Por Walter Otto
Introducción
¿No nos importan ya nada los dioses griegos?
Admiramos las
grandes obras de los griegos, su arquitectura, plástica, poesía, filosofía y
ciencia.
Somos conscientes de que ellos son los fundadores del espíritu europeo
que, desde tantas generaciones, a través de renacimientos más o menos
pronunciados, una y otra vez vuelve hacia ellos. Reconocemos que, a su manera,
han creado casi por doquier obras ejemplares, insuperables y válidas para todos
los tiempos. Homero, Píndaro, Esquilo y Sófocles, Fidias y Praxíteles, por no
mencionar sino unos pocos, aún para nosotros son nombres de alto prestigio.
Leemos a Hornero como si hubiese escrito para nosotros, emocionados contemplamos
las estatuas y los templos de los dioses griegos, conmovidos seguimos el
grandioso acontecer de la de la tragedia griega.
Pero los dioses mismos, de cuya existencia nos hablan
estatuas y santuarios, los dioses cuyo espíritu vibra en toda la poesía de Hornero,
los dioses glorificados en los cantos de Píndaro, que en las tragedias de
Esquilo y Sófocles ponen norma y meta a la existencia humana, ¿realmente ya no
nos importan nada?
¿Dónde estará entonces el error, en ellos o en nosotros?
¿No tenemos que decirnos que las obras imperecederas nunca
hubieran sido lo que son sin los dioses, sin esos mismos dioses griegos que, al
parecer, ya no nos importan? ¿No era acaso su espíritu, y ningún otro, el que
despertó fuerzas creadoras cuyas obras, aún después de milenios, nos elevan el
corazón, más aún, nos llenan de sentimientos de devoción? Pero entonces, ¿cómo
puede ser que ya no nos importen? ¿Cómo podemos conformarnos con el juicio
general de que hayan nacido de una ilusión primitiva y que se merecen un cierto
interés solo en un nivel de evolución donde parecen acercarse un tanto a
nuestra fe en lo Divino pero en un nivel en que, por cierto, ya no despiertan
fuerza creadora alguna?
Ésta ha sido efectivamente la actitud de la filosofía hasta
el día de hoy. Doctrinas de redención, ideas de inmortalidad, iniciaciones
mistéricas y fenómenos similares, que hablan vivamente de la religiosidad
moderna, se estudian con una seriedad sagrada, aunque no se puede negar que
eran desconocidos para los representantes de la cosmovisión de la antigua
Grecia desde Homero hasta Píndaro y los trágicos.
Pero el prejuicio es tan
poderoso, que ese desconocimiento se considera como un defecto lamentable y
realmente propio de un pensamiento inmaduro, cuyos errores han de encontrar su
explicación en la historia de la inteligencia humana.
Así sucede que el admirador de la poesía y del arte griegos
se le escapa otra cosa no menos valiosa, más aún, la más valiosa de todas. ¡Ve
ante sí las formas de la creación humana, pero nada llega a saber de la augusta
forma que se escondía detrás de ella dándoles la vida: la divina!
Lo divino sólo puede ser vivenciado
En este libro seguiremos el camino opuesto. Los méritos de
la investigación científica de las generaciones pasadas son innegables. Su
diligente colección y clasificación nos ha proporcionado un material de datos
del cual no disponían las épocas anteriores. Pero, a pesar de ese aparato de
erudición y perspicacia, el resultado es ínfimo. Acerca de la esencia de las
ideas religiosas de la antigua Grecia no nos han dicho más de lo que ya
sabíamos, o sea lo que no era. No era de la naturaleza de la religión
hebreo-cristiana.
Por el contrario, era precisamente lo que ésta aborrecía,
vale decir, politeísta, antropomórfica, naturalista, no del todo moral, en una
palabra: "pagana". Pero, a diferencia de todas las demás religiones
paganas, era griega. Casi nunca se ha osado preguntar en serio lo que esto
significa. Dada la llamativa hermosura de las formas divinas, se creía poder
hablar de una "religión artística" o sea, pues, de una religión que
en el fondo no era tal.
Y causaba extrañeza que épocas tan grandiosas como la
homérica y las que le seguían pudieran conformarse con una fe que abandonara
tan completamente el alma humana en sus penas y nostalgias más profundas. Pues
¿qué podían ser para ella esos dioses, ninguna de los cuales era Dios en el
sentido verdadero de la palabra?
