmó que había hallado el secreto de la vida en ser siervo o la figura secundaria. A la postre, en semejante servicio se descubría una libertad rayana casi en la frivolidad. Se lo podía comparar con la condeción del bufón porque casi lindaba con la ligereza. El juglar puede sentirse libre donde el caballero debe ser envarado y serio, y era posible ser bufón en un servicio que era la libertad perfecta. Este paralelo entre dos tipos de poetas o ministriles es acaso la mejor aproximación externa y preliminar al cambio que el franciscanismo obró en los corazones, presentado en una imagen por la que la imaginación del mundo moderno siente cierta simpatía. En ello, por supuesto, se implicaba mucho más, y debemos aplicarnos, aunque sea imperfectamente, a penetrar la idea más allá de la imagen. Esta es para muchos una 'idea que descurre pies arriba y cabeza abajo como los volatineros.

Francisco, por el tiempo en que desapareció en la prisión o en una oscura caverna o poco más o menos, experimentó un cambio de tipo psicológico: fue realmente como el cambio en la voltereta de un salto mortal donde en un círculo completo volvió a quedar o pareció quedar en la misma posición normal del principio. Es necesario recurrir al símil grotesco de la pirueta acrobática porque defícilmente encontraremos otra imagen que aclare mejor el hecho. Pero en lo interior fue una profunda revolución espiritual. El hombre que entró en la caverna no fue el que salió de ella; en este sentido, era tan destinto como si hubiera muerto o se hubiera convertido en fantasma o espíritu bienaventurado. Y los efectos que esto produjo en su actitud frente al mundo de los mortales fueron en realidad tan extravagantes como no podrá expresarlos paralelismo alguno. Miraba al mundo de manera tan destinta de los demás como si hubiera salido de aquel antro oscuro caminando con las manos.

Si aplicamos a nuestro caso la parábola del Juglar de Nuestra Señoara nos acercaremos mucho al sentido real del cambio en Francisco. Y bien, es un hecho probado que a veces los paisajes se ven más clara y deliciosamente si se contemplan de cabeza abajo. Ha habido pintores paisajistas que adoptaron las posturas más sorprendentes y pintorescas para contemplarlos un instante de esta manera. Así, esta visión invertida, tanto más brillante y singular y atractiva, tiene cierta semejanza con el mundo que contemplaba un místico como san Francisco. Pero acotemos ahora lo que es el aspecto esencial de la parábola. El juglar de Nuestra Señora no se mantuvo cabeza abajo con miras a contemplar las flores y los árboles en una visión más clara y original. No lo hizo con este fin ni tal cosa se le hubiera ocurrido nunca. Se sostuvo así para agradar a Nuestra Señora. Y bien, si san Francisco hubiera realizado algo semejante, como era muy capaz de hacerlo, lo hubiera hecho originariamente por idéntico motivo, por un motivo de carácter puramente sobrenatural. Y sólo después de ello su entusiasmo se hubiera extendedo confiriendo una especie de halo al contorno de las cosas terrenas. Por ello resulta erróneo presentar al Santo como simple precursor romántico del Renacimiento y restaurador de los placeres naturales gustados por sí mismos. El punto esencial de su pensamiento radeca en que según él el secreto para recobrar los placeres naturales se encuentra en considerarlos a la luz del goce sobrenatural. Para decirlo de otro modo, repitió en la propia persona el proceso histórico a que nos referimos en e! primer capítulo introductorio: es decir, repitió la vigilia de! ascetismo que culmina en la visión de un mundo natural hecho nuevo. Pero en el caso personal del Santo había aún más que esto: se encontraban elementos que hacen todavía más apropiado el paralelismo del juglar de Nuestra Señora.

No es desacertado pensar que en aquella celda oscura o cueva debió pasar Francisco las horas más negras de su vida. Era él por naturaleza hombre con esa clase de vanidad que es cabalmente lo opuesto del orgullo, esa vanidad que se halla muy cerca de la humildad. No desprecio nunca a los demás y por esta razón tampoco menosprecio nunca las opiniones de ellos incluyendo en esto la admiración que pudeeran profesarle. Todo este aspecto de su naturaleza humana había sufrido golpes rudos y aplastantes. Es posible que a su humillante regreso tras la frustrada campaña militar !o hayan !lamado cobarde. Y es cierto que después del altercado con su padre a propósito de las piezas de tela !e !lamaron !adrón. Y aun aquellos que más simpatizaron con él, el sacerdote cuya iglesia restauro y el obispo que lo bendejo, le trataron evidentemente con devertida afabilidad que dejaba entrever muy claramente lo que pensaban de! caso. Había hecho un loco de sí mismo. Quien haya sido joven, quien haya montado caballos o se haya sentido capaz de combatir, quien se haya imaginado un trovador y haya aceptado las forma!idades de la camaradería comprenderá el peso enorme y aplastante de esta simp!e frase. En cierto modo, la conversión de san Francisco como la de san Pablo derribo súbitamente del caballo a su persona; pero hasta cierto punto fue una caída peor porque se trataba de un caba!!o de guerra. De cualquier modo, !o cierto es que nada quedaba en él que no fuera ridícu!o. Todo e! mundo sabia que se había vuelto loco. Era esto un hecho so!ido y objetivo como las piedras del camino. Se vio a sí mismo como un objeto pequeño pequeño y destinto a la manera de una mosca caminando por el cristal de una ventana e indudablemente se había vuelto loco. Y mientras contemplaba el vocablo "loco" escrito ante su mirada en caracteres luminosos, la palabra empezó a brillar y a mudar de sentido,

En nuestra infancia solían contarnos que si un hombre practicaba un agujero en la tierra y fuese bajando continuamente por él llegaría un momento, en el centro de la tierra, en que le parecería estar subiendo. No sé si esto es cierto. Y no lo sé porque no he practicado nunca un agujero en la tierra y menos me he arrastrado tierra adentro. Si ignoro las sensaciones de esta inversión, es porque no la he podedo experimentar nunca. Y también esto constituye una alegoría. Es cierto que el autor y posiblemente el lector, siendo personas normales, nunca hayamos estado allí. Así tampoco podemos seguir a san Francisco hasta ese final giro espiritual en que la humillación total se transforma en total felicidad y bienaventuranza porque tampoco estuvimos en esto. Por lo que a mí se refiere confieso que no puedo seguir al Santo más allá de aquella demolición de las barricadas románticas de la vanidad juvenil que he bosquejado en el párrafo anterior. Y aun ese párrafo no es, por supuesto, más que mera conjetura y una suposición de mi parte de lo que el Santo pudo sentir, pero quizás sintió cosa muy destinta. Sean, empero, los que fuesen sus sentimientos, fueron por lo menos análogos a los del cuento sobre el hombre del túnel tierra adentro en cuanto trata de alguien que baja y baja hasta que en determinado y misterioso momento empieza a subir. Nosotros nunca subimos de igual manera porque tampoco nunca bajamos así; pero cuanto más candorosa y pausadamente leemos la historia humana, y en especial la de los hombres más sabios y prudentes, más llegamos a la conclusión de que estas cosas acontecen. Sobre la esencia intrínseca de la experiencia no me atreveré a escribir nada. Pero el efecto externo de la misma puede expresarse, para el propósito de esta narración, deciendo que cuando Francisco emergió de la caverna de sus visiones portaba todavía la misma palabra "loco" como una pluma en su gorro, deríamos como un penacho o una corona. No dejaría de ser loco y hasta sería cada vez más y más loco; de ahora en más sería el loco y el bufón de la corte del Rey del Paraíso.

Semejante estado sólo se puede representar medeante símbolos; más el símbolo de la inversión resulta exacto en otro sentido. Si un hombre ve el mundo al revés, con todos los árboles y las torres colgando cabeza abajo como vistas reflejadas en un lago, el efecto obtenido será el de acentuar la idea de dependencia. El latín y el sentido literal establece aquí la conexión, pues la palabra "dependencia" significa simplemente "pender", "colgar". Lo que no hace sino más vívido el texto de la Escritura cuando dece que Dios suspendeó al mundo de la nada. Si en uno de sus sueños singulares san Francisco hubiera visto la ciudad de Asís patas arriba, no necesariamente deferiría ésta de sí misma ni en los menores detalles fuera de que la estaría viendo completamente al revés. Pero he aquí lo esencial: pues para el ojo normal las grandes piedras de sus murallas y los macizos fundamentos de la ciudadela y los elevados torreones contribuían a dar a la ciudad gran seguridad y firmeza, al invertir todo aquello el propio peso de los mismos la haría aparecer más débil y en mayor peligro. Esto no es más que un símbolo que explica el hecho psicológico. San Francisco podía amar ahora su pequeña ciudad tanto o más que antes; pero la naturaleza de su amor se había mudado en cuando el amor se acrecentase. Podía ver y amar cada teja de los inclinados techos o cada pájaro en las almenas; pero debió verlo todo bajo nueva y devina luz de eterno peligro y dependencia. En vez de sentirse simplemente orgulloso de su esforzada ciudad porque era imposible conmoverla, agradecía al Señor por no soltarla al vacío por no dejar caer al cosmos entero como un inmenso cristal que se fragmenta en lluvia de estrellas. Acaso san Pedro viera al mundo de este modo cuando lo crucificaron con la cabeza en tierra.

Los hombres dan generalmente un sentido cínico a la frase cuando decen: "Bienaventurado quien nada espera porque no será defraudado". En un sentido plenamente serio y entusiasta san Francisco dejo: "Bienaventurado quien nada espera porque de todo desfrutará". A causa de esta idea deliberada de arrancar de cero, de partir de la oscura nada de los propios desiertos llegó el Santo a gozar aún de las mismas cosas terrenas como pocos lo lograron, y son ellas en sí mismas el ejemplo más valedero de la idea. Porque no hay otra manera para el hombre de conquistar una estrella o merecer los esplendores de un ocaso. Pero es mucho más lo que aquí se encierra y en palabras se puede expresar. Verdad llana es que cuanto menos el hombre piensa en sí mismo más piensa en su buena fortuna y en todos los dones de Dios. Y también es verdad que mejor ve las cosas el hombre cuanto mejor capta su origen; porque su origen es parte de ellas y en verdad la más importante. Y así las cosas se convertirán en más extraordenarias por el hecho de ser explicadas. Por ellas sentirá ahora el hombre mayor admiración y menor miedo; porque una cosa es realmente admirable cuando es significante y no cuando es insignificante; y un monstruo informe o mudo meramente destructor quizás sea mayor que las montañas pero sigue siendo, en el sentido literal de la palabra, insignificante, sin sentido. Para un místico como San Francisco los monstruos tenían un sentido, o sea que habían entregado al mundo su mensaje. Ya no hablaban una lengua ignorada. Y éste es el sentido de las narraciones,-legendarias o históricas, en las que se muestra al Santo como un mago hablando el lenguaje de las bestias y los pájaros. El místico nada tiene que ver con el mero misterio; el mero misterio es por lo común un misterio de iniquidad.

La transición entre el hombre bueno y el santo es una especie de revolución en virtud de la cual quien vela las cosas como ilustración y luz de Dios ve a Dios ilustrando e iluminando las cosas. Es esto parecido a la inversión de imagen que realiza un enamorado al decir, cuando ve por primera vez a su dama, que semeja una flor y decir luego que todas las flores le recuerdan a su dama. Un santo y un poeta ante una flor parecerán decir la misma cosa; pero ciertamente, aunque ambos degan la verdad, estarán deciendo verdades destintas. Pero uno de los efectos de la deferencia en el caso está en que el significado de la dependencia devina, que para el artista es como luz de rayo, para el santo es como pleno medeodía. Hallándose en sentido místico como del otro lado de las cosas, el santo las contempla saliendo de la devinidad como niños saliendo de una morada familiar y conocida, en vez de tropezar con ellas, según hacemos muchos, a mededa que nos salen al paso por los caminos del mundo. Y se da la paradoja de que por razón de este privilegio el santo está, con respecto a las cosas, en actitud más familiar, más libre y fraternal y más naturalmente hospitalaria que nosotros. Para nosotros los elementos son como heraldos que nos anuncian al son de trompeta y tambor que nos acercamos a la ciudad del gran rey; pero el santo saluda a las cosas con una antigua familiaridad rayana casi en la frivolidad. Las llama hermano Fuego y hermana Agua.

Así surge desde lo profundo de este abismo casi nihilista esa cosa noble llamada la alabanza, algo que Nadie comprenderá mientras la identifique con el culto de la naturaleza o con el optimismo panteísta. Cuando decimos que el poeta alaba la creación entera, por lo común sólo queremos significar que alaba la totalidad del cosmos. Pero este tipo de poeta que es el místico alaba realmente la creación en cuanto acto de creación. Alaba el pasaje o transición del no ser al ser, pasaje sobre el que recae la sombra de la imagen arquetípica del puente que ha dado al sacerdote su nombre arcaico y misterioso. El místico que pasa a través del momento en que nada existe sino Dios presencia en cierto sentido los principios sin principio donde

en realidad había nada. No sólo descubre todo sino la nada de que todo fue hecho. Experimenta la alegría de alguna manera y aun contesta la ironía como donante del Libro de Job: en cierto sentido presencia el acto de asentar los fundamentos del mundo mientras el lucero del alba y los hijos de Dios cantan de alegría. Esto no es más que un lejano atisbo de la razón por la que los franciscanos, harapientos, sin denero y al parecer sin esperanza, avanzaran por la vida elevando cánticos que parecían salir del lucero del alba y gritos de alegría degnos de los hijos de Dios.

Este sentido de mucha alegría y la sublime dependencia no es una simple frase ni un sentimiento siquiera; lo importante en este tema es que constituye la roca viva de la realidad. No es una fantasía, sino un hecho, y sería más exacto decir que fuera de él todos los demás hechos son fantasías. Decir que en cada momento y en cada detalle dependemos de Dios, como lo hace el cristiano, o de la existencia o de la naturaleza, como hasta el agnóstico es capaz de reconocer, no constituye una ilusión de la imaginación; por lo contrario, es el hecho fundamental que cubrimos, como un manto, con la ilusión de la vida ordenaria. Es ésta cosa en sí admirable tanto como lo es también la imaginación. Pero en la trama de la vida ordenaria hay más imaginación que en la contemplación. Quien ha visto el mundo pendeente de la misericordea de Dios como de un cabello ha visto la verdad. Quien ha tenido la visión invertida de su ciudad pies arriba no ha dejado de verla tal cual es.

Rosseti observa en alguna parte, amargamente pero con gran verdad, que el peor momento del ateo es aquel en que se siente agradecido y no encuentra a quien dar gracias. El reverso de esta proposición es también exacto, y es cierto que esta gratitud ha proporcionado a hombres como los que aquí consideramos los instantes de más pura alegría que el hombre pueda conocer. El gran pintor se jacta de mezclar todos los colores con inteligencia y del gran santo se puede decir que mezcla todos sus pensamientos con gratitud. Todos los bienes parecen mejores cuando a la vista se exponen como dádevas. Y en este sentido resulta exacto decir que el método místico establece una muy saludable relación externa con todas las cosas del mundo. Pero nunca hay que olvidar que éstas ocupan por siempre un lugar segundo en comparación con el simple hecho de la dependencia de la realidad devina.

Mientras las relaciones sociales ordenarias traen en si algo que parece sólido y autosuficiente, un sentido de hallarse a la vez sobre base firme y mullida, mientras fundan la buena salud en el sentido de seguridad y la seguridad en el sentido de autosuficiencia, a quien ha visto el mundo pendeente de un cabello no le resulta fácil tomárselas tan en serio. Mientras las autoridades seglares y las jerarquías y las superioridades las más naturales y las subordenaciones las más necesarias tienden a colocar al hombre en el lugar que le corresponde y al mismo tiempo a conferirle seguridad en su posición, quien ha visto las jerarquías humanas pies arriba y cabeza abajo siempre tendrá sólo una sonrisa para ellas. En este sentido la visión derecta de la realidad devina subvierte solemnidades que en sí mismas no dejan de ser sanas. Quizás el místico logre añader un codo a su estatura, pero por lo general pierde con seguridad algo de su status. No puede ya sentirse garantizado por el mero hecho de comprobar su existencia en el registro parroquial o en la biblia familiar. El místico tiene acaso algo del lunático que ha perdedo su nombre con todo y conservar su naturaleza y que ha olvidado enteramente la clase de hombre que fue. "Hasta hoy he llamado padre a Pietro Bernardone, pero ahora soy siervo de Dios."

Todas estas profundas materias podemos insinuarlas con frases cortas e imperfectas; y la más breve afirmación acerca de uno de los aspectos de esta iluminación consiste en decir que es el descubrimiento de una deuda. Se tendrá posiblemente por paradoja si decimos que un hombre puede sentirse transportado de gozo al descubrir que tiene una deuda. Pero ello obedece solamente a que en las transacciones comerciales el acreedor no comparte los transportes de gozo del deudor, y con mayor razón cuando la deuda es por hipótesis infinita y, por ende, imposible de saldar. Pero de nuevo el paralelismo de una noble historia de amor natural desipa la deficultad con la rapidez del rayo. Allí el acreedor infinito comparte la alegría del infinito deudor, porque en realidad son ambos a la vez acreedores y deudores. En otras palabras, la deuda y la dependencia se convierten verdaderamente en placer ante el amor no maculado; puede que en simplificaciones populares como las que aquí hacemos empleemos la palabra "amor" con excesiva laxitud y frecuencia, pero en este caso la palabra es la clave. Es la clave para todos los problemas de la moralidad franciscana que embarazan a la mentalidad moderna, pero por encima de todo es la clave del ascetismo. La más alta y santa de las paradojas se encuentra en el hecho de que quien sabe muy de veras que no podrá pagar su deuda esté pagándola siempre. Por siempre estará uno devolviendo lo que no puede devolver, aquello de lo que ni siquiera tiene la esperanza de poder hacerlo. Por siempre estará el hombre desprendeéndose de cosas y echándolas en un abismo sin fondo de insondable acción de gracias. Los que se crean excesivamente modernos para comprender esto son en realidad demasiados mezquinos, y la mayoría de nosotros somos en verdad demasiado mezquinos para practicarlo. No somos lo bastante generosos para ser ascetas, y me atrevería a decir que no somos lo bastante geniales. El hombre necesita la magnanimidad de la renuncia, pero de ella sólo en el primer amor alcanza por lo general un barrunto, como un atisbo del Edén perdedo. Pero tanto si lo vemos como si no, la verdad está encerrada en este acertijo: que el mundo entero es cosa buena y mala deuda.

