MARIA
En súbito
fulgor, un solo rayo
piedad de las
estrellas que coronan
tu gloria sin
ocaso;
un soplo apenas
coaligado
con el aire en
un vuelo que doblegue
la diáfana
distancia entre tus labios
y la dura raíz
de esta palabra;
un solo pliegue
de tu manto,
si se inclina
en la lumbre de la aurora,
al avanzar el
pie como si hubiera
el leve asombro
de una herida
para gloria del
mundo,
caería la thora
que gobierna,
la carne de la
thora,
y estaría otra
vez en la bandera
el celeste
fulgor de tu memoria.
El aire alado
arrojaría
este aliento
rojizo a lo profundo
del Atlántico
argentino,
y el fervor de
las aguas, removidas,
al inundar las
urbes llevaría
la frescura del
soplo; y en los Andes
la nieve abierta
a tu pureza
encendería toda
la llanura.
La lumbre,
amiga de tu manto,
donde el orbe
se acoge cuando rompe
la dura
esclavitud y cuando sube
en la entraña
sagrada de tu acento,
traería en la
música del fuego
el antiguo
fervor de tus coloquios.
Pero en las
sombras, ay, de la Argentina
-en el agua, en
el monte y en la aurora-
no crece ya ni el
brío de la lanza
con que alzaron
el cielo de la patria
los rudos
montoneros,
ni se calla el
rugido
de la antigua
serpiente recobrada.
Para mover el
pie que incline el manto
tú esperas
-como un brote
en el dorado
linde de la tierra-
un varón sin
codicia:
que vuelva del
desierto, y en las ruinas
de tus viejas
ciudades
erija el tronco
de tu lumbre
y profiera
justicia, que custodie
la sangre de
los justos.
Tu retienes el
aire
por la esfera
del alba que se duele
sin ver el
mediodía;
el aire amado
de tu nombre
pasará como un
viento, si se humilla
un justo que te
vea entre las ruinas
como un lejano
rostro, o como un nimbo
de antiguas
teofanías, y que en el fuego
separe de las
llamas
su imperio
fundador y su nativo
reino celeste,
reino sustentado
en el nutricio
son de tu magnificat.
Recógese en la
estrella
-allende el
puro asiento de los ángeles,
allende la
prisión con que el maligno
subyuga el
cosmos, reino primitivo
de su altísima
belleza-
la límpida
victoria de tu acento.
Y en esa fuente
mana
la clarísima
lumbre, el rayo oculto
que ha vencido
al oscuro; y en la espera
de un varón
argentino se ilumina
en un fulgor de
espada, verbo o sangre.
El dragón,
luminoso y violento
erguida su
cabeza rumorosa
en el puerto
nefando,
riberas antaño
de tu imperio,
empuja con sus
fuegos al exilio
los hijos de tu
historia,
acunada en
carretas misioneras;
y en el cóncavo
abrigo de tu manto
abierto como un
vuelo
de nítida
paloma en la mañana
en que nació la
patria,
congréganse los
justos y los píos;
los humildes,
hambrientos de justicia,
de pan que no
los envilece:
de una palabra
que los funde
en el sagrado
espacio de tu gloria.
En el rumor de
voces argentinas
que lloran la
bandera victoriosa,
hay algo de tu
soplo;
en el llanto
del justo
que detiene los
juegos de la bestia
y que custodia
el alma de la patria
hay algo del
fulgor de tus estrellas;
y en el doblado
torso que se inclina,
-la frente en
la dulcísima llanura
colmada de
simientes convertidas
en granos de tu
gloria-
hay algo del
pliegue de tu manto,
cuando tu pie,
el pie con que ascendiste
sobre las nubes
y los ángeles,
asume el mundo
con su huella.
Y en este soplo
de los hombre,
imagen de tu
soplo;
en este ardor
que vence sin codicia,
como tus
lágrimas y gestos;
en este pliegue
vivo de la carne,
caído sobre el
suelo de la patria,
elévase la
cumbre de un llamado,
el purísimo don
de un grito antiguo,
herencia de tus
límpidas edades,
en la súplica:
SALVANOS MARÍA.
Carlos
Alberto Disandro
Publicado en la revista La Hostería Volante Nº 51. Abril de 2003