Nosotros, empero, opondremos al prejuicio general otro menos
superficial, o sea que los dioses no pueden ser inventados, ni ideados, ni
representados, sino únicamente vivenciados.
A cada especie del género humano, lo Divino se le ha
revelado a su manera, dando forma a su existencia y haciendo de ella lo que
debía ser. Así también los griegos deben haber recibido su propia experiencia
de lo Divino. Y cuando más apreciamos sus obras, tanto más importante ha de ser
para nosotros preguntar cómo, precisamente, se les habrá ofrecido a ellos lo
Divino. Y cuando más apreciamos sus obras, tanto más importante ha de ser para
nosotros preguntar cómo, precisamente, se les habrá ofrecido a ellos lo Divino.
Las cosas celestiales y terrestres –escribe Goethe a Jacobi-
constituyen un imperio tan vasto que solo los órganos de todos los seres en
conjunto son capaces de aprehenderlo. ¿Cómo podía, pues, faltar en el gran coro
de la humanidad la voz del más espiritual y productivo de todos los pueblos? Y
es bien perceptible esa voz, si solo queremos escuchar lo que los grandes
testigos a partir de Homero tienen para decirnos.
Pero, antes de entrar en materia, cabe decir algo más acerca
de los prejuicios reinantes. Tenemos que someter a una breve interpretación las
actitudes y teorías que siguen obstruyendo a la verdadera comprensión de la
religión griega.
¿A qué se debe el desprecio por el mundo divino de los
griegos?
¿Por qué se desprecia tanto el mundo de los antiguos griegos
el cual, es cierto, se estudia con tesón científico como objeto de interés
arqueológico, pero sin pensar que más allá de ellos podría tener un sentido y
un valor que, como todo lo grande del pasado, también a nosotros podría darnos
algo?
La razón principal arraiga, naturalmente, en la victoria de
una religión que –en oposición a la tolerancia de todas las anteriores- se
considera poseedora de una verdad, de modo que las representaciones de todas
las demás, sobre todo de la griega y la romana, que hasta entonces reinaban en
Europa, solo pueden ser erróneas y execrables.
A ello se agrega el hecho de que los elocuentes paladines de
esa fe siempre han juzgado la religiosidad de los antiguos en función de sus
manifestaciones más turbias.
Si antes llamamos la atención sobre la incomparable fuerza
creadora de la idea divina griega, en este lugar deberíamos oponer aun al
juicio condenatorio de los cristianos el hecho de que las grandes épocas del
paganismo griego (y también del romano) han sido indudablemente más piadosas
que las cristianas. Esto significa que la idea de la Divinidad, de lo que nos
ha dado y de lo que le debemos, compenetraba entonces mucho más poderosamente
la existencia humana en general. El oficio divino y la vida profana no estaban
tan divorciados una de otra que al primero solo le pertenecieran ciertas
ciertos días y horas, mientras que los asuntos mundanos podían ocupar podían
ocupar toda la extensión que querían, siguiendo sus propias leyes. Un ejemplo
clásico de ello nos lo ofrece la poesía, con la diferencia entre la obra de
Homero y el Cantar de lo Nibelungos, diferencia sobre la cual Goethe escribió a
Henriette von Knebel en una carta del 9 de noviembre de 1808 lo que sigue:
"que en aquellas épocas [vale decir, las medievales] había reinado el
verdadero paganismo, aunque tenían usos y costumbres eclesiásticos; porque
Homero ha tenido relación con los dioses, mientras que en esa gente no se halla
ni vestigio de reflejo celestial alguno".
Con todo, lo santiguos cristianos, por más que condenaran a
las religiones antiguas, eran mucho más realistas que sus ilustrados
descendientes.
Tomaban a los dioses griegos más en serio de lo que juzga
conveniente la ciencia moderna.
Ya que no correspondían al único concepto verdadero de Dios,
por lo menos tenían que ser poderes demoníacos, es decir, realidades a pesar de
todo. Y así han conservado hasta nuestros días un cierto prestigio, como seres
misteriosos de seductora atracción, con los cuales la fantasía se entregaba a
un juego más o menos serio.