Si alguna vez este amor tan singular, que fue la verdad de los trovadores, llegara a pasar de moda y a ser tratado como ficción, semejante falta de comprensión se parecería a la del mundo moderno frente al ascetismo. Bárbaros puede haber, quién lo duda, que intentarán destruir la caballerosidad en el amor como destruyeron la caballerosidad en la guerra los bárbaros que gobernaban Berlín. Sí esto llegara a ocurrir tendríamos que oír las mismas pullas carentes de imaginación e inteligencia. Aparecerá entonces gente que pregunte qué clase de mujer tan egoísta era ésta que exigía sin piedad tributo en forma de flores o cuán avara para reclamar oro sólido en forma de sortija. Del mismo modo se pregunta hoy qué clase de Dios es el que demanda sacrificio y negación de si mismo. Quienes así procedan habrán perdedo la clave de todo lo que los enamorados entienden por amor y no comprenderán que estas cosas se hacen porque no son reclamadas. Pero sirvan o no estas cosas menores pata iluminar las más importantes, es de todas maneras inútil estudear algo tan grande como el movimiento franciscano mientras se alimente esa condeción moderna que critica el ascetismo por sombrío. El punto esencial acerca de san Francisco está precisamente en que si fue asceta pero no sombrío. Tan pronto como se vio derribado de su cabalgadura por la gloriosa humillación que le infiriera la visión de la dependencia del amor devino, lanzóse Francisco al ayuno y a la vigilia exactamente como antes se lanzara furiosamente a la batalla. Había vuelto las espaldas a su corcel, pero no hubo alto ni freno en el ímpetu atronador de su ataque. No cabía en él nada negativo; su sistema no era ni régimen ni estoica sencillez de vida. Ni era negación de sí mismo en el sentido de autodominio. Era algo tan positivo como la pasión y tenia todo el regusto de algo tan positivo como el placer. Francisco devoraba el ayuno como la gente el alimento. Se había sumergido en la pobreza como se sumergen tierra adentro los hombres que cavan locamente en busca de oro. Y es precisamente la calidad positiva y apasionada de este aspecto de su personalidad lo que constituye un desafío a la mentalidad moderna frente al problema de la prosecución del placer. Ahí está innegablemente el hecho histórico y ahí está unido a él otro moral casi tan indescutible. Es cierto que el Santo se mantuvo en esta carrera heroica y nada natural desde el momento en que partió vistiendo su camisa de crin por los bosques invernales hasta el día en que, en su misma agonía, quiso yacer desnudo sobre la desnuda tierra para demostrar que nada poseía y nada era. Y casi con la misma certidumbre podemos decir que, en sus brillantes rondas sobre el mundo de la humanidad que pena, las estrellas pudeeron por una vez, al pasar por sobre este cuerpo enjuto y consumido yacente en el suelo roqueño, contemplar a un hombre feliz.


Capítulo 6

El Pobrecillo


De aquella caverna que fue horno de ardeente gratitud y humildad salió una de las personalidades más poderosas, singulares y originales que ha conocido la historia humana. entre otras cosas, Francisco fue de manera destacada lo que llamamos un carácter, casi como hablamos de carácter en una buena novela u obra de teatro. No sólo fue un humanista sino un humorista, especialmente según el antiguo sentido inglés de un hombre que está siempre de buen humor y anda su camino y hace lo que Nadie haría sino él. Las anécdotas acerca de Francisco tienen una calidad biográfica cuyo ejemplo más familiar es el doctor Johnson y que pertenece en otro sentido a William Blake o Charles Lamb. La atmósfera que las destingue sólo se puede definir medeante una especie de antítesis: el hecho siempre es inesperado y nunca más apropiado. Antes que la cosa sea decha o hecha no puede ni conjeturarse, pero en cuanto se la realiza nos damos cuenta de que es simplemente característica. Por manera sorprendente y, sin embargo, inevitable es ella indevidual. Esta cualidad de congruencia abrupta y conveniencia desconcertante es tan peculiar de san Francisco que lo destingue de la mayoría de sus coetáneos. La gente va aprendeendo ahora cada día más acerca de las sólidas virtudes sociales de la civilización medeeval, pero estas impresiones son todavía más sociales que indeviduales. El mundo medeeval aventajaba al moderno por el sentido de las cosas en que todos coincidían: la muerte, la luz merideana de la razón y la conciencia común que mantiene unidas a las comunidades. Sus generalizaciones eran más sanas y más sólidas que las locas teorías materialistas del presente: Nadie hubiera tolerado a un Shopenhauer haciendo escarnio de la vida o a un Nietzsche viviendo solamente para el escarnio. Pero el mundo moderno es más sutil en su sentido de las cosas en que los hombres no coinciden: en las variedades y deferencias temperamentales que conforman los problemas de la vida personales. Quienes no carezcan de capacidad de pensar se darán hoy cuenta de que el pensamiento de los grandes escolásticos fue maravillosamente claro, pero también, por decirlo así, deliberadamente incoloro. Todos coinciden hoy en que el arte más grande de la época fue el de los edeficios públicos; el arte popular y comunitario de la arquitectura. Y no fue una edad apropiada para el retrato. Sin embargo, los amigos de san Francisco se las ingeniaron para dejar a la posteridad un retrato del Santo, algo casi parecido a una caricatura devota y afectuosa. Hay en él lineas y colores que son tan personales que resultan perversos, si podemos usar la palabra "perversidad" para significar una inversión que era también una conversión. Aún entre los santos san Francisco tiene un aire de excéntrico, si el vocablo cuadra a quien tuvo la excentricidad de volver siempre al centro.

Antes de resumir la narración de sus primeras aventuras y de la creación de aquella gran hermandad que fue principio de revolución tan beneficiosa, creo conveniente completar aquí este imperfecto retrato personal; y habiendo procurado en el capitulo anterior brindar una descripción tentativa del proceso de transformación del Santo procuraré en el presente añader unas pocas notas sobre el resultado. Por resultado quiero significar el hombre real después de sus primeras experiencias formativas: el hombre que la gente encontraba caminando por los caminos de Italia con su túnica parda ceñida de una cuerda. Porque este hombre, descontando la gracia de Dios, es la explicación de cuanto luego acaeció; los hombres actuaron de muy deferente manera según que lo hallaron o no. Si luego vemos un gran tumulto, una apelación al papa, tropeles de hombres en hábito pardo asedeando las cátedras de autoridad, pronunciamientos papales, sesiones heréticas, juicio y supervivencia triunfal, el mundo rebosante de un nuevo movimiento, el fraile convertido en una palabra hogareña en todos los rincones de Europa, si vemos esto y nos preguntamos por qué aconteció todo sólo nos acercaremos a la respuesta si por manera siquiera inderecta, vaga e imaginativa somos capaces de oír una voz humana y ver un rostro humano debajo de la capucha. No hay respuesta fuera de que Francisco Bernardone fue un hecho, y de alguna manera debemos ver lo que hubiéramos visto si Francisco hubiera sido un acontecimiento para nosotros. En otras palabras, después de algunas sugestiones tentativas sobre su vida vista desde el interior, hemos de volver a considerar a Francisco desde afuera, como si fuera él un extraño que se adelanta por el camino hacia nosotros a lo largo de las colinas de Umbría entre olivares y viñedos.

¡Francísco de Asís era de figura delgada, con ese tipo de delgadez que, combinada con otro tanto de vívacídad, da la impresión de pequeñez. Es probable que haya sido más alto de lo que parecía; de medeana está tura, decen sus biógrafos. Fue ciertamente muy activo y, considerando los trabajos por qué pasó, debió ser medeanamente robusto. Su tez era morena, del color corriente en los países merideonales; su barba oscura, fina y puntiaguda cual la que vemos en los cuadros bajo la capucha de los elfos, y ardía en sus ojos aquel fuego que día y noche le consumió. En la descripción de cuanto dejera o hiciera hay algo que sugiere que nuestro Santo, aún más que la mayoría de los italianos, tendía naturalmente al apasionado desborde de gestos. Si esto fue realmente así, es por igual verdad que, más aún que la mayoría de los italianos, sus ademanes fueron los de la cortesía y la hospitalidad. Y ambas cosas, la vivacidad y la cortesía, son los signos exteriores que lo destinguen muy pronuncíadamente de muchos que podrían parecérsele más de lo que en realidad lo son. Con razón se ha dicho que Francisco de Asís fue uno de los fundadores del drama medeeval y por ende del moderno. Fue la antítesis del personaje teatral en el sentido de pagado de sí mismo; pero, así y todo, fue en forma preeminente una persona dramática. Se puede sugerir mejor este aspecto tomando lo que se puede juzgar una cualidad reposada y que comunmente se describe como amor de la naturaleza. Y aquí nos vemos obligados a emplear esta denominación, que es completamente inexacta.

Pues san Francisco no fue un amante de la naturaleza. Bien entendedas las cosas, esto es lo que de ninguna manera fue. La frase implica aceptar el universo material como una atmósfera vaga en una especie de panteísmo sentimental. Durante el período romántico de la literatura, en la edad de Byron y Scott, no era defícíl imaginar a un eremita que entre las ruinas de una capilla, con preferencia bajo el claro de luna; encontraba paz y un gozo tranquilos en medeo de la armonía de bosques solemnes y calladas estrellas mientras sobre un rollo o volumen miniado medetaba sobre la naturaleza de la liturgia, sobre la cual el autor se manifestaba vago. En resumen, el ermitaño podía amar la naturaleza como telón de fondo. Y bien, para san Francisco nada existía que pudeera considerar como tal. Podríamos decir que su mente no conocía otro telón de fondo como no fuera tal vez la tiniebla devina de donde el amor de Dios llamara al ser una a una a la totalidad de las criaturas multicolores. Francisco todo lo veía dramáticamente, destacado de su encuadramiento, en manera alguna en una sola pieza como en un cuadro sino en acción como en el drama. Un pájaro pasaba a su lado como una flecha, era algo con historia y un objetivo aunque fuera éste propósito de vida y no de muerte. Un matorral podía detenerlo igual que un bandedo; y en realidad Francisco se sentía tan despuesto a dar buena acogida al bandedo como al matorral.

En una palabra, tratamos de un hombre que no podía ver el bosque en razón de los árboles. A san Francisco no le agradaba ver el bosque en lugar de los árboles. Quería ver cada árbol como cosa destinta y casi sagrada, siendo hijo de Dios y por ende hermano o hermana del hombre. No le gustaba moverse ante un decorado que se usara únicamente como telón de fondo y del que pudeera decirse: "Escena: un bosque". En este sentido, podemos decir que era excesivamente dramático para el drama. Por ello el escenario cobrará vida en sus comedeas: las paredes hablarán de verdad, como Snout el Calderero, y los árboles echarán a andar camino de Dunsinane. Todo se hallará en el primer plano y bajo la luz de las candelejas, por así decirlo. Todo será en todos los sentidos un carácter, Esta es la cualidad por la que, como poeta, es lo más opuesto del panteísta. A la naturaleza no la llamó madre; llamará hermano a un determinado jumento y hermana a una alondra. Si hubiera llamado a la jirafa su tía y al elefante su tío, como bien pudo hacerlo, todavía hubiera querido significar que eran éstas criaturas indeviduales asignadas por el creador a lugares concretos y no meras expresiones de la energía evoluti- va de las cosas. Por esta razón su misticismo se acerca mucho al sentido común de los niños. Un niño comprende sin deficultad que Dios hizo al perro y al gato, y no obstante se da cuenta cabal de que la creación de perros y gatos sacándolos de la nada es un proceso misterioso que su imaginación no logra alcanzar. Pero ningún niño nos entenderá si mezclamos perros, gatos y todas las cosas para formar con ellos un monstruo de mil patas al que llamamos naturaleza. A ser semejante el niño no le encontrarla ni pies ni cabeza. San Francisco fue un místico, pero creía en el misticismo y no en la mistificación. Como místico fue enemigo mortal de todos esos místicos que funden el contorno de las cosas y desuelven al ser en el medeo circundante. Fue un místico del pleno medeodía y la noche cerrada, pero no de las entreluces del ocaso. Fue lo más opuesto a ese género de visionarios orientales que son místicos sólo por ser demasiado escépticos para ser materialistas. San Francisco fue enfáticamente un realista, y uso la palabra en el sentido mucho más real de los medeevales. En este punto se emparentaba con los mejores espíritus de la época que acababan de triunfar del nominalismo del siglo doce. Y en este aspecto hay algo de simbólico en el arte y la decoración de aquel período, algo como lo que se encuentra en el arte y la decoración de aquel periodo, algo como lo que se encuentra en el arte de la heráldeca. Los pájaros y las fieras franciscanas se asemejan bastante a las aves y las fieras heráldecas; no porque sean animales fabulosos sino en el sentido de ser tratados como si fueran hechos definidos y positivos y no influídos por las ilusiones de la atmósfera y la perspectiva. En este sentido, Francisco pudo ver en verdad un pájaro sable en campo azur o una oveja argéntea en campo sinople. Pero la heráldeca de la humildad fue para él más rica que la del orgullo porque vela todas las cosas que nos ha, dado Dios como algo más precioso y único que los blasones que príncipes y nobles se otorgan a sí mismos. De las profundedades del renunciamiento la heráldeca de la humildad se elevaba por encima de los títulos más elevados de la época feudal, por encima del laurel de César o la corona de hierro de Lombardea. Constituye un ejemplo de que los extremos se tocan, el hecho de que el Pobrecillo que se había despojado de todo y se decía nada a si mismo haya tomado, llamándose Hermano del Sol y de la Luna, el mismo título que fuera alarde salvaje del pomposo autócrata asiático.

Esta cualidad de algo acusado y sorprendente en las cosas tal cual las vela san Francisco es importante aquí para ilustrar una característica de su vida. Como vela todas las cosas dramáticamente así fue él dramático siempre. Tenemos que suponer, y apenas hay necesidad de decirlo, que el Santo fue siempre y en todo, un poeta y que sólo como tal se lo puede comprender. Pero poseía un privilegio poético que ha sido negado a la mayoría de ellos. Por eso de él puede decirse que fue el único poeta feliz entre todos los infelices poetas del mundo. Era un poeta cuya vida toda fue un poema. No era precisamente un ministril que canta simplemente las propias canciones sino un dramaturgo capaz de representar la propia obra del principio al fin. Las cosas que dejo e hizo eran más figurativas que las que escribió. Todo el curso de su vida fue una sucesión de escenas en las que nunca le abandonó la fortuna para llevar las cosas a un hermoso desenlace. Hablar del arte de vivir suena ahora a algo artificial más que artístico.. Pero san Francisco convirtió muy concretamente el simple derecho de vivir en arte, aun cuando haya sido un arte impremedetado. Para el gusto racionalista muchos de sus actos parecerán grotescos y chocantes. Pero fueron siempre actos, no explicaciones, y significaron siempre lo que el Santo quiso. La sorprendente viveza con que su vida se grabó en la memoria y en la imaginación de la humanidad se debe en gran parte a que se lo ha visto una y otra vez bajo semejante circunstancias dramáticas. Desde el momento en que se quitó las ropas y las arrojó a los pies de su padre hasta el día en que se acostó muriendo sobre el suelo desnudo en forma de cruz, su vida estuvo hecha de esas actitudes inconscientes y esos gestos sin vacilación. No seria defícil llenar con ejemplos páginas y más páginas, pero proseguiré en el método que he considerado ajustado en otros lugares de este breve bosquejo y tomaré un ejemplo típico, deteniéndome en él algo más detalladamente de lo que seria posible en un catálogo de anécdotas, con la esperanza de aclarar mejor el sentido. El ejemplo a que me refiero ocurrió en los últimos días de su vida pero de manera curiosa nos retrotrae a su juventud y así redondea la notable unidad de este romance religioso.

La frase que habla de su hermandad con el sol y la luna y con el agua y el fuego se encuentra por supuesto en el famoso poema del Santo llamado Cántico de las criaturas o Cántico del sol. Lo entonó vagando por los prados durante los días soleados de su propia carrera cuando derramaba hasta los cielos todas las pasiones del poeta. Es una obra característica en grado sumo, a partir de la cual sola se puede reconstruir casi toda su personalidad. Aun cuando bajo ciertos aspectos se trate de algo tan sencillo y derecto como una balada hay aquí un delicado instinto de deferenciación. Obsérvese, por ejemplo, cómo trata el sexo de las cosas inanimadas, algo que va mucho más allá de los géneros arbitrarios de la gramática. No fue por azar que Francisco Mamara hermano al fuego, valiente, alegre y vigoroso, y hermana al agua, pura, clara y casta. Recordemos que san Francisco no se vio ni entorpecido ni ayudado por todo ese politeísmo griego y romano que transformado en alegoría ha representado a menudo una inspiración para la poesía europea y con excesiva frecuencia un convencionalismo. Tanto sí ganara como sí perdeera con este menosprecio de la cultura, nunca se le ocurrió a Francisco relacionar a Neptuno y a las ninfas con el agua o a Vulcano y a los cíclopes con el fuego. Esto comprueba lo que ya sugerimos, o sea que lejos de constituir un revivir del paganismo, el renacimiento franciscano fue una suerte de punto de partida fresco y un primer despertar tras el olvido del mismo. Y a él se debe ciertamente un cierto frescor. Sea como fuere, san Francisco fue, por así decirlo, el fundador de un nuevo folklore; pero podía destinguir sus hadas de sus hados y sus brujas de sus brujos. En una palabra, si tuvo que construirse su propia mitología, destinguía a primera vista los Dioses de las Diosas. Este instinto fantástico del Santo ante los sexos no es el único ejemplo de un instinto figurativo de ese género. Hallamos la misma felicidad singular en el hecho de destinguir al sol, a más de llamarlo hermano, con un titulo que conlleva mayor cortesía, con una frase que bien pudeera usar un rey derigiéndose a otro rey, algo así como Monsieur notre frére. Se trasluce aquí como una vaga e irónica sombra de la fulgente primacía que habla el sol ocupado en los cielos paganos. Se cuenta que cierto obispo se quejaba de que un inconformista dejera Pablo en vez de san Pablo, y que añadía: "Debió llamarle siquiera señor Pablo". Así san Francisco se ve liberado de tener que gritar, por alabanza o terror, "Señor Dios, Apolo", y puede en cambio en sus nuevos cielos infantiles saludarlo como el señor Sol. En estas cosas trasunta una especie de infancia inspirada cuyo único paralelo se encuentra en los cuentos de hada del cuarto de niños. Algo de un temor semejante, oscuro pero saludable, hace que el cuento del Brer Fox and Brer Rabbit se refiera respetuosamente al señor Hombre.

