miércoles, 18 de abril de 2012

INVOCACIÓN



MARIA


En súbito fulgor, un solo rayo

piedad de las estrellas que coronan

tu gloria sin ocaso;

un soplo apenas coaligado

con el aire en un vuelo que doblegue

la diáfana distancia entre tus labios

y la dura raíz de esta palabra;

un solo pliegue de tu manto,

si se inclina en la lumbre de la aurora,

al avanzar el pie como si hubiera

el leve asombro de una herida

para gloria del mundo,

caería la thora que gobierna,

la carne de la thora,

y estaría otra vez en la bandera

el celeste fulgor de tu memoria.



El aire alado arrojaría

este aliento rojizo a lo profundo

del Atlántico argentino,

y el fervor de las aguas, removidas,

al inundar las urbes llevaría

la frescura del soplo; y en los Andes

la nieve abierta a tu pureza

encendería toda la llanura.

La lumbre, amiga de tu manto,

donde el orbe se acoge cuando rompe

la dura esclavitud y cuando sube

en la entraña sagrada de tu acento,

traería en la música del fuego

el antiguo fervor de tus coloquios.



Pero en las sombras, ay, de la Argentina

-en el agua, en el monte y en la aurora- 

no crece ya ni el brío de la lanza

con que alzaron el cielo de la patria

los rudos montoneros,

ni se calla el rugido

de la antigua serpiente recobrada.

Para mover el pie que incline el manto

tú esperas -como un brote

en el dorado linde de la tierra-

un varón sin codicia:

que vuelva del desierto, y en las ruinas

de tus viejas ciudades

erija el tronco de tu lumbre

y profiera justicia, que custodie

la sangre de los justos.



Tu retienes el aire

por la esfera del alba que se duele

sin ver el mediodía;

el aire amado de tu nombre

pasará como un viento, si se humilla

un justo que te vea entre las ruinas

como un lejano rostro, o como un nimbo

de antiguas teofanías, y que en el fuego

separe de las llamas

su imperio fundador y su nativo


reino celeste, reino sustentado

en el nutricio son de tu magnificat.



Recógese en la estrella

-allende el puro asiento de los ángeles,

allende la prisión con que el maligno

subyuga el cosmos, reino primitivo

de su altísima belleza-

la límpida victoria de tu acento.

Y en esa fuente mana

la clarísima lumbre, el rayo oculto

que ha vencido al oscuro; y en la espera

de un varón argentino se ilumina

en un fulgor de espada, verbo o sangre.



El dragón, luminoso y violento

erguida su cabeza rumorosa

en el puerto nefando,

riberas antaño de tu imperio,

empuja con sus fuegos al exilio

los hijos de tu historia,

acunada en carretas misioneras;

y en el cóncavo abrigo de tu manto

abierto como un vuelo

de nítida paloma en la mañana

en que nació la patria,

congréganse los justos y los píos;

los humildes, hambrientos de justicia,

de pan que no los envilece:

de una palabra que los funde

en el sagrado espacio de tu gloria.



En el rumor de voces argentinas

que lloran la bandera victoriosa,

hay algo de tu soplo;

en el llanto del justo

que detiene los juegos de la bestia

y que custodia el alma de la patria

hay algo del fulgor de tus estrellas;

y en el doblado torso que se inclina,

-la frente en la dulcísima llanura

colmada de simientes convertidas

en granos de tu gloria-

hay algo del pliegue de tu manto,

cuando tu pie, el pie con que ascendiste

sobre las nubes y los ángeles,

asume el mundo con su huella.



Y en este soplo de los hombre,

imagen de tu soplo;

en este ardor que vence sin codicia,

como tus lágrimas y gestos;

en este pliegue vivo de la carne,

caído sobre el suelo de la patria,

elévase la cumbre de un llamado,

el purísimo don de un grito antiguo,

herencia de tus límpidas edades,

en la súplica: SALVANOS MARÍA.


 Carlos Alberto Disandro

Publicado en la revista La Hostería Volante Nº 51. Abril de 2003
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