"Hermosos seres del país de las fábulas"
Las épocas de la Ilustración y del Clasicismo alemán gozaban
con la hermosura de las figuras de los dioses griegos y con la riqueza
inagotable de sus mitos. Pero eran para ellas "seres hermosos del país de
las fábulas", según las llama el joven Schiller en su poema Los dioses de
Grecia, seres que, para dolor del poeta, no pueden resistir la crítica del
intelecto. Son contados los casos en que uno de los Olímpicos se presenta en
toda su augusta grandeza ante los ojos de un poeta, tal como el Apolo Pítico
ante el joven Goethe en el Wanderers Sturmlied ("Canción de tormenta del
peregrino"):
"¡Weh!
¡Weh! Innere Wärme,
Seelenwarme,
Mittelpunkt!
Glüh´entgegen
Phoeb´
Apollen;
Kalt wird
sonst
Sein
Fü´rstenblick
Über dich
vorü´bergleiten,
Neidgetroffen
Auf der
Ceder Kraft verweilen,
Die zu grüner
Sein nicht harrt.
[Oh, ardor íntimo,
psíquica lumbre,
oh, punto medio de la creación!
Tu llamarada lánzale a Febo,
verás cuán fría
luego se trona
su soberana, regia mirada,
presa de envidia;
cual se detiene
sobre la quima del alto cedro
que ya no puede reverdecer.]
Mas en la "Noche de Walpurgis clásica" de la
segunda parte del Fausto, donde el mito griego celebra una maravillosa
resurrección, es característico que sólo aparecen seres semidivinos y
demoníacos, y la enorme distancia que los separa del mundo divino propiamente
dicho salta a la vista, si nos imaginamos a la diosa Afrodita cruzando el mar
en lugar de Galatea. Hasta el divinamente inspirado rapsoda, Hölderlin, conoce
a los grandes dioses únicamente como potencias naturales, Apolo como dios
solar, Baco como dios del vino; o como modelos de un grandioso heroísmo, así
Heracles. El hecho de que sus Bienaventurados, de los cuales nos canta cosas
tan conmovedoras, en el fondo no son la figura de la religión olímpica, se
infiere del mero hecho de que cuenta entre ellos también a la persona de
Cristo.
La receptividad del Romanticismo ante el mito
La primera oposición de importancia contra la ligereza de la
interpretación de los mitos vino del gran filólogo Christian Gottlieb Heyne
(desde 1763 profesor en Gotinga), el amigo de Winckelmann y maestro de los
hermanos Schlegel. Él comprendió que era un error buscar el origen de los mitos
en el reino de la fábula o de la poesía. Por el contrario, debía decirse que la
fantasía poética había contribuido a su degeneración. Porque los mito son eran,
para él, otra cosa que el lenguaje primordial de los espíritus, que solo en
imágenes y metáforas sabían expresar su emoción frente a las grandiosas formas
de la realidad universal. Con esto se admitía por primera vez que las
representaciones míticas contenían una verdad, aunque tan sólo metafórica.
El Romanticismo parecía llamado a encontrar el camino hacia
una comprensión más profunda del mito.
Si Heyne había visto en la poesía un
peligro para el mito, en adelante la aparición de los grandes poetas enseñaba
que el poeta como tal ha sido tocado por el espíritu del mito y que de sus
honduras eleva la palabra viviente. Y así se comprendió por fin que los mitos
han de ser más que imágenes o metáforas de experiencias que el hombre puede
hacer en cualquier momento: revelaciones existenciales reservadas a su propia
hora estelar. Aproximar esas verdades primordiales a nuestro entendimiento era
la aspiración de los espíritus geniales que, en vez de abordar los mitos con
opiniones preconcebidas hasta entonces, trataban en primer lugar de elevarse a
su altura, para escuchar su lenguaje, tal como lo expresa Schelling en su
Filosofía de la mitología (Obras completas, II, 2, p.137).
"La cuestión no es cómo se debería manejar, torcer,
unilateralizar o cercenar el fenómeno, para que sea aún más o menos explicable
en función de principios que nosotros nos propusimos no rebasar, sino: hasta
dónde tienen que ampliarse nuestros pensamientos para conservar la relación
correspondiente con el fenómeno".