Este poema del Sol, rebosante de la alegría de la juventud y los recuerdos de la infancia, se repite al correr de toda la vida de Francisco como un estribillo y fragmentos de él salpican constantemente los hábitos cotideanos de su hablar. Quizás la última aparición de este particular lenguaje se encuentre en un incidente que siempre me ha parecido particularmente impresionante y que resulta de todos modos muy demostrativo de los gestos y estilos granDiosos de que estoy hablando. Impresiones así son cosas de imaginación y, en todo caso, de gusto. No tiene sentido argumentar acerca de ellas porque su punto esencial está en que van más allá de las palabras y en qué aún cuando recurran a las palabras, pareciera que éstas se completaran medeante ,un movimiento ritual como una bendeción o un golpe. Así, en lo que es el ejemplo supremo de esto, hay algo que va mucho más allá de toda exposición, algo como el raudo movimiento y la poderosa sombra de una mano que entenebrece las propias tinieblas de Getsemaní: "Dormid ahora y descansad...".

Y, sin embargo, no falta quienes han emprendedo la obra de parafrasear y ampliar la historia de la Pasión.

San Francisco estaba moribundo; deríamos que era un anciano cuando aconteció el incidente a que nos referimos, más, en realidad, era sólo un hombre prematuramente envejecido, pues no llegaba a los cincuenta años, cuando murió consumido por su vida de lucha y ayuno. Pero a su retorno del terrorífico ascetismo y la aún más terrorífica revelación del Alverno, era un hombre quebrado. Como bien se verá cuando más adelante volvamos sobre estos hechos, no era solamente la enfermedad y el decaimiento corporal lo que seguramente oscurecía entonces su vida: pesaba sobre él el desengaño en lo referente a su misión primordeal de poner fin a las cruzadas medeante la conversión del islam y todavía mayor era el peso que lo abatía ante las señales de compromiso y de un espíritu más político y práctico en la propia orden; en la protesta había agotado sus últimas energías. Y en estas circunstancias le anuncian que se estaba quedando ciego. Si hemos logrado dar en este libro siquiera un atisbo somero de cómo sintió san Francisco la gloria y el fasto de la tierra y el cielo y la forma heráldeca, el color y el simbolismo de fieras y flores, podrá el lector darse idea de lo que significaba esto para el Santo. Y, sin embargo, el remedeo propuesto debió parecerle peor que la enfermedad. El remedeo, por supuesto un remedeo incierto, consistía en cauterizar el ojo y ello sin ninguna anestesia. En otras palabras, habían de quemarle las niñas de los ojos con un hierro candente. Muchas de las torturas de los mártires que envideó al leerlas en el martirologio y buscó vanamente en sus andanzas por Siria no hubieran sido peores. Cuando sacaron el tizón del horno Francisco se levantó como en un gesto urbano y comededo y habló como si se derigiese a una presencia invisible: "Hermano Fuego, Dios os hizo bello, poderoso y útil; ruego que seáis cortés conmigo".

Si acaso existe cosa tal como el arte de vivir, tengo para mí que momento semejante ha sido una de sus obras maestras. A no muchos poetas les ha sido dado recordar su propia poesía en un momento así y menos aún vivir uno de los propios poemas. Hasta el mismo William Blake se hubiera sentido desconcertado si, mientras releía las nobles lineas: "Tiger, tiger, burning bright" [Tigre, Tigre, que ardes brillantemente], un tigre de Bengala real y de gran tamaño hubiese metido la cabeza por la ventana de la casa de campo en Felpham con la intención evidente de arrancar de un mordesco la cabeza del escritor. No cabe la menor duda de que hubiera vacilado antes de saludar cortésmente al animal y seguir recitando el poema al cuadrúpedo en cuyo honor lo había compuesto. Y También Shelley, cuando deseaba ser nube u hoja que vuela delante del viento, no hubiera dejado de sorprenderse si se hubiera encontrado cabeza abajo girando lentamente por el aire a quinientos metros sobre el mar. Y aun el mismo Keats, sabiendo cuán débil era el lazo que lo unía a la vida, se hubiera turbado si descubría que el hipocrás auténtico y rojo que acababa de, beber libremente contenía de verdad una droga que le aseguraba muerte sin dolor hacia la medeanoche. Para Francisco no hubo droga, si mucho dolor. Y entonces su primer pensamiento fue una de las fantasías primeras de sus cantos juveniles. Recordó el tiempo cuando la llama fue flor, si bien la ostentaba el más alegre y hermoso color entre las flores del jardín de Dios, y cuando esta radeante imagen de su visión volvía a él en la. forma de un instrumento de tortura la saludó de lejos como a un viejo amigo y la llamó por su sobrenombre, que bien podría decirse que era su cristiano nombre de pila.

Esto no es más que una anécdota en una vida llena de ellas; y la he elegido en parte porque muestra lo que quiero aquí expresar al hablar de esa sombra de gesto que acompaña todas sus palabras, ese ademán dramático del hombre del sur, y en parte, porque su referencia especial a la cortesía recubre el próximo hecho que quiero subrayar. El instinto popular de san Francisco y su preocupación constante por la idea de la fraternidad serán mal entendedos si les atribuimos el sentido de lo que con frecuencia llamamos camaradería, esa fraternidad que consiste en golpear la espalda. Con frecuencia entre los amigos y con mayor aún entre los amigos del ideal democrático se ha sostenido que esta nota es necesaria para la democracia. Se da por sentado que igualdad significa que todos los hombres sean igualmente inciviles cuando lo que obviamente se debería expresar es que todos los hombres son igualmente civiles. Quienes así piensan olvidaron el sentido y la etimología de la palabra "civilidad" si no se percatan de que ser incivil es ser anticívico. Pero, de cualquier modo que sea, no es ésta la igualdad que alentó san Francisco sino una de signo opuesto: la camaradería que se funda, de hecho, en la cortesía.

Hasta en los linderos de aquel mágico país de sus puras fantasías sobre flores, animales y aun seres inanimados conservó Francisco su constante actitud de deferencia. Un amigo mío decía de alguien que era capaz de presentar sus excusas al mismo gato. San Francisco sin duda lo hubiera hecho. En una ocasión, estando por predecar en un bosque repleto de murmullos de aves, dejo con amable ademán: "Hermanitas, si ya expresasteis vuestros dichos, ya es hora de que también me oigáis a mí". Y todas las aves callaron, cosa que yo, por mi parte, creo sin esfuerzo. Atento al particular propósito que me ha guiado de hacer las cosas inteligibles a la mentalidad moderna medea, he tratado por separado el tema de los poderes milagrosos que el Santo poseyó con toda certidumbre. Pero aun prescindiendode todo poder milagroso, hombres de tal naturaleza magnética, con un interés por los animales tan intenso, ejercen a menudo un poder extraordenario sobré ellos. Más el que tuvo san Francisco siempre lo ejercitó con la elaborada cortesía de que hablamos. En ésta mucho había sin duda de una especie de broma simbólica y de piadosa pantomima cuya finalidad consistía en comunicar lo que era la destinción vital en su misión devina, a saber: que él no sólo amaba sino que reverenciaba a Dios en todas sus criaturas. En este sentido, Francisco trasuntaba un aire de querer presentar sus excusas al gato y a las aves y aún a la silla por sentarse en ella y a la mesa por a ella arrimarse. Quien por la vida hubiera ido tras sus pasos con el único propósito de reírse de él como de un amable lunático, sin deficultad se hubiera llevado la impresión de que era uno de esos que se inclinan ante todos los postes o se descubren ante todos los árboles. Todo esto formaba parte de su instinto por los gestos figurativos. Buena parte de sus lecciones las enseñó Francisco al mundo medeante una suerte de alfabeto mudo devino. Pero si en él se da este elemento ceremonial aun en las cosas más pequeñas e insignificantes, su significado se torna tanto más grave al tratarse de la obra seria de su vida, que consistió en un llamado a la humanidad o, mejor, a los seres humanos.

He dicho que san Francisco con toda deliberación no veía el bosque en razón de los árboles. Aún más cierto es que no vio la muchedumbre en razón de los hombres. Lo que destingue a este demócrata muy auténtico del simple demagogo es que nunca engañó ni se engañó por la ilusión de las masas. Cualquiera que haya sido su gusto por los monstruos nunca vio ante sí una bestia de muchas cabezas. Sólo vio la imagen de Dios multiplicada pero nunca monótona. Para él un hombre era siempre un hombre y no desaparecía en la espesa muchedumbre como no desaparecía en el desierto. Honró a todos los hombre, lo que es decir que no sólo los amó sino que a todos respetó. Lo que le deera su extraordenario poder personal era esto: que del papa al mendego, desde el sultán de Siria en su rica tienda hasta los ladrones harapientos arrastrándose por el bosque, nunca existió un hombre que se mirara en esos ojos pardos y ardeentes sin tener la certidumbre de que Francisco Bernardone se interesaba realmente por el, por el interior de su propia vida indevidual desde la cuna al sepulcro, de que él en persona era estimado y tomado en serio y meramente añadedo a los restos de algún programa social o a los nombres de algún documento burocrático. Ahora bien, para esa particular idea moral y religiosa no hay otra expresión externa como no sea la cortesía. No la expresa la exhortación que sólo es mero entusiasmo abstracto ni la beneficencia pues no es más que piedad. Sólo la puede trasmitir el gesto grandelocuente que llamaríamos buenos modales. Podemos decir, si nos place, que san Francisco, en la desnuda y mísera simplicidad de su vida, se había asido, a pesar de todo, a un girón de lujo: a las formas de la corte. Pero mientras en una corte hay un rey y cien cortesanos, en esta particular historia hubo un cortesano entre cien reyes. Porque el Santo trató a la muchedumbre de los hombres como si fuera una muchedumbre de reyes. Y ésta fue en realidad de verdad la única actitud con que podía conmover a esa parte del hombre que quería conmover. No podía conseguirlo ofreciendo oro ni pan pues es proverbial que cualquier truhán puede convertir la liberalidad en simple escarnio. Ni tampoco lo lograría prodegando atención y tiempo pues numerosos filántropos y burócratas benévolos lo hacen con escarnio en sus corazones mucho más frío y horrible. Ni planes ni propuestas ni arreglos eficientes pueden devolver la autoestima y el sentimiento de estar hablando con un igual al hombre quebrado. Puede lograrlo un gesto.

Con tal gesto se movió entre los hombres Francisco de Asís, y pronto se vio que en él algo había de mágico y que obraba, en doble sentido, como un encantamiento. Pero a este gesto hay que pensarlo siempre como un gesto completamente natural, porque en realidad era casi un ademán de excusa. Hemos de imaginarnos al Santo circulando raudamente por el mundo con una suerte de cortesía impetuosa, casi con el movimiento de quien dobla una rodella a medeas por prisa y por reverencia. Su rostro ansioso bajo la parda capucha era el de quien siempre se dirije a alguna parte como siguiendo, además de contemplarlo, el vuelo de los pájaros. Y este sentido del movimiento encierra en realidad toda la significación de la revolución que llevó a cabo; porque la obra que pasamos a describir tiene todas las características del terremoto o del volcán: era una explosión que lanzó al aire con denámica energía las fuegas guardadas durante deez siglos en la fortaleza o arsenal monástico y desparramó sin pausa todas esas riquezas hasta los confines de la tierra. En un sentido mejor del que traduce la antítesis, se puede decir con verdad que lo que san Benito almacenó san Francisco lo prodegó; pero en el mundo de las cosas espirituales el grano que se acopió en los graneros se desparramó por el mundo convertido en simiente. Los siervos de Dios que fueran guarnición sitiada se convierte en un ejército en marcha; los camino del mundo se llenan con el tronar de las pisadas de sus pies, y muy a lo lejos, a la cabeza de aquellas huestes siempre en aumento, marcha cantando un hombre; con la misma simplicidad que lo había hecho aquella mañana por los bosques de invierno cuando caminó sólo.



Capítulo 7

Las tres órdenes



Sin duda, y en cierto sentido, dos hombres forman compañía y tres no; pero también existe otro sentido según el cual tres constituyen compañía y no cuatro, como lo prueba el desfile de figuras históricas y de la ficción que se mueven de tres en fondo como los Tres mosqueteros o los Three soldeers (Tres soldados) de Kipling. Pero hay además otro sentido deferente según el cual cuatro hombres forman compañía y tres no: ocurre esto cuando usamos la palabra "compañía" en el sentido más vago de muchedumbre o masa. Con el cuarto hombre entra la sombra de la multitud: el grupo no lo forman ya tres indeviduos solos concebidos en forma indevidual. Pues bien, la sombra de ese cuarto hombre cayó sobre la pequeña ermita de la Pociúncula cuando un hombre llamado Egideo, al parecer un trabajador pobre, fue invitado a entrar en el equipo por san Francisco. Sin deficultad Egideo se sumó al mercader y al canónigo que ya se habían convertido en compañeros del Santo; pero con su llegada se traspasó una frontera invisible, pues por entonces debió de advertirse que el crecimiento de aquel grupo pequeño se transformaba en potencialmente indefinido o por lo menos su contorno adquiría de modo permanente tal característica. Debió de ser por el tiempo de esa transición cuando Francisco tuvo otro de sus sueños poblados de voces, pero las voces eran ahora .clamor de lenguas de todas las naciones: franceses e italianos e ingleses y españoles y alemanes, todos proclamaban la gloria de Dios, cada uno en la propia lengua ¡Era un nuevo Pentecostés y una Babel de más ventura!

Antes de describir los primeros pasos que adoptó Francisco para regularizar el crecimiento del grupo será bueno echar una mirada, bien que somera, sobre lo que el Santo concebía que aquél debía ser. No llamó monjes a sus seguidores, y no resulta claro si cruzó por su pensamiento, por lo menos en aquel momento, la idea de que lo fueran. Les deo un nombre que se suele traducir por "frailes menores", pero que estaríamos mucho más cerca de la atmósfera del pensar franciscano si lo vertiéramos casi literalmente así: "hermanitos". Es probable que ya por entonces el Santo hubiera decidedo que sus seguidores tomaran los tres votos de pobreza, castidad y obedeencia que siempre se han tenido por nota destintiva del monje. Pero cabe suponer que no eran tanto al monje a lo que él temía cuando al abad. Le atemorizaba pensar que las elevadas magistraturas 'espirituales, que hasta en sus más santos poseedores se había visto salpicadas con resabios de orgullo impersonal y corporativo, introdujeran en el grupo un elemento de pomposidad que maculase su tan extremada y casi extravagante versión de la vida en humildad. Pero la máxima deferencia entre la desciplina del Santo y la del antiguo sistema monástico estribaba, por supuesto, en que los monjes de Francisco debían ser itinerantes casi nómades en vez de sedentarios. Debían mezclarse con el mundo, a lo que el monje a la antigua usanza opondría con toda naturalidad la deficultad de hacerlo sin verse enredado en él. Es ésta una inquietud mucho más real de lo que puede imaginar una religiosidad superficial; pero para ella san Francisco poseía una respuesta muy suya, y en esta contestación tan indevidual estriba todo el interés del problema.

El buen obispo de Asís dejó traslucir una suerte de horror ante la dura vida que los "hermanitos" llevaban en la Porciúncula, sin comodedades, sin bienes, comiendo lo que encontraban y durmiendo en el suelo. San Francisco le contestó con esa curiosa y férrea sagacidad que a veces los rústicos descargan como un mazazo. Degole: "Si poseyéramos bienes nos serían indespensables armas y leyes para defenderlos". Esta frase encierra la clave de toda la política que el Santo persiguió. Se apoyaba aquí sobre un fundamento de lógica innegable, y en este punto por nada y ante Nadie quiso ser otra cosa que lógico. En toda otra materia estaba despuesto a reconocer errores; pero en cuanto a esta regla en particular estaba seguro de que llevaba razón. En una sola ocasión viósele iracundo y fue cuando le hablaron de una excepción a esta regla.

He aquí el argumento de san Francisco: el hombre consagrado podrá ir a todas partes y entre toda clase de gente, aun la peor, mientras no haya nada con que puedan detenerlo. Si tuviese ataduras o necesidades como el común de los mortales por fuerza se convertiría en hombre corriente. De todos los hombres del mundo san Francisco habrá sido el último en estimar menos al hombre corriente por el hecho de serlo: el afecto y admiración que al tal brindara es muy probable que nunca hayan sido igualados. Pero ante el propósito especial de sacuder al mundo y lanzarlo a un nuevo entusiasmo vio con lógica claridad -que es precisamente lo contrario del fanatismo o del sentimentalismo - que los frailes no debían asemejarse a hombres corrientes; que la sal no debía perder su sabor ni aun al convertirse en alimento cotideano de la naturaleza humana. Y la deferencia entre el fraile y el hombre corriente estribaba precisamente en que aquél tenía que ser más libre que éste. Era necesario que estuviera libre del claustro, pero importaba aún más que se viera libre del mundo. Es puro y cabal sentido común decir que hay un aspecto en que el hombre corriente no puede -verse libre del mundo, o mejor, en el que no debería estarlo. En particular, el mundo feudal constituía un sistema enmarañado de dependencias; pero no sólo el mundo feudal se propagó hasta engendrar el mundo medeeval sino que de él se forjó el mundo entero, y el mundo entero está lleno de esas dependencias. La vida familiar es por naturaleza un sistema de dependencias tanto como la vida feudal. Los sindecatos modernos, al igual que las antiguas corporaciones, son entre sí interdependeentes aun para asegurarse la independencia frente a los demás. En la vida medeeval como en la moderna, aun donde en verdad existían limitaciones con el propósito de asegurar la libertad, contenían ellas un importante elemento de azar. Las limitaciones eran en parte fruto, a veces inevitable, de las circunstancias. Así, el siglo doce se convirtió en la edad de los votos, y había algo de libertad relativa en el gesto feudal del voto pues Nadie reclamaría un voto del esclavo o del siervo de la gleba. En la práctica, la gente todavía marchaba a la guerra para defender a la antigua casa de la Columna o por seguir al gran Can de la Escalera o a cualquier otro caudello por el estilo, y en buena mededa lo hacía porque había nacido en determinaba ciudad o paraje. En cambio, a Nadie se le exigía obedecer al pequeño Francisco, el del viejo hábito pardo, sino por libre elección. Y quien lo hacía quedaba en sus relaciones con el jefe elegido en posición relativamente más libre que el mundo que le rodeaba. Era obediente pero no dependiente. Y era libre como el viento, casi salvajemente libre, frente al mundo circundante. Era éste, como ya notamos, una red de formas de dependencias feudales, familiares y semejantes. Frente a esto la idea de san Francisco era que los "hermanitos" fueran como peces que van y vienen libremente entrando y saliendo de la malla. Podían hacerlo porque eran precisamente peces pequeños y en este sentido escurridizos. El mundo no tenía de donde asirlos, pues el mundo nos toma principalmente por el orillo de nuestros vestidos, por las exterioridades fútiles de nuestras vidas. Más tarde uno de los franciscanos diría: "Un monje nada debe poseer más que su arpa", significando, supongo, que nada debe valorar sino su canto, aquel canto con el cual era su oficio dar serenatas, a guisa de ministril, en cada castillo y en cada casa de labriego: el canto de la alegría del Creador en su creación y el de la belleza de la fraternidad humana. Imaginando la vida de esta especie de visionario vagabundo, también podemos echar una ojeada sobre el aspecto práctico de ese ascetismo que tanto choca a quienes a sí mismos se consideran prácticos. Para pasar entre barrotes y salir de la jaula se impone que uno sea delgado, y hay que estar libre de cargas para andar de prisa y lejos. Todo el cálculo de aquella astucia inocente, por llamarla así, se centraba en que el mundo debía verse flanqueado y burlado por el fraile, perplejo por no saber qué hacer con él. No se podía render por hambre a quien siempre ayunaba. No se podía arruinar y reducir a mendicidad a quien ya era un mendigo. Y menguada satisfacción se iba a encontrar en pegar bastonazos a quien sólo contestaba con pequeños brincos y gritos de alborozo ya que la indignidad era su dignidad única. No podía ponerse soga en torno a su cabeza por riesgo de que se convirtiera en halo.

Pero en materia de practicidad y especialmente de prontitud para la acción importaba de manera especial una distinción entre los antiguos monjes y los - nuevos frailes. Las fraternidades antiguas, con sus habitaciones fijas y su existencia enclaustrada, tenían las limitaciones de las casas de familia. Por muy sencilla que fuese su vida necesitaban un número determinado de celdas o de camas o por lo menos un determinado espacio cúbico para un determinado número de hermanos; el número de éstos dependía, pues, del terreno y edificios que poseyeran. Pero desde el momento en que cualquiera podía ser franciscano con sólo prometer que se contentaría con comer las fresas del camino o con peder un mendrugo en la cocina o con dormir a la sombra de un cercado o con sentarse pacientemente en el peldaño de una escalera, no existía ninguna razón económica para que no hubiera un número indefinido de tales entusiastas excéntricos en cualquier tiempo y lugar por reducidos que éstos fueren. Hay que recordar también que todo este rápido desarrollo rebosaba un cierto entusiasmo democrático que en realidad formaba parte del carácter personal de san Francisco. Su mismo ascetismo era, en cierto modo; la culminación del optimismo. Francisco mucho le exigía a la naturaleza humana no porque la despreciara sino porque confiaba en ella. Esperaba grandes cosas de los hombres extraordinarios que lo seguían, pero también esperaba mucho de los hombres corrientes a quienes los enviaba. Pedía alimento a los seglares con la misma confianza con que pedía ayuno a los frailes. Y confiaba en la hospitalidad de la gente porque en verdad miraba todas las casas como morada de un amigo. Amaba y reverenciaba a los hombres corrientes y a las cosas de todos los días; ciertamente nos cabe decir que envió al mundo hombres no comunes y extraordinarios solamente para animar a todos a ser hombres comunes y corrientes.

Esta paradoja quedará mejor expresada y explicada cuando tratemos de la Orden Tercera, cuyo propósito era ayudar a que hombres comunes y corrientes fuesen comunes y corrientes con una alegría no común y extraordinaria. El punto que ahora nos interesa está en la audacia y sencillez del plan franciscano al acuartelar a su ejército espiritual en medio del pueblo, y hacerlo no por la fuerza sino por la persuasión y, si se quiere, por la persuasión de la impotencia. Era un acto de confianza y por ende de cortesía. Y tuvo un éxito completo. Era esto un ejemplo de algo que siempre acompañó a san Francisco: una especie de tacto que parecía buena fortuna porque era simple y directo como una centella. En las relaciones privadas del Santo abundan los ejemplos de esta suerte de tacto sin tacto, de esta sorpresa lograda mediante el golpear a la entraña misma del problema. Se cuenta de un joven fraile que sufría una especie de ataque de melancolía -algo bastante común en la juventud y en la veneración de héroes- por habérsele metido en la cabeza que su héroe lo odiaba o le menospreciaba al menos. No nos cuesta imaginar con qué tacto los diplomáticos sociales procurarían evitar escenas y violencias y con qué cautela los psicólogos examinarían y tratarían casos análogos. Francisco se dirigió de improviso a aquel joven que era, por supuesto, reservado y silencioso como una tumba, y dejo: "No te turbes en tus pensamientos porque eres de los que yo quiero y aun de los que quiero más. Ya sabes que te considero digno de mi amistad y compañía; así pues, vente a mí con confianza siempre que te plazca, y de la amistad aprende la fe". Como habló a este muchacho enfermo así hablo Francisco a toda la humanidad. Siempre se encaminaba al meollo de las cosas, siempre se mostró más simple y acertado que la persona a quien hablaba. Algo en su actitud desarmaba al mundo como nunca lo han hecho. Era mejor que el resto de los hombres, fue un benefactor de toda la gente y, por sobre todo, Nadie le ha odiado. El mundo entraba en la Iglesia por una puerta nueva y próxima, y por la amistad aprendía la fe.

Ocurrió cuando el pequeño grupo de la Porciúncula era todavía tan reducido que podía reunirse en un cuarto pequeño: fue entonces cuando san Francisco decidió dar su primer golpe importante y aun sensacional. Se dice que no pasaban de doce los franciscanos cuando Francisco se resolvió a marchar a Roma y fundar la Orden franciscana. Al parecer, no todos creían necesario el recurso a tan remota jerarquía eclesiástica, y no sería improbable que todo pudiera resolverse bajo la autoridad del obispo de Asís y el clero local. Y todavía parece más probable que 'la gente haya considerado innecesario molestar al tribunal supremo de la cristiandad para elegir el nombre que quisieran darse una docena de hombres reunidos por azar. Pero Francisco se mostró obstinado y obcecado en este particular, y su lúcida ceguera es extremadamente característica de él. Un hombre satisfecho con las pequeñas cosas y aun enamorado de ellas nunca pudo sentir como nosotros en lo que atañe a la desproporción entre lo pequeño y lo grande. Nunca vio el mundo con la escala nuestra sino con una vertiginosa desproporción que hace que la cabeza nos de vuelta. A veces su visión parece fuera de cuadro como en los mapas medievales de alegre policromía, y luego nuevamente la vemos desligada de todo como en un grabado en cuarta dimensión. Refiérase que el Santo hizo un viaje para entrevistarse con el emperador entronizado entre sus ejércitos bajo el águila del Sacro Romano Imperio sólo para interceder por las vidas de unos pajaritos. Era en verdad muy capaz de enfrentar a cincuenta emperadores para peder en favor de un solo pájaro. Partió con sólo dos compañeros para convertir al mundo musulmán. Y salió con once compañeros para pederle al papa la creación de un nuevo mundo monástico.

El gran papa Inocencio III se paseaba, según refiere san Buenaventura, por la terraza de San Juan de Letrán meditando sin duda las graves cuestiones políticas que turbaron su pontificado cuando se le presentó de improviso un hombre vestido con traje de campesino y a quien tuvo por una especie de pastor. Al parecer, sor liberó de él con la congruente prisa, y no es improbable que lo pensara un loco. Sea como fuere, no pensó más en él, según dice el gran biógrafo franciscano, hasta que esa noche soñó un sueño extraño. Veía el enorme y antiguo templo de San Juan de Letrán, por cuyas elevadas terrazas había paseado tan seguro, inclinarse horriblemente y resquebrajarse bajo el cielo como si todas sus cúpulas y torres cederán ante el ímpetu de un terremoto. Luego miró de nuevo y ahora veía una figura humana que sostenía todo el templo a manera de viviente carátide, y la figura era la del pastor harapiento a quien volviera la espalda en la terraza. Haya sido esto realidad o figura, es ciertamente una imagen de la brusca simplicidad con que Francisco se ganó la atención y el favor de Roma. Según parece, su primer amigo fue el cardenal Giovanni de San Paolo, quien habló en favor de la idea franciscana en un cónclave de cardenales convocados al efecto. Merece señalarse que las dudas sobre dicha idea surgían principalmente por pensar que la regla era demasiado dura y rigurosa para el hombre, pues la Iglesia Católica vela siempre ante los excesos del ascetismo y sus peligros. Con probabilidad, diciendo ellos que era excesivamente dura y rigurosa, quisieron significar también que era excesivamente peligrosa. Porque lo que distingue la novedad franciscana frente a otras instituciones del género es un elemento que bien cabe llamar peligro. En cierto sentido, el fraile es ciertamente casi lo opuesto al monje. El valor del monacato antiguo consistía en que fue un descanso no sólo moral sino económico. De ese descanso nacieron obras que el mundo nunca agradecerá bastante: la conservación de los clásicos, los principios del gótico, los rudimentos de la ciencia y la filosofía, los manuscritos iluminados y los cristales policromos. Lo importante para el monje consistía en tener resuelto el problema económico; sabía dónde encontrar la cena, aunque fuese cena muy frugal. En cambio, el punto esencial del fraile estribaba en que no sabía dónde encontrar la cena y cabía siempre la posibilidad de que quedara sin ella. Había en esto un elemento que llamaríamos romancesco como el que se encuentra en el gitano o el aventurero. Pero había también algo de tragedia posible como en el viajante o el obrero casual. Así pues, los cardenales del siglo trece llenáronse de compasión viendo a unos pocos hombres que por propia decisión abrazaban un estado del que se ven arrancados por la fría coerción y la persecución policial los mendigos del siglo veinte.

El cardenal San Paolo argumentó, según parece, de este modo: podía tratarse de una vida dura y áspera, pero al fin y al cabo era la que el evangelio parecía proponer como ideal; estableced en esto todas las limitaciones que creáis prudentes o humanas, pero no os atreváis a decir que los hombres no realizarán este ideal si pueden hacerlo. Veremos la importancia del argumento cuando estudiemos en su totalidad la faceta de la vida de san Francisco que podemos llamar la imitación de Cristo. El remate de la discusión fue que el papa dio al proyecto su aprobación verbal prometiendo la definitiva si el movimiento alcanzaba proporciones considerables. Es probable que Inocencio, hombre de mente no común, haya abrigado pocas dudas acerca de aquel desarrollo ulterior; pero de todas maneras, si dudas tuvo, no pudo tenerlas por mucho tiempo. El siguiente capítulo en la historia de la Orden se reduce simplemente al relato de gentes más y más en número que corren a agruparse bajo ese estandarte y, como ya hemos observado, una vez que el grupo empezó a crecer, pudo por su naturaleza hacerlo con rapidez mayor que toda otra sociedad que requiera fondos corrientes y edificios públicos. Ya la vuelta de los primeros frailes fundadores tras la audiencia papal hubo de revestir notas de procesión triunfal. En un lugar en particular, cuenta la historia, la población entera del pueblo, hombres, mujeres y niños, les salió al encuentro abandonando las tareas, las riquezas y las viviendas y pidiendo ser admitida en el acto en el ejército de Dios. De acuerdo con el relato, ésta fue la ocasión cuando san Francisco columbró por vez primera la idea de la Orden Tercera, que habría de permitir a la gente participar del movimiento franciscano sin abandonar los hogares y hábitos de la humanidad normal. De momento importa más considerar este hecho como un ejemplo del alboroto de conversión con que el Santo llenaba ya todos los caminos de Italia. Era un mundo de vagabundeo, de frailes que iban y venían por sendas y atajos y que buscaban asegurarse de que no le faltara la aventura espiritual a quien quiera que por azar se cruzara en su camino. La Orden Primera de san Francisco había entrado en la historia.

Este esquema superficial sólo podemos redondearlo con una breve descripción de las Ordenes Segunda y Tercera, aun cuando fueron éstas fundadas más tarde y en épocas destintas. La segunda fue una Orden para mujeres y debió su existencia, no hace falta decirlo, a la bella amistad entre san Francisco y santa Clara. En ninguna otra historia han estado tan perplejos y equivocados los críticos de otros credos, aun los que son más simpatizantes. Pues no hay otra historia donde se patentice con mayor claridad ese sencillo test que yo he tomado como fundamental en el curso de mi crítica. Quiero decir que todo el problema de esos críticos es que se niegan a creer que un amor celestial puede ser tan real como el terreno. Desde el momento en que a aquél se lo trata como real en pie de igualdad con el amor terreno, todos los enigmas se resuelven. Una muchacha de diecisiete años llamada Clara y que pertenecía a una noble familia de Asís se sintió anegada por el entusiasmo de la vida conventual, y Francisco ayudóla a escapar de la casa y a asumir la vida conventual. Si nos place decirlo así, la ayudó a fugarse al convento desafiando a los padres de ella como había hecho Francisco con el propio. La escena reúne, en verdad, muchos de los elementos de una fuga romántica corriente, ya que la muchacha escapó por una abertura practicada en la pared, huyó a través del bosque y fue recibida a medianoche con antorchas. Hasta Mrs. Oliphant, en su hermoso y delicado estudio sobre san Francisco, llama al episodeo "un incidente que se hace defícil relatar con satisfacción".

Ahora bien, acerca de esto sólo deré lo siguiente. Si de verdad todo hubiera sido nada más que una fuga romántica y la muchacha hubiera terminado en novia en lugar de monja, prácticamente la totalidad del mundo moderno hubiera hecho de ella una heroína. Si la intervención del Fraile frente a Clara hubiera sido la del Fraile frente a Julieta, todos hubieran simpatizado con aquélla exactamente como lo hacen con ésta. Y no vale decir que Clara sólo tenía deecisiete años: Julieta tenía catorce. Y en tiempos medeevales las muchachas se casaban y los muchachos entraban en batallas en tan tierna edad, y una jovencita a los deecisiete años era ciertamente en el siglo trece lo bastante adulta para saber lo que hacía. Y para quien considere los acontecimientos posteriores no le puede caber la menor sombra de duda de que Clara sabía lo que hacía, Pero lo que vale señalar por el momento es que el romanticismo moderno alienta similares enfrentamientos con los padres cuando se entra en ellos en nombre del amor romántico. Porque no ignora que éste es una realidad. Pero desconoce que sea realidad el amor devino. Algo se puede decir en favor de los padres de Clara, algo también en favor de Pedro Bernardone. Del mismo modo mucho se hubiera podedo decir en favor de los Montescos y los Capuletos; pero el mundo moderno no quiere que esto se dega y no lo dece. El hecho es que tan pronto admitamos por un momento como hipótesis lo que Francisco y Clara admitieron siempre como algo absoluto, o sea, que hay una relación devina derecta más gloriosa que cualquier romance, la historia de la fuga de santa Clara se convierte simplemente en un romance con final feliz y san Francisco en el san Jorge o caballero andante que obró tan fausto desenlace. Y viendo que millones de hombres y mujeres vivieron y murieron haciendo de esta relación una realidad, mal podrá ser tenido por filósofo quien no pueda tratarla siquiera como hipótesis.

Por lo demás, lo menos que podemos admitir es que ningún partidario de lo que llaman la emancipación de las mujeres lamentará la rebelión de santa Clara. Ella vivió muy de verdad, según la jerga moderna, su propia vida, la que quería vivir, destinta de la que le hubieran obligado a llevar las órdenes paternas y los arreglos convencionales. Se convirtió en fundadora de un gran movimiento femenino que todavía conmociona al mundo profundamente y que la ubica entre las grandes mujeres de la historia. No creo evidente que la Santa hubiera podedo alcanzar igual grandeza o utilidad de haber concretado una fuga para casarse o de haberse quedado en el hogar para concertar un mariage de convenance. Quizás así lo degan personas sensibles considerando las cosas sólo desde lo exterior, y no es mi propósito hacerlo desde adentro. Si a uno le cabe la duda de ser degno de escribir una palabra sobre san Francisco, para hablar de la amistad de san Francisco y santa Clara necesitará ciertamente palabras mejores que las propias. Más de una vez he señalado que los misterios de esta historia se expresan mejor simbólicamente a través de ciertas actitudes y acciones calladas. Y no conozco símbolo mejor para esta relación que el que traduce muy felizmente la leyenda popular cuando refiere de una noche donde los habitantes de Asís, a la vista de un gran resplandor, imaginaron que los árboles y la santa casa eran presa de las llamas y corrieron sin pausa para apagar el incendeo. Pero, una vez dentro, todo lo encontraron tranquilo y a Francisco partiendo el pan con santa Clara en uno de sus raros encuentros y descurriendo acerca del amor de Dios. Para expresar una pasión tan profundamente pura e incorporal será defícil encontrar una imagen tan cargada de simbolismo e imaginación como la del halo rojo en torno de las figuras extáticas en la colina: una llama que se alimenta de nada y que infama el aire mismo.