Aquí cabe recordar ante todo a un hombre cuya figura parece
casi un mito ella misma en la historia de la mitología. Se trata de Jacob
Joseph Görres, ese espíritu maravilloso que con su hálito inflamó poderosamente
los fuegos dormidos del mito. Él podía atreverse a hablar de un saber del mito,
un saber arcaico, sagrado y olvidado desde tiempos remotos, herencia de una
humanidad prehistórica que, según su opinión, conservaba aún, como el recién
nacido, una comunidad vital orgánica con la naturaleza maternal, de suerte que
recibía de ella una cognición que,a l cortarse esa comunicación viva,
necesariamente tenía que interrumpirse.
Al lado de él cabe mencionar en primer lugar a Schelling,
cuyos discursos sobre la Filosofía de la mitología, iniciados en el año 1821,
siguen siendo la iniciación más extraordinaria para encontrarse con el mito en
sus propias alturas. No era posible imaginarlo con mayor realidad de la que le
atribuía Schelling en su doctrina, expuesta con asombrosa erudición, según la
cual en la historia de la formación de los mitos, las luchas y potestades de la
génesis del mundo no se reflejaban, sino que más bien se continúan.
Los límites y la desaparición de la investigación mitológica
viva
Cuando, en la segunda mitad dela década del cincuenta, se
publicaron en forma póstuma las principal sobras mitológicas de Schelling, el
sentido de la investigación mitológica viva ya se había perdido.
En el año 1810 se había publicado el primer tomo de la obra
de Friedrich Creuzer (Symbolik und Mythologie der alten Völker, besonders der
Griechen "Simbolismo y mitología de los pueblos antiguos, en particular de
los griegos"). Surtió un gran efecto. También Schelling aprendió mucho de
él. Pero era peligroso el ensayo que así se emprendía. Donde el espíritu
filosófico religioso de Görres había recibido grandiosas visiones, Creuzer, con
su tremenda erudición y sus artes interpretativas, creía poder hacer
comprobaciones científicas concretas. Ello provocó la resistencia enconada de
los especialistas.
Christian August Lobeck, más sólidamente informado y de un
pensamiento más perspicaz, no tuvo dificultades en derrumbar sus
construcciones, y luego de publicar su Aglaophamus (1829) parecía que la
investigación mitológica no había logrado absolutamente nada. Por cierto
quedaba en descubierto lo cuestionable del método de Creuzer, enseñanzas que él
creía descifrar en los antiguos mitos, y prevenido expresamente todo el que
sintiera deseos de seguir el mismo camino. Pero ¿qué tenía que ofrecer por su
parte el severo crítico? ¿Qué espíritu podía vanagloriarse ahora, luego de
haberle tapado la boca a la sagrada seriedad por sus equivocaciones? ¡El más
superficial esclarecimiento! Le había sido fácil desenmascarar como iluso al
entusiasta, porque para él todo era tan sencillo y carente de problemática que
cualquier niño podía comprenderlo. Detrás de los venerables cultos y mitos no
había, en realidad, nada digno de dedicarle algún pensamiento más profundo.
En la polémica desencadenada por el simbolismo de Creuzer,
la auténtica investigación mitológica recibió el golpe de gracia y hasta el día
de hoy no ha sido resucitada.
La incomprensión de los dioses, vistos como resultado de
errores primitivos
No es mi intención escribir una historia de la investigación
mitológica a partir del Clasicismo alemán. Para lo que trato de demostrar aquí,
es suficiente señalar unos pocos puntos, de modo que más de un nombre
prestigioso quedará sin mencionar.
Dirigiremos ahora nuestra atención a la segunda mitad del
siglo XIX, era de las ciencias naturales en poderoso auge y del darwinismo, en
la cual se ha fundado la opinión, aún hoy casi universalmente aceptada, acerca
de las religiones míticas, especialmente la griega.
Por religiones míticas se comprenden las politeístas, debido
a cuya multiplicidad de dioses, mundanidad, plasticidad y antropomorfismo, el
hombre de educación cristiana (o judía o musulmana) parece comprobar en ellas
la ausencia de lo genuinamente divino como unidad, trascendencia, omnipotencia,
omnisciencia y bondad infinita, y con ello la seriedad religiosa de la
veneración del Legislador, Juez y Conciliador.
Esto se refiere particularmente al corro olímpico de los
dioses griegos, tan encantadores como figuras, quienes desde ese punto de
vista, son, con mucho, demasiado terrenales para merecer verdaderamente el
nombre de Dios. Por eso se creía tener que reservar a la estética y al
evolucionismo científico el juicio acerca de su esencia y origen.