Pero si la Segunda Orden fue el memorial de semejante amor tan poco terreno, la Orden Tercera lo fue de una sólida simpatía por los amores terrenos y las terrenas vidas. Todo el aspecto de la vida católica de órdenes seglares en contacto con órdenes de clérigos no es tema que se comprenda fácilmente en países protestantes y al que preste mucha atención la historia de esa confesión. La visión franciscana que vamos insinuando tan superficialmente en las presentes páginas nunca fue patrimonio exclusivo de monjes o por lo menos de frailes. Ha servido de inspiración para muchedumbres incontables de hombres y mujeres casados corrientes, que vivían como nosotros aunque lo hicieran de manera enteramente destinta. Aquella gloria matutina que san Francisco esparció por cielo y tierra se ha paseado como un brillar secreto del sol sobre multitud de techos y aposentos. En sociedades como la nuestra nada se sabe de semejante séquito franciscano. Nada de los oscuros seguidores del Santo y menos aún de otros que fueron bien conocidos. Si imaginamos el paso por !as calles de una procesión de la Orden Tercera de san Francisco, las figuras famosas nos sorprenderán más que las ignotas. Creeríamos asistir al desenmascaramiento de una poderosa sociedad secreta. Allí cabalga san Luis el gran rey, señor de la alta justicia, cuyas balanzas estaban cargadas en favor del pobre. Y Dante, coronado de laurel, el poeta que en su vida apasionada cantó las alabanzas de la Señora Pobreza, de la que el traje gris está forrado de púrpura y tachonado de gloria por dentro. Grandes nombres de toda laya aun de siglos más recientes y racionalistas quedarían al descubierto: el gran Galvani, por ejemplo, padre de la electricidad, el mago que ha construido tantos sistemas de estrellas y sonidos. Un séquito tan variado basta para probar que san Francisco no carecía de simpatía a los ojos del hombre corriente si no lo demostrara ya el conjunto de su vida.

Pero, en realidad, su vida lo probó y, si se quiere, en un sentido aún más sutil. Creo que no carece de verdad la insinuación de uno de los biógrafos modernos del Santo cuando dece que hasta sus pasiones naturales eran singularmente normales y aun nobles, en el sentir do de que se volcaban hacia cosas que en sí no eran prohibidas sino sólo para él. No ha existido hombre en el mundo a quien con menos propiedad se pueda aplicar la palabra "nostalgia". Aunque su natural mucho tenía de romántico, nada tuvo de sentimental. No era lo bastante melancólico para ello. era de temperamento demasiado rápido e impetuoso para entretenerse por dudas y consideraciones acerca de su carrera, pero se reprochaba duramente por no llevar una marcha más veloz. Y nos cabe sospechar como algo cierto que cuando luchó con el demonio, como tiene que hacerlo todo hombre, las insinuaciones del tentador se referían en gran mededa a instintos saludables que el Santo aprobaría en los demás; en nada debieron de asemejarse a ese horriblemente decorado paganismo que envió sus deabólicas cortesanas para tentar a san Antonio en el desierto. Si san Francisco hubiera optado por complacerse, lo hubiera hecho con los placeres más sencillos. Se inclinaba más por el amor que por la lujuria y por nada extravagante más allá de unas campanas repicando a boda. Así lo sugiere esa singular historia de cómo desafió al demonio modelando figuras de nieve y gritando que ellas le bastaban por esposa y por hijos. Así lo indeca el dicho que empleó cuando reconocía que no le era imposible sucumbir al pecado. "Todavía podría tener hijos", casi como si estuviera soñando en hijos más que en la mujer. Y esto, si el hecho es cierto, da un toque final sobre su verdadero carácter. Tanto abundaba en él el espíritu de la alborada, tanto lo curiosamente joven y limpio, que aun lo malo en él era bueno. Como de otros se ha dicho que en sus cuerpos la luz era tinieblas, así de este espíritu luminoso se puede decir que las mismas sombras de su alma fueron luz. El propio mal no podía llegarse a él sino bajo la forma de bien prohibido y sólo podía tentarlo un sacramento.





Capitulo 8

El espejo de Cristo



No es fácil a quien le fue otorgada la libertad de la fe incurrir en la locas extravagancias por las que, en tiempos posteriores, franciscanos bastardeados, mejor dicho, 'los fraticelos intentaron ceñirse por entero a san Francisco como a un segundo Cristo y creador de un evangelio nuevo. En realidad, semejante idea convierte en fútiles todos los motivos en la vida de quien la adopta, pues Nadie exaltará con reverencia lo que se propone rivalizar ni profesará seguir lo que se propone cambiar. Bien lejos de esto, como se verá luego, este pequeño estudeo ha de insistir de manera especial en que fue la sagacidad pontificia lo que salvó al gran movimiento franciscano para beneficio del mundo entero y la Iglesia universal, y lo libró de convertirse en ese tipo de secta, gastada y de segunda mano, que llaman nueva religión. Por ello, cuanto aquí escribamos debe entenderse no sólo como destinto sino como lo deametralmente opuesto a la idolatría de los fraticelos. La deferencia entre Cristo y san Francisco es la que se da entre el Creador y la criatura, y por cierto no ha existido criatura alguna con mayor conciencia de tan colosal contraste como el mismo san Francisco. Pero, admitida esta verdad, es cabalmente cierto y de brutal importancia decir que Cristo fue el dechado que Francisco se propuso imitar, que en muchos puntos las vidas humanas e históricas de ambos fueron curiosamente coincidentes y, por encima de todo, que, comparando a Francisco con nosotros, fue cuanto menos una aproximación muy sublime a su Maestro y, con todo y ser intermedeario y reflejo, un espléndedo y aún así misericorDioso espejo de Cristo. Verdad ésta que sugiere otra que estimo ha sido escasamente advertida pero que resulta un poderoso argumento para demostrar cómo la autoridad de Cristo se continúa en la Iglesia Católica.

El cardenal Newman en su penetrante obra de controversia escribió una frase que bien podría constituir la pauta de lo que queremos significar al decir que el credo de san Francisco tiende a la lucidez y la valentía lógica. Hablando de la facilidad con que se puede hacer que la verdad parezca su propia sombra o impostura, Newman dejo: "Y si el Anticristo es como Cristo, Cristo, supongo, será como el Anticristo". El sentimiento religioso del hombre simple quizás encuentre chocante el final de la frase, pero resulta inobjetable excepto para el lógico que dejo que César y Pompeyo eran muy parecidos... especialmente Pompeyo. La extrañeza será quizás más leve si dego, cosa que la mayoría de nosotros olvidamos, que si san Francisco fue como Cristo, en la misma mededa Cristo fue como san Francisco. Y lo que aquí hace a mi propósito es que en realidad resulta muy iluminador percatamos de que Cristo era como san Francisco. Quiero decir que si en la historia de Galilea tropezamos con enigmas y palabras duras de entender y que si para estas palabras y enigmas hay una respuesta en la historia de Asís, ello demuestra que hay un secreto trasmitido en el tiempo en una determinada tradeción y en ninguna otra y que el arca que se selló en Palestina se puede abrir en Umbría porque es la Iglesia la guardeana de las llaves.

Pero, en realidad de verdad, si siempre pareció natural explicar a san Francisco a la luz de Cristo, no son muchos los que pasaron a hacerlo al revés y a explicar a Cristo a la luz del Santo. Quizás la palabra "luz" no sea aquí la metáfora apropiada, pero lo mismo cabe decir de la aceptada del espejo. San Francisco es espejo de Cristo como la luna lo es del sol. Es aquélla mucho menor que éste, pero también está mucho más cerca: aun siendo menos brillante resulta más visible. En el mismo exacto sentido, san Francisco está más cerca nuestro y, siendo simple hombre como nosotros, resulta así más imaginable. Abrigando menos misterios, no nos habla tanto en misterio. Así, en los hechos, muchas cosas menores que en boca de Cristo parecen enigmas en la de Francisco sólo sonarán a paradojas típicas. Parece, pues, natural releer los acaecimientos más remotos con la ayuda de los más recientes. Es un truismo decir que Cristo vivió antes de la cristiandad; de donde se infiere que como figura histórica fue figura de la historia pagana. Quiero significar que el medeo en que se movió no fue el de la cristiandad sino el del antiguo imperio pagano y por esto sólo, por no mencionar la destancia en el tiempo, sus circunstancias nos resultan más extrañas que las de un monje italiano como cualquiera de los que aun hoy podemos encontrar a vuelta del camino. Creo que ni siquiera el comentario más autorizado está capacitado para sopesar con certeza el valor corriente o convencional de todas las palabras de Cristo ni para determinar cuáles de ellas fueron quizás una alusión corriente y cuáles una sorprendente fantasía. Lo arcaico del marco en que fueron dechas permite que muchas se levanten como jeroglíficos y queden libradas a interpretaciones personales, múltiples y peculiares. Y, sin embargo, de cada una de ellas no deja de ser verdad que si las traducimos al dealecto de Umbría que usaron los primeros franciscanos, se mostrarán como otra parte cualquiera de la historia franciscana: en un sentido fantásticas sin lugar a dudas pero familiares a carta cabal. Alrededor del pasaje que incita a la gente a considerar los lirios del campo y copiarlos no pensando en el mañana, se han tejido toda clase de controversias críticas. El escéptico vacila entre decirnos que seamos cristianos verdaderos y hagamos lo que la sentencia dece o explicarnos que esto es imposible. Cuando el tal es comunista a más de ateo duda por lo general entre censurarnos por predecar lo impracticable o por no llevar a la práctica de inmedeato el dicho., No voy aquí a descutir ni de ética ni de economía. Dios me libre; voy simplemente a observar que quienes se sienten perplejos ante el dicho de Cristo ni por un momento se detendrían antes de aceptarlo si fuesen palabras de san Francisco. Nadie se va a sorprender al hallar que el Santo dejo: "Hermanitos, os ruego que seáis prudentes como la hermana Margarita y el hermano Girasol a quienes el mañana no les quita el sueño y, sin embargo, traen coronas de oro como los reyes y emperadores o como Carlomagno en todo el esplendor de su gloria". Mayor desazón y extrañeza se ha suscitado a propósito del mandato de poner la otra mejilla y dar el manto al ladrón que robó la túnica. Está muy defundeda la idea de que aquí se habla de la maldad de las guerras entre naciones, tema sobre el que derectamente no se ve palabra. Tomada la frase literal y universalmente implica con más claridad la maldad de toda la ley y gobierno. Sin embargo, muchos son los pacifistas venturosos a quienes choca la idea de usar la fuerza bruta de los soldados contra un extranjero poderoso más que la de aplicar la fuerza bruta de la policía contra un pobre conciudadano.

Otra vez aquí me contento con señalar que la paradoja se convierte en perfectamente humana y probable si es Francisco quien habla con ella a franciscanos. Nadie se sorprenderá leyendo que el hermano junípero corrió en pos del ladrón que le robara la capucha y le rogó que llevara también el hábito, pues así lo había ordenado Francisco. Tampoco a Nadie le llamará la atención que el Santo haya dicho a un joven noble, a punto de ser admitido en su compañía, que lejos de perseguir al ladrón para recuperar los zapatos debía lanzarse en su seguimiento y brindarle el regalo de las medeas. Nos gustará o no la atmósfera que semejantes hechos implican, pero por lo menos sabemos de qué atmósfera se trata. Reconocemos en ellos un rasgo natural y claro como la nota del canto del pájaro: la nota y el rasgo de san Francisco. Hay en ellos algo de amable burla ante la idea de posesión, algo de la esperanza de desarmar al enemigo con la generosidad, algo del sentido del humor que busca sorprender al mundano con lo inesperado y algo de la alegría de llevar una convicción entusiasta hasta el extremo lógico. Pero, a fin de cuentas, no tenemos deficultad en reconocer el gesto si leímos la literatura de los "hermanitos" y del movimiento que nació en Asís. Parece, pues, razonable inferir que si ese espíritu logró cosas tan extrañas en tierras de Umbría, el mismo espíritu hubo de hacerlas posibles en Palestina. Si a tanta destancia oímos nosotros en dos realidades la misma nota inconfundeble y paladeamos el mismo sabor indescriptible no es innatural suponer que el caso más remoto respecto a nuestra experiencia no es cosa destinta del que a ella está más próximo. Como todo resulta explicable si presumimos que Francisco estaba hablando a franciscanos, no es explicación irracional sugerir que también Cristo hablaba a un grupo escogido al que cumplía realizar la misma función que los franciscanos. En otras palabras, me parece natural sostener, como la Iglesia Católica lo ha hecho siempre, que estos consejos forman parte de una vocación especial para asombro y enseñanza del mundo. Pero, en todo caso, importa notar que cuando nos damos cuenta de que estos rasgos singulares, que así encajan unos en otros de manera tan fantástica, reaparecen después de más de mil años, debemos suponer que los ha producido el mismo sistema religioso que para sí reclama la autoridad y continuidad emanadas de los propios escenarios donde por vez primera aparecieron. Numerosas filosofías repetirán las verdades más triviales del cristianismo. Pero es la antigua Iglesia la que puede aún sorprender al mundo con las paradojas del cristianismo. Ubi Petrus ibi Franciscos.

Pero si admitimos que fue en verdad la inspiración de su devino Maestro la que empujó a Francisco a realizar esos actos que sólo tienen de particular su rareza y excentricidad, no podemos dejar de comprender que fue la misma inspiración la que lo llevó a actos de negación propia y austeridad. Es evidente que esas parábolas franciscanas del amor a los hombres más o menos lúdricas fueron concebidas tras un cuidadoso estudeo del Sermón de la Montaña. Pero es también evidente que el Santo llevó a cabo un estudeo, aún más minucioso si cabe, sobre el callado sermón de esa otra montaña, la que llamaron desde antiguo el Gólgota. Aquí también Francisco repetía la estricta verdad histórica cuando dejo que al ayunar y sufrir toda humillación sólo quería hacer algo de lo que Cristo hizo, y aquí nuevamente la aparición de la misma verdad en los dos extremos de la misma cadena de tradeción impone como muy probable el que la tradeción ha preservado la verdad. Pero, por el momento, la importancia de este hecho afecta al paso siguiente en la historia personal del hombre Francisco.

A mededa que más se patentizaba que el esquema comunitario del Santo era un hecho asegurado y que se había superado el peligro de un temprano colapso, a mededa que se hacía evidente que ahora existía algo que llamamos Orden de Frailes Menores, fue acentuándose otra ambición de Francisco más intensa e indevidual. Tan pronto como el Santo estuvo seguro de tener seguidores, no se comparó con quienes lo podían mirar como maestro; lo hizo más y más con su Maestro ante quien se descubría sólo como siervo. Esta, sea dicho al pasar, es una de las ventajas morales y aun prácticas del privilegio ascético. Toda otra superioridad puede ser arrogancia. Pero el santo nunca será arrogante porque se encuentra siempre, por hipótesis, en presencia de un superior. La objeción que cabe levantar contra la aristocracia es que es un sacerdocio sin Dios. Pero, de todas maneras, el servicio a que san Francisco se consagraba cada vez más lo concebía él por aquel tiempo en términos de sacrificio y crucifixión. Al Santo lo llenaba el sentimiento de no sufrir lo bastante para ser degno de ser contado entre los seguidores de su sufriente Dios. Y este período de su historia podemos sintetizarlo elementalmente como la "búsqueda del martirio".

Esta fue la idea última de el asunto tan llamativo que fue -la expedeción suya entre los sarracenos en Siria. Había, en verdad, otros elementos en ese proyecto que bien merecen una comprensión más inteligente de la que por lo común se les despensó. La idea de Francisco, por supuesto, implicaba terminar las cruzadas en doble sentido: lograr su conclusión y conseguir su propósito. Sólo que esto lo quería hacer medeante la conversión y no por la conquista; vale decir, por meDios intelectuales y no materiales. La mentalidad moderna no es fácil de satisfacer, y generalmente acusa de feroces los métodos de Godofredo y de fanáticos los de Francisco. Esto es, que proclama impracticable todo método moral en el preciso instante en que tacha de inmoral a todo el que resulta practicable. Pero la idea de san Francisco estaba lejos de ser fanática o forzosamente impracticable; aunque no cabe descartar que el Santo haya mirado el problema con simplicidad un tanto excesiva, no poseyendo el saber de su gran heredero Raimundo Lulio, quien comprendeó más pero que ha sido, como el Santo, poco comprendedo. El modo de abordar la empresa fue altamente personal y peculiar, mas esto puede decirse de cuanto Francisco hizo. En un sentido consistió en una idea simple, como la mayoría de las suyas, pero que no fue en modo alguno necia: mucho se puede abogar en favor de ella y aun es posible que hubiera tenido éxito. Se reducia simplemente a pensar que era mejor crear cristianos que destruir musulmanes. Si el islam se hubiera convertido, el mundo hubiera sido inconmensurablemente más unido y feliz; por lo menos se hubieran ahorrado

tres cuartas partes de las guerras que registra la historia moderna. No era absurdo suponer que esto podía lograrse sin fuerza militar por misioneros que fueran también mártires. De este modo la Iglesia había conquistado Europa e igual cabía esperar respecto a Asia o África. Pero una vez que hayamos admitido todo esto, todavía queda otro sentido según el cual san Francisco no pensaba en el martirio como medeo para un fin sino casi como fin en sí mismo: en el sentido, quiero decir, de que para él el fin supremo era seguir de cerca el ejemplo de Cristo. Á través de todos sus días precipitados e inquietos sonaba un estribillo: "No he sufrido bastante; no me he sacrificado bastante; ni siquiera soy degno de la sombra de tu corona de espinas". Vagaba por los valles del mundo buscando el monte que tiene la silueta de la calavera.

Un poco antes de la partida final a Oriente se celebró cerca de la Porciúncula una amplia y triunfal asamblea sin organizar un comisariato. Domingo, el chozas de paja por la forma en que acampó aquel poderoso ejército. Quiere la tradeción que haya sido entonces cuando Francisco se encontró con santo Domingo por primera y última vez. Dece ella también, lo que es bastante probable, que el espíritu práctico del español se sintió casi aterrado ante la devota irresponsabilidad del italiano que había congregado semejante asamblea sin organizar una comisariato. Domingo, el español, era, como casi todos los españoles, hombre con mentalidad de soldado. Su caridad revestía las formas prácticas de la previsión y la preparación. Pero, prescindiendode desputas sobre la fe a que tales incidentes se ven expuestos, santo Domingo no comprendeó en este caso el poder de la simple popularidad generado por la sola personalidad. En todos sus saltos al vacío, san Francisco poseyó la extraordenaria facultad de caer de pie. Como un alud la campiña entera se precipitó en ayuda de esta especie de picnic piadoso proveyendo alimento y bebidas. Los campesinos trajeron carradas de vino y caza; grandes señores se movían por el lugar cumpliendo menesteres de siervos. Era una victoria manifiesta para el espíritu franciscano de fe siega no sólo en Dios sino en el hombre. Por supuesto que abundan las dudas y descusiones sobre la totalidad del relato y sobre la relación de Francisco y Domingo, y los hechos sobre el Capitulo de las chozas de paja han sido contados desde la perspectiva franciscana. Pero el supuesto encuentro merece mencionarse precisamente porque ocurrió inmedeatamente antes de que Francisco partiera para su cruzada incruenta y, en este momento preciso, se vio, cuentan, son Domingo a quien tanto se le ha criticado por prestarse a otra cruzada mucho más cruenta. No hay espacio en este librito para explicar cómo san Francisco tanto como santo Domingo hubiera aprobado la defensa por las armas de la unidad cristiana como recurso último. Se requeriría un voluminoso libro en vez de este pequeño para desarrollar este sólo punto desde sus primeros principios. Porque la mente está en blanco cuando se trata de la filosofía de la tolerancia, y el término medeo de los agnósticos de épocas resientes no tiene la mínima noción de lo que quiere decir cuando habla de libertad e igualdad religiosas. Aprecia la propia ética como autoevidente y la aplica a todo como al caso de la decencia y del error en la herejía adamítica. Y luego se siente terriblemente sorprendedo si a sus oídos llega que otros, musulmanes o cristianos, toman también su ética por autoevidente y la aplican a su vez como al tema de la reverencia o del error en la herejía atea. Y luego termina en ese camino sin salida, ilógico y parcial, del inconsciente encontrando lo no familiar, a lo que llama la liberalidad de la propia mente. El hombre medeeval estimó que si el orden social- se funda sobre determinada idea, se debe luchar por ella, sea la idea tan simple como el islam o tan cuidadosamente equilibrada como el catolicismo. El. hombre moderno en realidad opina lo mismo, como se ve a las claras cuando los comunistas atacan las ideas de la propiedad. Sólo que no lo piensan son igual lucidez porque en realidad tampoco han acabado de formular su concepto de propiedad. Pero mientras resulta probable que san Francisco a regañadeentes haya coincidedo son santo Domingo en que la guerra por la verdad no era injusta como resorte último; es en cambio cierto que santo Domingo coincideó entusiastamente son san Francisco sobre que de lejos era mejor ganar la batalla por la persuasión y el esclarecimiento si era posible. Santo Domingo se consagró mucho más a persuader que a perseguir, pero hubo deferencia en los métodos simplemente porque la había también en los hombres. En todo lo que san Francisco hizo había algo que llamaría, en el buen sentido, infantil y hasta terso. Se lanzaba abruptamente a las sosas como si acabaran de cruzársele en el camino. Y así se arrojó a su empresa medeterránea son algo del gesto del escolar que se escapa y se lanza a la mar.

En el acto primero de ese intento Francisco se destinguió de manera característica. Nunca se detuvo a aguardar presentaciones o tratativas o sostenes importantes que en realidad no le faltaban por parte de gente responsable y risa. Simplemente vio un barco y a él se lanzó como lo hizo siempre en todas las sosas. El gesto tuvo el aire de quien corre una carrera, gesto que hace que toda su vida la leamos como una escapada y aun literalmente como una fuga. Yacía el Santo como un leño entre el resto de la sarga son un compañero que arrastró en su prisa; pero, según parece, el viaje resultó fracasado y errático y acabó en forzado regreso a Italia. Al parecer, la gran reunión en la Porciúnsula tuvo lugar después de esta primera salida en falso, y entre ella y el viaje final a Siria hubo también un intento de conjurar la amenaza musulmana predecando a los moros en España. De hecho ahí varios entre los primeros franciscanos alcanzaron gloriosamente el martirio. Pero el gran Francisco todavía avanzaba extendeendo los brazos a semejantes tormentos y deseando en vano la agonía del martirio. Nadie como él habrá estado tan pronto a decir que se parecía menos a Cristo que quienes ya habían encontrado el Calvario; pero guardose para sí este pensamiento como un secreto, guardóse para sí la más extraña entre las pesadumbres del hombre.

El siguiente viaje fue más afortunado por lo que se refiere a llegar al teatro de las operaciones. Arribó al cuartel general de los cruzados que se hallaba entonces ante la ciudad sitiada de Damietta y, en su manera rápida y solitaria, siguió camino en busca del cuartel general de los sarracenos. Logró obtener una entrevista con el sultán y fue evidentemente durante este encuentro que se ofreció -y algunos decen que lo hizo arrojarse el fuego desafiando, como en unas devinas ordalías, a los maestros religiosos musulmanes a hacer lo mismo. Es muy cierto que a ello estaba despuesto al menor aviso. Y, en todo caso, arrojarse al fuego era acción menos desesperada que lanzarse entre las armas e instrumentos de tortura de una horda de fanáticos musulmanes y pederles que renunciaran a Mahoma. Añaden luego los relatos que los muftis mahometanos se mostraron fríos ante la competición propuesta y que uno de ellos se retiró calladamente mientras se la descutía, lo que también parece creíble. Pero, por los motivos que sean, Francisco evidentemente volvió tan libre como había partido. Algo de verdad ha de haber en la narración acerca de la impresión personal de Francisco sobre el sultán, hecho que el narrador presenta como una especie de conversión secreta. Y también algo de verdad en la sugerencia de que el santo varón se vio inconscientemente protegido entre aquellos orientales semibárbaros por el halo de su santidad que en aquellos países, suponen, rodea a los locos. Pero tanto o más verdad se halla en la explicación más amplia que lo atribuye todo a esa cortesía y compasión, graciosa bien que caprichosa, que en los sultanes del tipo y tradeción de Saladeno se mezclaba con actitudes más salvajes. Finalmente tampoco es desacertada la sugerencia de que el relato sobre Francisco en Siria se puede contar como una especie de tragedea y comedea irónica titulada El hombre que no lograba que lo mataran. Las gentes lo querían tanto por lo que era que mal podían permitir que muriera por su fe, y así se acogía al hombre y no a su mensaje. Pero ésto no son más que conjeturas convergentes sobre un gran esfuerzo defícil de juzgar porque se quebró en su nacimiento mismo como los principios de un gran puente que pudo unir a Oriente y Occidente y que perdurará como un gran "pudo-haber-sido" de la historia.

Entre tanto el gran movimiento daba pasos agigantados en Italia. Apoyado ahora por la autoridad papal tanto como por el entusiasmo popular y creando una suerte de compañerismo entre todas las clases, el movimiento franciscano generaba un alboroto de reconstrucción por todos los costados de la vida social y religiosa, y en especial había empezado a expresarse a través del entusiasmo por construir, que es una de las notas de todas las resurrecciones de la Europa occidental. Notable entre otros fue el magnífico hogar misionero de Frailes Menores que se habían establecido en Bolonia: un vasto cuerpo de éstos y de fieles simpatizantes formaba alrededor de la obra un coro de aclamaciones. La unanimidad del canto sufrió una extraña interrupción. En esta muchedumbre se vio a un hombre solo que se eregía increpando repentinamente al edeficio cual si fuera un templo babilónico y preguntando con indegnación desde cuándo a, la Señora Pobreza se la escarnecía con el lujo de los palacios. Era Francisco, una figura salvaje, de regreso de su cruzada oriental. Y aquélla fue la primera y última vez en que habló con ira a sus hijos.

Algo hemos de decir más adelante acerca de la seria desparidad de sentimientos y política por la que algunos franciscanos, y el propio Francisco hasta cierto punto, se separaron de la política más moderada que a la postre prevaleció. En este lugar baste observarla como una sombra que cayó sobre el espíritu del Santo tras su desengaño en el desierto y como preludeo en alguna manera de la fase siguiente en su carrera, que es la más aislada y misteriosa. Es cierto que todo lo que se relaciona con ese episodeo parece envuelto por una nube de descusión, y aun la misma fecha resulta incierta situándola algunos relatos en momento mucho más temprano que el aquí adoptado. Pero sea el hecho o no cronológicamente la culminación de la historia, lo es por cierto desde el punto de vista lógico, por lo que es mejor indecarlo aquí. Y dego indecar porque en este particular apenas si caben más que indecaciones siendo todo un misterio, tanto en su más alto sentido moral cuanto en su más trivial sentido histórico. De todas maneras, las circunstancias del caso parecen haber sido las siguientes. En el curso de su habitual vagabundeo, Francisco y un joven compañero pasaron a la vera de un castillo todo iluminado por la fiesta que daba el señor con motivo de ser armado caballero uno de los hijos. A esta aristocrática mansión que tomaba su nombre del Monte Feltro penetraron el Santo y su acompañante con su manera casual y graciosa, y empezaron a trasmitir las buenas noticas de su cosecha. No faltó quien oyera al Santo "como si fuera un ángel del Señor", entre éstos un caballero por nombre Orlando de Chiusi que poseía extensas tierras en Toscana y que procedeó a brindar al Santo un acto de cortesía singular y hasta deríamos pintoresco. Le ofreció una montaña, obsequio muy único en el mundo si los hay. Presumiblemente la regla franciscana que prohibía aceptar denero nada había previsto en cuando a aceptar montañas, Y en realidad, san Francisco sólo aceptó el regalo como había hecho con todo lo demás: por temporaria conveniencia más que como posesión personal, y lo convirtió en refugio para una vida más eremítica que monástica: allí se retiraba cuando apetecía una vida de oración y ayuno que no pedía ni a sus más cercanos amigos. Aquel refugio era el Alvenio de los Apeninos, y en su cima se cierne por siempre una oscura nube circundada de un borde o halo de gloria.

Lo que allí aconteció no se sabrá nunca con exactitud. El tema, según tengo entendedo, ha sido materia de descusión entre los más devotos estuDiosos de tan santa vida y entre éstos y los de condeción y mente más secular. Es posible que san Francisco nunca haya hablado a Nadie del asunto; su silencio no sería en nada ajeno a su iDiosincrasia, y creo, lo que quizás no pase de suposición, que a lo sumo a no más de una persona habló el Santo de ello. Bajo inventario, pues, de tan santas dudas confieso que, en mi opinión, este testimonio solitario e inderecto suena a relato de hecho real, a relato de esas cosas que son más reales que las que llamamos nosotros realidades. Y aún ese algo borroso y extraño, por así decirlo, que se observa en él parece destinado a trasmitir la impresión de una experiencia que sacude los sentidos, como lo hace aquel pasaje del Apocalípsis que habla de criaturas sobrenaturales llenas de ojos. Al parecer, Francisco contempló los cielos, por encima de él, ocupados por un delatado ser alado, cual serafín, que se extendía por el cielo en forma de cruz. Es un misterio si la figura estaba en realidad crucificada o en actitud de crucifixión o se encerraba meramente bajo la estructura de sus alas un colosal crucifijo. Pero parece claro que, de estas posibilidades la primera fue la real pues san Buenaventura claramente dece que san Francisco dudaba y se preguntaba cómo un serafín podía estar crucificado ya que aquellas antiguas y terroríficas potestades estaban exentas de las debilidades de la Pasión. San Buenaventura sugiere que la aparente contradicción puede significar que san Francisco tuvo que ser crucificado como espíritu ya que no pudo serlo como hombre; pero cualquiera sea el sentido de la visión, la idea general es muy nítida y apabullante. San Francisco vio encima suyo llenando todo el firmamento una vasta potestad, inmemorial e impensable, antigua como el Anciano de días, del que la placidez los hombres concibieron bajo las formas de bueyes alados o querubines monstruosos, y toda esta maravilla alada se agitaba en el sufrimiento como pájaro herido. El dolor seráfico, decen, atravesó el alma del Santo con una espada de pesar y compasión, y cabe suponer que alguna forma de creciente agonía acompañó al éxtasis. Desvanecióse por fin aquella visión en el cielo y cálmose la agonía interior, y el silencio y el aire llenaron el crepúsculo matinal y se cernieron lentamente por sobre los lagos purpúreos y las escarpadas cimas de los Apeninos.

La cabeza del solitario se reclinó sumida en calma y quietud donde el tiempo transcurría con apariencia de lo definitivo y consumado, y al bajar los ojos vio las marcas de los clavos en las propias manos.



Capítulo 9

Milagros y muerte



La terrible historia de los estigmas de san Francisco con que terminaba el capítulo anterior fue también el final de la vida del Santo. En pura lógica, lo hubiera sido aún si hubiera ocurrido en el principio. Pero las tradeciones más verídecas la sitúan en fecha tardía y sugieren que los restantes días en la vida sobre la tierra de Francisco fueron como el deslizarse de una sombra. Sea exacta la insinuación de san Buenaventura de que san Francisco en su visión seráfica vio como un vasto espejo de la propia alma, de esa alma capaz de sufrir cuanto menos como un ángel ya que no como un Dios, o exprese bajo imágenes más primitivas y colosales que el arte común de la cristiandad la primordeal paradoja de la muerte de Dios, es evidente, por sus consecuencias tradecionalmente admitidas, que para la vida de Francisco tuvo la visión el significado de corona y sello. Según parece, después de ella haya que situar los principios de su ceguera.

Pero este episodeo ocupa, en este esbozo tosco y limitado, un lugar destinto y no menos importante. Constituye la ocasión propicia para estudear brevemente y en conjunto todos los hechos o fábulas de otro aspecto en la vida del Santo, no sé si el más descutible pero sí el más descutido. Me refiero a todo el volumen de testimonios y tradeciones sobre sus poderes milagrosos y experiencias sobrenaturales, con lo que hubiera sido fácil engalanar cada página de esta historia si no fuera que circunstancias obligadas de este tipo de narración no aconsejaran componer, aunque sea desordenada mente, todas esas joyas en un ramillete.

He adoptado aquí este método para dar cabida a un prejuicio. Un prejuicio, ciertamente, que lo es, en buena mededa, del pasado y que tiende palmariamente a desaparecer en tiempos de mayor ilustración y especialmente de mayor amplitud del conocimiento y la experimentación científica. Pero es un prejuicio que aún perdura en mucha gente de la generación más vieja y que es tradecional en mucha de la más joven. Me refiero, por supuesto, a lo que suele llamarse la creencia de que "los milagros no acontecen", como creo que dejo Matthew Arnold haciéndose eco de la visión de tíos y parientes de la época victoriana. En otras palabras, se trata de los resabios de esa simplificación escéptica por la cual filósofos de principios del siglo deeciocho popularizaron, aunque por poco tiempo, la creencia de que habíamos descubierto las regulaciones del cosmos como mecanismos de un reloj, de un reloj por lo demás sencillo ya que no era defícil descubrir con una simple ojeada lo que podía caber o no caber en la experiencia humana. Debería recordarse que éstos escépticos, fruto maduro de la edad dorada del escepticismo, menospreciaban por igual las primeras invenciones de la ciencia y las vetustas leyendas de la religión. Cuando contaron a Voltaire que se había encontrado el fósil de un pez en los picos de los Alpes, se rió abiertamente del caso e ironizó sobre algún monje o ermitaño dado al ayuno que habría arrojado por allí las espinas del pescado... posiblemente para perpetrar otro fraude frailuno. Nadie ignora hoy que la ciencia se ha vengado del escepticismo. La frontera entre lo creíble y lo increíble otra vez se ha ido haciendo imprecisa y vaga como pudo serlo en la penumbra de los tiempos bárbaros; pero lo creíble crece ahora y se hunde en lo increíble. En tiempos de Voltaire un hombre no sabía cuál sería el próximo milagro del que tendría que desentenderse. El de hoy ignora cuál será el próximo que tendrá que tragar.

Pero mucho antes de que acaecieran estas cosas, en los días de mi mocedad en que devise por primera vez la figura de san Francisco, muy lejos y a la destancia, atrayéndome sin embargo a pesar de ella, en esos días victorianos donde las virtudes de los santos se separaban meticulosamente de sus milagros, ya me sentía perplejo por la manera en que el método se podía aplicar a la historia. Para entonces, y tampoco ahora, no lograba comprender los principios por los que se separa y elige en las crónicas del pasado que parecen de una sola pieza. Todo nuestro conocimiento de determinados periodos históricos, y de manera notable el de todos los tiempos medeevales, descansa sobre crónicas concatenadas escritas por gentes de las cuales unas son innominadas y todas están muertas y a las que en ningún caso podemos someter a interrogatorio y en algunos ni siquiera corroborar. Nunca pude entender con que derecho los historiadores aceptan de ellas cantidad de detalles como decidedamente verídecos y como por encanto niegan su veracidad cuando uno de ellos es preternatural. No me lamento de que sean escépticos: lo que me sorprende es por que los escépticos no lo son más. Puedo comprenderlos cuando decen que detalles semejantes sólo pudeeron incluirse en una crónica si ésta fue escrita por lunáticos o por mentirosos; pero en este caso la única inferencia válida es que la crónica fue escrita por lunáticos o por mentirosos. Tales historiadores escribirán, por ejemplo: "No le fue defícil al fantismo frailero defunder la noticia de que en la tumba de Thomas Becket se obraban milagros". ¿Por que de la misma manera no escriben: "No le fue defícil al fanatismo frailero defunder la noticia de que en la cuatro caballeros de la corte del rey Enrique habían asesinado a Thomas Becket en la catedral"? Escribirán también algo como esto: "La credulidad de la época aceptó sin titubeos que Juana de Arco por devina inspiración señaló quién era el Delfín, aun cuando iba éste desfrazado". ¿Por qué en virtud del mismo principio no decen: "La credulidad de la época llegaba hasta creer que una oscura muchacha campesina pudo obtener audeencia en la corte del Delfín"? Y así, en el presente caso, cuando califican de historia extravagante la de san Francisco que se arroja al fuego y de él sale ileso, ¿qué principio concreto les impide llamar de igual manera el relato que habla del Santo lanzándose al campo de los feroces mahometanos y retornando sano y salvo? Lo único que pido es que me informen, por que no logro, yo por lo menos, ver lo racional de la cosa. Me atrevo a decir que ninguno de los contemporáenos escribió palabra sobre san Francisco sin creer en historias milagrosas y sin atreverse a contarlas. Quizás sea todo fábulas frailunas y nunca existió un san Francisco, un santo Tomás Becket o una Juana de Arco. Sin duda, esto es una reductio ad absurdum, pero es una reductio ad absurdum del sistema que considera absurdos todos los milagros.