Y éstos pusieron en el lugar de la auténtica investigación
religiosa una teoría sobre los rudimentos del pensamiento humano y su
desarrollo en el transcurso de los milenios. Premisa sobreentendida era que los
comienzos debían imaginarse lo más burdos posible. Con esto entraban en pugna,
por cierto, con la enseñanza bíblica, según la cual el único Dios se había
revelado al hombre en el comienzo de todas las cosas. Pero, con todo, la
ciencia prestó un gran servicio a la teología dándole la prueba exacta de que
la creencia en las divinidades paganas, tan molestas, podía explicarse únicamente
en función de primitivos errores.
¡Y esos errores! Era sintomático que se tratara
exclusivamente de equivocaciones del pensar y experimentar lógicos, pues el
hombre de la era de mitos y cultos no podía ser en el fondo distinto hombre
racional y técnico del siglo XIX.
El animismo. E. B. Tylor, H. Usener
Las principales obras que indicaron el camino a la ciencia
europea y que hasta en una obra tan importante como Psyche, Seelenkult und
Unsterblichkeitsglaube der Griechen ("Psiques; el culto de las almas y la
creencia en la inmortalidad de los griegos"), de Erwin Rohde, surtieron un
efecto decisivo, provenían de sabios ingleses. Después de Herbert Spencer, cuya
obra principal (PrincipIes of Sociology) empezó a publicarse en 1860, apareció
E. B. Tylor con su célebre Primitive Culture (1871), en la cual se fundaba la
teoría extraordinariamente exitosa del llamado animismo. Según ella, el hombre
primitivo, meditando sobre el extraño fenómeno del sueño y más aún sobre la
diferencia entre el cuerpo muerto y el vivo, habría llegado a la conclusión de
que debería existir un ser invisible, un "alma" que serviría de
sustrato a la vida y cuya ausencia temporal o definitiva causaría el sueño o la
muerte. Así, el pensamiento de esos hombres primitivos habría descubierto un
principio explicativo aplicable incluso a la vida de animales y plantas y, más
aún, a cosas y fenómenos extraños y horripilantes de toda índole: todos ellos
podrían abrigar un alma o un espíritu, es decir que en el fondo podían ser
similares al hombre y personales, aunque muy superiores a él. De esta suerte,
un pensamiento enteramente natural conducía del concepto primitivo de un alma a
la idea de seres sobrehumanos y finalmente, puesto que por definición el alma
podía existir también sin cuerpo material, a la creencia en los dioses.
Un evolucionismo similar, pero sin tomar en consideración el
"animismo", fue establecido por Hermann Usener en su libro
Götternamen, Versuch einer Entwicklungslehre der religiösen Begriffsbildung
("Los nombres de los dioses. Ensayo de una teoría evolutiva sobre la
formación de los conceptos religiosos") (1895). A él se deben los
conceptos, todavía en uso, de los "dioses momentáneos"
(Augenblicksgötter) y "dioses particulares" (Sondergötter). Pues, en
su opinión, los hombres concebían primitivamente como dioses tan solo los
acontecimientos más simples, y en primer lugar, los acaecimientos sorprendentes
de un solo momento; parecían confirmárselo así ciertas consagraciones
culturales, documentadas aún en tiempos históricos, y sobre todo un grupo
extraño de nombres de dioses romanos, compilados hacia fines de la República
por el sabio Varrón, que a los antiguos padres de la Iglesia había ofrecido un
material bienvenido para burlarse de la religión pagana. Esos dioses momentáneos
y particulares tan restringidos se iban elevando entonces, según Usener, en el
curso de los tiempos, a categorías cada vez más altas, a medida que se iba
oscureciendo el sentido primitivo de sus denominaciones objetivas, de manera
que podían considerarse como nombres propios de seres personales, ya no
confinados a la estrechez de un solo campo de acción, sino que podían extender
cada vez más la esfera de su poder.
Más con esto quedaba abierto el camino hacia una evolución
ascendente e imprevisible.
Expuestas tan concisamente, las enseñanzas de los
investigadores mencionadas suenan faltas de vida y poco convincentes, por
grande que haya sido el efecto que ejercieron en la investigación posterior.
Pero tanto Taylor como Usener ejecutaron su plan con tanta inteligencia y tanto
saber, que hasta sus errores son fructíferos y sus obras nunca pueden caducar
del todo.