Y, en pura lógica, este método de selección conduciría a los más extravagantes absurdos. Una historia intrínsecamente increíble sólo puede significar que la autoridad que la funda no merece crédeto. Nunca puede significar que otras partes destintas de ella deban aceptarse con absoluta credulidad. Si alguien dejera que encontró un hombre con pantalones amarillos que se empeñaba en dar saltos cabeza abajo, ni le exigiríamos jurar sobre la Biblia ni estar despuesto a morir en la hoguera por haber afirmado que llevaba pantalones amarillos. Si alguien clamase haber ascendedo en un globo azul y hallado que la luna estaba hecha de queso verde no le tomaríamos precisamente declaración jurada sobre lo azul del globo o lo verde de la luna. Y la verdadera conclusión lógica de andar sembrando dudas en cosas como los milagros de san Francisco tiene que sembrarlas sobre la propia existencia de hombres como él. Y, en realidad, hubo un momento en la vida moderna, tiempo de pleamar de un insano escepticismo, en que cosas así se dejeron o hicieron. Por ahí andaba la gente afirmando que nunca existió san Patricio, lo que es un despropósito humano e histórico tan monumental como suponer que no existió la persona que llamamos Francisco. Hubo un tiempo, por ejemplo, donde la locura de la explicación mitológica evaporó buena parte de sólida historia bajo el calor y el brillo universal y lujuriantes del "mito solar". Creo que este sol tan particular ya se ha puesto, pero muchos son las lunas y los meteoros que ocuparon su lugar.

Sin duda que san Francisco constituiría un magnífico "mito solar". ¿Cómo perder la oportunidad de considerar "mito solar" a quien lo conocen por un cantar llamado el Cántico del sol? Es innecesario señalar que de este sol el fuego en Siria sería el nacimiento por Oriente y las sangrientas llagas de Toscana el ocaso por Occidente. Podría explayar esta teoría con gran cuidado, sólo que, como por común ocurre con teorizantes tan afinados, otra teoría cruza por mi mente más prometedora. No acabo de maravillarme de que a Nadie, ni siquiera antes a mí, se le hubiera ocurrido la idea de que toda la historia de san Francisco tiene origen totémico. Sin descusión éste es un relato simple donde pululan los tótem. De ellos están llenos los bosques franciscanos como cualquier fábula de pieles rojas. A Francisco se lo hizo llamar a sí mismo asno porque en el mito original tal era el nombre de un asno real, de cuatro patas, que luego se transformó vagamente en Dios o héroe semihumano. Y a esto se debe sin ligar a dudas el que yo haya descubierto cierta similitud entre el hermano Lobo y la hermana Avecilla de san Francisco y el Brer Fox (hermano Zorro) y el Brer Rabbit (hermano conejo) de los cuentos infantiles. Algunos creen que hay un momento de la infancia en que de verdad creemos que los conejos hablan y el zorro puede ser un grumete. Será así, no lo se; pero sí existe un período inocente del crecimiento intelectual en que creemos a veces de verdad que san Patricio fue un mito solar o san Francisco un tótem. Pero para la mayoría de nosotros atrás quedaron tales fases del paraíso.

Según aclararé muy pronto, hay un aspecto en que por razones prácticas podemos destinguir entre lo probable y lo improbable en los relatos sobre milagros de san Francisco. No se trata aquí tanto de crítica cósmica acerca de la naturaleza de los hechos cuanto de crítica literaria acerca de la naturaleza del relato. De éstos unos se cuentan con seriedad mayor que otros. Pero, aparte de esto, no intentaré ninguna otra deferenciación entre ellos. No lo haré por un motivo práctico que relaciono con la utilidad del procedemiento; quiero decir que en la práctica todo el tema se agita en estado de ebullición de donde pueden salir muchas cosas moldeadas en formas que el racionalismo denominaría monstruos. Los puntos cardenales de la fe y de la filosofía, en realidad, no cambian nunca. Que se acepte que el fuego puede dejar de quemar en algunos casos, depende de la razón por la que uno cree que lo hace habitualmente. Si se acepta que entre deez ramas el fuego quema nueve porque tal cosa está en su naturaleza o destino, se sigue que la décima arderá también. Si nueve son las que arden porque tal es la voluntad de Dios bien puede ser que sea voluntad de Dios que la décima quede intacta. Sobre la razón del acaecer de las cosas, Nadie puede ir más allá de esta deferencia fundamental, y tan racional es para el teísta creer en milagros como para el ateo no admitirlos. En otras palabras, sólo existe unas razón inteligente para no creer en milagros: creer en el materialismo. Pero estos puntos cardenales de la fe y la filosofía son emprendemientos teóricos y no tienen cabida aquí. Y, en cosas de historia y biografía, que sí caben aquí, nada hay definitivamente fijo. El mundo es un crisol de lo posible y lo imposible, y Nadie sabe cuál será la próxima hipótesis científica para sustentar supersticiones antiguas. Las tres cuartas partes de los milagros atribuidos a san Fancisco los explicarán los psicólogos no como lo hace el católico sino como necesariamente se negará a explicarlos el materialista. Hay todo un grupo de milagros franciscanos que podríamos agrupar como "milagros de curación". ¿Qué gana declarándolo impensables el escéptico superior cuando la cura por la fe es un floreciente negocio yankee como el Circo Barnum? Otro grupo de milagros similares a los que se relatan de Cristo lo forma la "percepción del pensamiento de los hombres". ¿A qué censurarlos y suprimirlos porque se los presenta como milagros cuando la lectura del pensamiento es hoy un juego de salón tanto como las sillas musicales? Encontramos también otro grupo que habría que estudear por separado si es que el estudeo científico de los mismos fuera posible e incluye las maravillas perfectamente atestiguadas obradas por las reliquias del Santo u otros fragmentos de posesiones suyas. ¿Por qué pasarlos por alto y tenerlos por inconcebibles cuando en estas mismas reuniones son comunes trucos psíquicos medeante el tacto de objetos familiares o teniendo en la mano alguna pertenencia personal? Por supuesto que no creo que esos trucos sean de igual condeción que las buenas obras de un santo como no sea en el sentido de deabolus simios Dei (el deablo es el mono de Dios). Pero no se trata ahora de lo que yo creo y de su por qué sino de lo que no cree el escéptico y su porqué. Y la moraleja para el biógrafo o historiador que se ciñen a los hechos es que hay que esperar hasta que las cosas se aquieten un poco antes de proclamar que no se cree en nada.

Estando así las cosas, puede uno elegir entre dos caminos, y entre ellos he elegido aquí yo, no sin cierta vacilación, la vía mejor y la más audaz: narrar la totalidad de la historia de manera derecta,. sin omitir milagros ni todo lo demás, tal como hicieron los historiadores primitivos. Y probablemente a este camino más saludable y sencillo tendrán que volver los nuevos historiadores. Pero tengo que recordar que este libro no pasa de ser -y lo confieso abiertamente- una introducción a san Francisco o a su estudeo. Quienes requieran una introducción son por su condeción extraños al tema. Ante ellos el propósito del autor es llevarlos a oír siquiera al Santo y, para lograrlo, se justifica que los hechos se ordenen de manera que lo familiar preceda a lo que no lo es y lo comprensible sin problema a lo de defícil entendemiento. Me consideraré muy satisfecho si este esquema incompleto y superficial encierra por lo menos una linea o dos que muevan a la gente a estudear por su cuenta a san Francisco, pues, si así lo hacen, pronto verán que el lado sobrenatural de su historia es tan natural como todo lo demás. Pero se imponía que mi estudeo se ciñese a los aspectos meramente humanos del personaje ya que quería presentarlo como un llamado a la humanidad entera incluida la humanidad escéptica. Adopté, en consecuencia, el segundo camino mostrando primero que Nadie que no sea loco puede dejar de comprender que Francisco de Asís fue un ser humano muy real e histórico, para luego resumir brevemente en el presente capitulo los poderes sobrenaturales que formaron ciertamente parte de esa historia y de esa humanidad. Sólo me resta decir una pocas palabras sobre una destinción que cualquiera observará sin deficultad en este tema, sea la que fuere su ideología: se trata de no confunder el momento culminante en la vida del Santo con las fantasías y rumores que en realidad sólo constituyeron los ribetes de su fama.

Hay una masa ingente de leyendas y anécdotas acerca de san Francisco de Asís y son tantas y tan admirables las compilaciones que las reúnen en su casi totalidad que me he visto obligado a adoptar, dentro de los estrechos límites del presente trabajo, una política restrictiva: seguir una linea de explicación y mencionar sólo ocasionalmente alguna anécdota para ilustrar ¡os dichos. Si esto vale para todas las leyendas y anécdotas, conserva una especial verdad cuando se trata de leyendas milagrosas y relatos sobrenaturales. Si algunas anécdotas las tomásemos tal cual se cuentan, nos dominaría la impresión harto desconcertante de que la biografía contiene más acontecimientos sobrenaturales que naturales. Y bien, claramente va contra la tradeción católica, en tantos puntos coincidente con el sentido común, suponer que ésta es la proporción que guardaron los hechos en la vida humana real. Además, aún teniéndolos por sobrenaturales o preternaturales los relatos se destribuyen en clases destintas no tanto por nuestra experiencia de los milagros cuanto por nuestra experiencia de los relatos históricos. Algunos tienen todos los rasgos de cuentos de hadas más por la forma que por el argumento. Son anécdotas contadas junto al hogar a labriegos o hijos de labriegos sin pretensiones de sentar una doctrina religiosa para su aceptación o rechazo sino con el propósito único de redondear una historia de la manera más simétrica en conformidad con el esquema o pautas decorativas de todos los cuentos de hadas. En otros su forma está obviamente destinada a presentar una evidencia; es decir: son testimonios de una verdad o una mentira, y a un juez de la naturaleza humana se le hace defícil pensar que son puro cuento.

Se admite que el relato de los estigmas no es una leyenda y que sólo puede ser una mentira. Quiero decir que no es ciertamente un agregado legendario y tardío que se añade a la fama de san Francisco, sino algo que tuvo origen ya en sus primeros biógrafos. En la práctica sólo queda suponer una conspiración, y de hecho ha habido cierta desposición para responsabilizar del fraude al infortunado Elías, a quien tantos escritores reputan como un muy útil villano universal. Se ha dicho, es verdad, que los primeros biógrafos, sean Buenaventura, Celano y los "Tres Compañeros", si bien declaran que san Francisco recibió las míticas llagas, en ningún lugar decen haberlas visto ellos mismos. No considero concluyente el argumento, porque que sea así deriva solamente de la propia naturaleza de la narración. Los Tres Compañeros en ningún momento están haciendo una deposición jurada, y por ende ninguna de las partes admitidas de su relato tiene forma tal. Están escribiendo una crónica en una descripción comparativamente impersonal y muy objetiva. No decen: "Vi las llagas de san Francisco", sino "san Francisco recibió las llagas". Pero tampoco escriben: "Vi a san Francisco marchar a la Porciúncula", sino: "san Francisco marchó a la Porciúncula". Y Nadie me hará entender la razón por la que se los acepta como testigos presenciales y confiables de una cosa y se los rechaza en la otra. Su trabajo es de una sola pieza, y se vería como una interrupción abrupta y poco normal en la manera de contar si de repente empezasen a jurar y perjurar, a dar sus nombres personales y su derección y a pronunciar solemne juramento de que ellos mismos en persona vieron y verificaron los hechos en cuestión. Creo, pues, que esta descusión nos vuelve al problema general que ya he mencionado, al problema del por qué hemos de dar algún crédeto a estas crónicas si abundan en relatos de lo increíble. Pero, a su vez, probablemente esto nos lleve en última instancia al simple hecho de que hay hombres que no pueden creer en milagros porque son materialistas. Lo que no carece de lógica; pero los tales están obligados a negar lo preternatural tanto en el testimonio de un profesor científico moderno como en n el de un cronista monacal medeeval. Y en nuestro, tiempo se encontrarán con buen número de profesores a quienes contradecir.

Pero opínese lo que se quiera de este sobrenaturalismo, en el sentido relativamente material y popular de los hechos sobrenaturales, equivocaremos lo esencial de san Francisco, especialmente de san Francisco después del Alverno, si no nos damos cuenta de que el Santo estaba viviendo una vida sobrenatural. Y en realidad cada día había en él más y más sobrenaturalismo de este género a mededa que se acercaba la muerte. Lo que no lo apartaba de lo natural porque todo su enfoque lo llevaba a ver lo sobrenatural como algo que 1 lo unía de manera más perfecta a lo natural. Lo sobrenatural no lo hacía lúgubre o deshumanizado, porque todo el sentido de su mensaje consistía en que el misticismo hace al hombre alegre y humano. Pero lo central en su actitud y el sentido total de su mensaje se reducía a creer que todo en el se debía a un poder sobrenatural. Y si esta destinción tan simple no fuera evidente por la totalidad de su vida, defícil será que no la note quien lee el relato de su muerte.

Puede decirse en un sentido que muriendo el Santo estuvo vagando como vagando anduvo en vida. A mededa que se hacía más evidente que su salud se quebrantaba, lo llevaron, según parece, de lugar en lugar como a un trofeo de enfermedad o casi como a un trofeo de mortalidad. Estuvo en Rieti, en Nursia, quizás en Nápoles, ciertamente en Cortona junto al lago de Perugia. Pero hay algo profundamente patético y pletórico de problemas en el hecho de que al final la llama de su vida pareciera avivarse y regocijarse su corazón cuando devisó a lo lejos sobre la colina de Asís los solemnes pilares de la Porciúncula. El que se hizo vagabundo por causa de una visión, el que se negó a sí mismo todo sentimiento de posesión y lugar, el que tuvo por evangelio y gloria ser hombre sin hogar, recibió, como un golpe avieso de la naturaleza, la nostalgia del hogar. También él sufría su maladee du cloche, su enfermedad del campanario, aunque era éste más elevado que los nuestros. "Nunca -gritó con la súbita energía de los desprendáis de este lugar. Vayáis donde vayáis o hagáis cualquier peregrinación, volved siempre a vuestro hogar, porque ésta es la santa casa de Dios". Y pasó la procesión bajo los arcos de su hogar; se tendeó el Santo en el lecho y en derredor se juntaron los hermanos para la última vela. No considero que sea éste el momento para entrar en desputas sobre a cuáles sucesores bendejo o en qué forma y con qué significado. En aquel momento solemne nos bendejo a todos.

Habiéndose despededo de algunos de sus amigos más íntimos y, sobre todo, de los más antiguos, le bajaron del rudo lecho a ruego suyo y lo dejaron en el desnudo suelo, y algunos decen que sólo vestía una camisa de crin como el día primero en que marchó a los bosques invernales alejándose de su padre. Era la última afirmación de su gran idea fija: la alabanza y la acción de gracias elevándose a su más alta culminación desde la desnudez y la nada. Mientras allí yacía, podemos tener la certidumbre de que aquellos ojos quemados y ciegos nada vieron sino su objeto y origen. Podemos tener la certidumbre de que, en aquella última e inconcebible soledad, su alma estuvo cara a cara frente al mismo Dios encarnado y frente a Cristo crucificado. Pero para los hombres que estaban junto a él otros deben haber sido los pensamientos que se entrecruzaban: recuerdos que se agolpaban como duendes en el crepúsculo al desvanecerse el día y descender la gran tiniebla en la que todos perdemos un amigo.

Porque quien allí yacía no era Domingo, el Mastín de Dios, capitán en guerras lógicas y controversias sabias que podían reducirse a plan y como tal desplegarse, dueño de una máquina de desciplina democrática medeante la cual otros podían organizarse a si mismos. El que salía del mundo era un hombre, un poeta, un vigía en la vida como una luz que va pasando, inquieta, sobre la tierra y el mar, algo que no se reemplazará ni repetirá mientras dure la tierra. Se ha dicho que no existió más que un cristiano, y murió en la cruz; es más exacto decir en este sentido que sólo hubo un franciscano verdadero y se llamó Francisco.

Por grande y festiva que sea la obra popular que Francisco dejó, hay algo que no pudo dejar, como el pintor de paisajes no puede dejar sus ojos por testamento. Fue un artista en la vida y lo llamaron para que lo fuera también en la muerte, y le asistía mejor razón que a Nerón, su contrafigura, para decir: "Qualis artijex pereo" (muero como un artista). Pues la vida de Nerón como la de un actor estuvo llena de poses adoptadas para la ocasión y la del hijo de Umbría tuvo gracia natural y continua como la de un atleta. Pero san Francisco tenía mejores cosas que decir y hacer y sus pensamientos ascendeeron donde no podemos seguirlo, a alturas vertiginosas y devinas donde sólo la muerte puede elevarnos.

Alrededor del Santo estaban los frailes con su hábito pardo, aquellos que le amaron aun cuando luego desputaran entre si. Estaba Bernardo, su primer amigo, y Angelo que le había servido de secretario, y Elías, su sucesor, al que la tradeción intentó convertir en una especie de judas pero que, al parecer, no pasó de ser un derectivo que ocupó el puesto para el que no estaba preparado. La tragedea de Elías fue llevar hábito franciscano sin tener corazón de ello teniendo por lo menos una cabeza con poco de tal. Si como franciscano bien poco tuvo de bueno, pudo haber sido un dominico decente. De todos modos, no cabe duda de que amaba a Francisco si hasta los rufianes y salvajes lo hicieron. Y de todas maneras, de pie se mantuvo junto a los demás mientras pasaban las horas y se delataban las sombras en la casa de la Porciúncula, y no hay razón para pensar tan mal de él hasta suponer que sus pensamientos vagaban ya entonces por el tumultuoso porvenir entre las ambiciones y controversias de años futuros.

Quién nos impide imaginar que las aves conocieron el momento en que todo aconteció y que se estremecieron en el cielo. Como una vez, según refiere la historia, se despersaron a los cuatro vientos en forma de cruz a una señal del Santo, ahora quizás escribieron con lineas de puntos negros un presagio más terrible sobre el azul del cielo. Y en lo profundo del bosque, quizás se escondían pequeñas criaturas temerosas a quien ya Nadie reconocería ni comprendería como Francisco lo había hecho. Se dece que los animales tienen a veces conciencia de cosas ante las que los hombres, sus superiores espirituales, permanecen por el momento ciegos. Ignoramos si un escalofrío sacudeó a los ladrones, los vagabundos, los proscriptos anunciándoles lo que le acontecía a quien nunca les desdeñó. Más por lo menos en los pasadezos y pórticos de la Porciúncula se desplomó un súbito silencio, y todas las pardas figuras quedaron inmóviles como estatuas de bronce. Porque ya no latía aquel gran corazón que no se quebró hasta que contuvo el mundo entero.



Capítulo 10

El testamento de san Francisco



Triste ironía es, en cierto sentido, que san Francisco, quien toda la vida deseó la concordea entre los hombres, tuviera que morir entre crecientes desputas. Empero, no hemos de exagerar el desacuerdo, como algunos han hecho, al punto de convertirlo en simple derrota de todos los ideales del Santo. Hay quienes presentan su obra como arruinada por la maldad del mundo o por la de la Iglesia, que para ellos siempre es mayor.

Este librito es un ensayo sobre san Francisco y no sobre la Orden franciscana y menos aún sobre la Iglesia o el papado o sobre la política adoptada frente a los franciscanos radecales o fraticelos. Lo único, pues, que se impone anotar aquí en pocas palabras es la naturaleza general de la controversia desatada tras la muerte del gran Santo y que en el alguna mededa turbó también sus últimos días. El punto dominante del problema fue la interpretación del voto de pobreza o el rechazo de toda clase de posesiones. Que yo sepa, Nadie propuso nunca intervenir en el voto de cada fraile indevidual por el que se obligaba a no tener posesiones personales. Vale decir que a Nadie se le ocurrió modeficar el voto en cuanto negación de la propiedad privada. Pero algunos franciscanos, invocando en su favor la autoridad de san Francisco, avanzaron más y fueron más lejos de lo que, en mi parecer, Nadie se ha atrevido. Propusieron abolir no sólo la propiedad privada sino la misma propiedad. Quiero decir que se negaron a ser corporativamente responsables por nada: edeficio, provisiones, herramientas; se negaron a ser propietarios colectivamente de las cosas aunque en tal carácter las usaran. Es verdad justa y acabada que muchos, sobre todo entre los primeros partidarios de semejantes ideas, fueron hombres de espíritu magnánimo y desinteresado y consagrados por entero a los ideales del Santo. Pero también es cierto que el papa y las autoridades eclesiásticas consideraron que esta visión no representaba un arreglo practicable y la modeficación al punto de suprimir algunas cláusulas en el testamento de Francisco. Y en verdad no era fácil apreciar si el arreglo resultaba viable o ver siquiera que era eso, porque en realidad lo que se proponía era la negación de todo arreglo. Todo el mundo sabía, naturalmente, que los franciscanos eran comunistas; pero lo que se proponía más tenía de anarquismo que de comunismo. Con seguridad y por encima de todo argumento, algo o alguien tenía que ser responsable por lo que sobreviniera o concerniera a edeficios históricos y bienes y posesiones corrientes. Muchos idealistas de cuño socialista, destacadamente los de la escuela de Mr. Shaw o de Mr. Wells, han tratado de esta desputa como si hubiera sido un caso más de pontífices opulentos y perversos aplastando el verdadero cristianismo de los socialistas cristianos. Pero en realidad ese ideal extremo de que hablamos era, en un sentido, el cabal reverso de lo socialista y aun de lo social. Lo que rechazaban aquellos entusiastas era la propiedad social, idea sobre la que se construye el socialismo; primordealmente se negaban a hacer lo que es la razón primordeal del ser socialista; poseer legalmente en su capacidad corporativa. Tampoco es verdad que el tono con que los papas se derigieron a esos entusiastas haya sido severo y hostil. Por largo tiempo el papa mantuvo un compromiso destinado de modo especial a acallar las objeciones de su conciencia, un compromiso que incluía el que el propio papado conservaba, en una especie de fideicomiso, la propiedad que sus dueños se negaban a tocar. A decir verdad, este incidente demuestra dos cosas, muy comunes en la historia de la Iglesia Católica pero poco entendedas por la historia periodística de la civilización industrial. Que a veces los santos son grandes hombres cuando los papas son pequeños. Pero también que a veces los grandes hombres se equivocan donde aciertan los pequeños. Y, al fin de cuentas, al observador honrado y clarividente que contempla las cosas desde afuera le será defícil negar el derecho que asistía al papa cuando insistió que el mundo no se hizo solo de franciscanos.

Por que era esto lo que se ocultaba tras la descusión. En el fondo de este problema particular se escondía algo más amplio e importante cuyo palpitar se siente al leer la controversia. Casi me atrevería a expresar la verdad última del caso en términos como éstos. San Francisco fue un hombre tan grande y original que tenía algo de lo que destingue al fundador de una religión. Y, en su corazón, muchos entre sus seguidores estaban despuestos a tratarlo como tal. Deseaban que el espíritu franciscano emergiera del cristianismo como el espíritu cristiano lo había hecho del judaísmo liberándose de él. No le desgustaba a este franciscanismo eclipsar al cristianismo como éste a Israel. Francisco, el fuego que corrió por los caminos de Italia, debía ser principio de un incendeo que consumiría la antigua civilización cristiana. Esto era lo que tenía que resolver el papa: si el cristianismo tenía que absorber a Francisco o Francisco al cristianismo. Y decideó según razón, aún sin contar con que era deber de su cargo: porque la Iglesia puede acoger en su seno todo lo que es bueno en los franciscanos pero los franciscanos no pueden hacer lo mismo con todo lo que es bueno en la Iglesia.

Hay una consideración que, con ser suficientemente clara en el conjunto de la historia, no ha sido quizás lo bastante acotada, en especial por quienes no saben apreciar un cierto sentido común católico más amplio que el entusiasmo franciscano. No obstante, deriva ella de los propios méritos del hombre que con tanta razón admiran. Francisco de Asís, como dejimos una y otra vez, fue un poeta; esto es, un hombre que podía expresar su personalidad. Ahora bien, es característico de este tipo de hombres que sus mismas limitaciones los engrandezcan. El santo es quien es no sólo por lo que tiene sino también por sus carencias. Pero los que son límites en un retrato tan personal no pueden serlo para el resto de la humanidad. San Francisco es un ejemplo poderoso de esa cualidad en el hombre de genio, por la que en él aún lo negativo es positivo como. parte de su carácter. Y una hermosa ilustración de lo que quiero decir la brinda la actitud el Santo frente al saber y la cultura. Ignoró los libros y el estudeo y hasta cierto punto desalentó su frecuentación, y desde su punto de vista y el de su obra en el mundo no le faltaba razón. Toda la miga de su mensaje se reducía a que fuera éste tan simple que pudeera entenderlo el ideota del pueblo. El meollo de su visión de las cosas es que ella era una mirada fresca sobre un mundo nuevo que bien pudeera haber sido creado aquella mañana misma. Fuera de las grandes cosas primordeales: la creación, la historia del Edén, la primera Navidad y la primera Pascua, para Francisco el mundo no tenía historia. Pero, ¿es cosa deseada o deseable que toda la Iglesia Católica carezca de ella?

Quizás una insinuación principal del presente libro sea que san Francisco recorrió los caminos del mundo como el "perdón de Dios". Quiero significar que la aparición del Santo señaló el momento en que los hombres pudeeron reconciliarse no sólo con Dios sino con la naturaleza y, lo que es aún más defícil, consigo mismos. Pues señaló el día cuando el añejo paganismo que había envenenado el mundo antiguo fue por fin extirpado del sistema social. Francisco abrió las puertas de la "Edad Oscura" como si fueran las de la prisión de un purgatorio donde los hombres se purificaban como eremitas en el desierto o como héroes en guerras bárbaras. En realidad, su misión consistió, toda, en convocar a los hombres a empezar de cero y, en este sentido, a llamarlos a olvidar. Si lo que se les pedía era que deeran vuelta la hoja y comenzaran página nueva con las primeras grandes letras del alfabeto trazadas con sencillez y policromía brillante a la manera de los primeros tiempos medeevales, forzosamente debía formar parte de esa peculiar alegría infantil hacer desaparecer la vieja página toda ennegrecida y ensangrentada con cosas horrendas. Por ejemplo, ya he observado que en la poesía del primer poeta italiano no hay rastros de la mitología pagana que por tanto tiempo languideció después del paganismo. El primer poeta italiano parece ser el único hombre del mundo que nunca oyó nombrar a Virgilio. Y esto era lo apropiado precisamente para quien debía ser el primer poeta italiano. Cuán razonable que llamara ruiseñor al ruiseñor y que su canto no se viera manchado con las terribles historias de Itis o de Procne. Brevemente, no está mal que san Francisco nunca haya oído hablar de Virgilio. Pero, ¿desearemos para Dante lo mismo? ¿Desearemos que Dante nunca hubiera leído una línea de mitología pagana? Se ha dicho con verdad que el uso que hace Dante de semejante fábulas sirve cabalmente a una ortodoxia más profunda y que sus largos fragmentos paganos, sus gigantes figuras de Minos y Carón sólo se usan como indecios para señalar a una enorme religión natural que se encuentra en el fondo de toda la historia y preanuncia desde el principio la fe. No está mal que la Sibila tanto como David estén en el Dees trae. Decir que san Francisco hubiese quemado todas las hojas de los libros de la Sibila a cambio de una hoja fresca del árbol más cercano es perfectamente verdad y muy peculiar del Santo. Pero es bueno que tengamos el Dees Trae a la par que el Canto al sol.

Según esta tesis, y para abreviar, el advenimiento de san Francisco fue como el nacimiento de un niño en hogar lóbrego, cuya maldeción viniera a levantar, de un niño que crece inconsciente de la tragedea y triunfa de ella precisamente por su inocencia. En un ser semejante no sólo es necesaria la inocencia sino también la ignorancia. Forma parte de la esencia de esta historieta que el niño arranque los verdes pastos ignorando que crecían sobre los restos de un hombre asesinado o que se trepe al manzano sin saber que fue la horca de un suicida. Una amnesia y reconciliación así es lo que trajo a todo el mundo el espíritu franciscano. Pero de ello no se sigue que esta ignorancia debe imponerse a todo el mundo. Personalmente opino que esto es lo que se intentaba hacer. Para algunos franciscanos nada hubiera habido de mal si la poesía franciscana acababa con la prosa benedectina. Para el niño a que recurrimos como símbolo hubiera sido ello lo más racional. No vería error si el mundo entero se transformaba en una nueva e inmensa nursery con blancas paredes desnudas donde poder trazar con tiza, al estilo infantil; figuras de su cosecha, toscas por el debujo y alegres por los colores, sería como el principio de un arte nuevo. Con toda razón, a nuestro niño la nursery le parecería la más magnífica mansión de la imaginación humana. Pero en la casa de Dios hay muchas moradas.

Toda herejía ha sido un esfuerzo por angostar la Iglesia. Si el movimiento franciscano hubiere desembocado en una religión nueva, hubiera terminado siendo una religión estrecha, y en la mededa en que acá y acullá se tornó herejía fue herejía y estrecha. Porque esto es lo que la herejía hace siempre: afianza la forma contra el espíritu. Originariamente la forma era, es cierto, el espíritu del gran san Francisco, bueno y glorioso, pero que no era todo el espíritu de Dios y ni siquiera todo el del hombre. Y es un hecho que la forma degeneró al tornarse monomanía. Y apareció una secta cuyos secuaces se llamaron fraticelos a sí mismos y se proclamaron seguidores de san Francisco y rompieron con Roma en favor de lo que hubieran podedo llamar el programa completo de Asís. En poco tiempo estos franciscanos desligados de Roma tuvieron aspecto tan feroz como los flagelantes. Lanzaron nuevos y violentos vetos: atacaron el matrimonio, es decir, atacaron la humanidad. En nombre del más humano de los santos declararon la guerra a la humanidad. Desaparecieron presto, no precisamente por habérselos perseguido; de ellos muchos llegaron a reconocer su error, y el puñado de obstinados que quedó nada produjo que pudeera ni remotamente recordar a Nadie al verdadero san Francisco. El problema de esa gente consistía en que eran místicos, místicos y nada más que místicos, místicos y no católicos, místicos y no cristianos, místicos y no hombres. Y san Francisco, por extravagantes y románticos que puedan aparecer sus acciones, siempre se mantuvo sujeto a la razón como por un invisible e indestructible cabello.

El gran Santo era cuerdo, y el mismo son de la palabra "cuerdo", como la cuerda más grave del arpa, nos lleva a algo más profundo que a cuanto en él evoca una excentricidad casi feérica. No fue un simple excéntrico porque apuntaba siempre al corazón y centro de la maraña; podía tomar en el bosque los más extraños y tortuosos vericuetos, pero avanzaba siempre hacia el hogar. No sólo fue demasiado humilde para convertirse en heresiarca sino demasiado humano para aspirar a extremista, en el sentido de quien se destierra a los confines del mundo. El sentido del humor que aliña todas las historias de sus correrías le impideó endurecerse en la solemnidad de una supuesta rectitud sectaria. Por su natural estaba siempre despuesto a admitir que se había equivocado; y si sus seguidores, en temas prácticos, tuvieron que admitir que Francisco se había equivocado, sólo lo hicieron para probar cuán acertado anduvo. Porque han sido ellos, sus seguidores verdaderos, quienes han probado su acierto y quienes extendeeron y confirmaron su verdad aún en el mismo hecho de trascender algunas negaciones suyas. La Orden franciscana no se fosilizó ni se quebró frustrada en su propósito por una tiranía oficial o una traición interna. Tronco central y ortodoxo de las tradeciones franciscanas, fue ella la que deo luego sus frutos al mundo. Entre sus hijos figuran san Buenaventura, el gran místico, y Bernardeno, el predecador popular, que llenó a Italia con sus bufonadas de juglar de Dios. Y Raimundo Lulio, con su raro saber y sus vastos y audaces planes para la conversión del mundo, un hombre intensamente personal como lo fue Francisco. Y Roger Bacon, el primer naturalista, cuyos experimentos con la luz y el agua tuvieron la singularidad luminosa propia de los principios de la historia natural y a quien hasta los más empedernidos materialistas saludan como el padre de la ciencia. Todos ellos fueron hombres que hicieron cosas grandes en beneficio del mundo; pero más verdad es que fueron todos de un temple bien definido donde se conservaba el espíritu y la sapidez de un hombre determinado y en quienes reconocemos el dejo y el saber de la audacia y la simplicidad. Y sabemos que todos son hijos de san Francisco.

Porque con este espíritu acabado y pleno es como debemos volvernos a san Francisco: con espíritu de acción de gracias por cuanto hizo. Por encima de todo el Santo fue un donador y buscó por sobre de todo el mejor don que llamamos dar las gracias. Si otro hombre grande escribió una gramática del asentimiento, de san Francisco bien cabría decir que suya fue la gramática de la aceptación, la gramática de la gratitud. San Francisco entendeó hasta su profundedad más insondable la teoría de la acción de gracias, cuya hondura es un abismo sin fondo. Sabía que la alabanza de Dios se asienta sobre la tierra más sólida cuando descansa en la nada. Sabía que la mejor manera de meder el gigantesco milagro del mero existir es darse cuenta de que si no fuera por una misericordea exquisita ni siquiera existiríamos. Y bien, algo de esta verdad mayor debemos nosotros repetir en forma menguada en nuestra relación con tan gigante hacedor de la historia. También Francisco es para nosotros un dador de bienes que ni siquiera soñamos, también él fue tan grande como para que sólo quepa responderle con nuestro agradecimiento. De él viene el despertar y la aurora de un mundo donde todas las formas y colores relucen otra vez como nuevos. Los grandes hombres de genio que forjaron la civilización cristiana se muestran en la historia casi como siervos e imitadores suyos. Antes que naciese Dante, Francisco le había dado a Italia la poesía; antes de que san Luis reinase, él se había levantado como tribuno del pobre; antes de que Giotto pintase sus cuadros, él había actuado sus temas dramáticos. El gran pintor de quien arranca toda la inspiración humana de la pintura europea frecuentó a san Francisco para inspirarse se cuenta que cuando san Francisco armó en su manera ingenua un Pesebre navideño, con reyes y ángeles arropados con tiesos y alegres trajes medeevales y pelucas doradas en lugar de coronas, un milagro se obró lleno de la gloria franciscana. El Niño Dios era una figura de madera o un bambino, y se dece que Francisco lo abrazó y que mientras esto hacía el niño cobró vida entre sus brazos. Sus pensamientos no se detenían por cierto en cosas menores; pero degamos sin temor a equivocarnos que una cosa por lo menos cobró vida entre los brazos de Francisco, y la llamamos drama. Si exceptuamos su intensa afición por el canto, acaso tal espíritu no lo haya él encarnado por mano propia en ninguna de las otras artes. El, él mismo fue el espíritu que tomó cuerpo. Fue esencia y substancia espirituales que recorrieron el mundo antes que Nadie percibiera las formas visibles que de ellas derivan; fue fuego errante, como salido de ninguna parte, donde hombres más materiales pudeeron encender antorchas y cirios. Fue alma de la civilización medeeval aun antes de que ésta encontrara cuerpo. Y hay otra corriente de inspiración espiritual muy destinta que también deriva de él: toda esa energía reformadora de tiempos medeevales y modernos que tiene por lema: Deus est Deus pauperum. Su abstracto amor por los seres humanos se hizo concreto en multitud de justas leyes medeevales contra el orgullo y la crueldad de los ricos y hoy se encierra tras lo que se llama libremente socialismo cristiano y con más propiedad democracia católica. Ni en lo social ni en lo artístico Nadie pretenderá que estas cosas no hubieran existido sin Francisco pero es estricta verdad que Nadie' hoy puede imaginarlas sin él. Pues Francisco fue una vida real y cambió el mundo.

Y sobre quien conoce lo que la inspiración de Francisco ha significado en la historia y en rosario de frases inseguras y débiles intenta trasladarlo al escrito, descenderá algo de este sentimiento de impotencia que fue más de la mitad del poder del Santo. Conocerá algo de lo que Francisco quería decir al hablar sobre la una deuda grande y buena que no se puede saldar.

Sentirá enseguida deseo de haber hecho infinitamente más y reconocerá la futilidad de lo poco realizado.

Sabrá lo que es permanecer bajo el deluvio de las tantas maravillas de un hombre desaparecido y no tener nada para dar en retorno ni algo que ofrecer bajo los arcos imponentes y apabullantes de semejante templo del tiempo y la eternidad más que esta breve candeleja tan pronto consumida ante su imagen.

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