Es conocido el derecho que tuvo el milico de arrimar a su mujer a los fuertes o cuarteles y de que ella lo siguiera en las campañas, como una parte más –y oficialmente reconocida- del ejército. Esta historia es tan vieja que no tiene arranque. La cuartelera fue legendaria. Las hubo de la ciudad, como las que acompañaron al brigadier Martín Rodríguez en su tercera salida al sur y casi mueren de hambre y de frío en tierras del Napostá. Las salvó el coronel Manuel A. Pueyrredón que tomó a los indios de Pillahuincó un botín de doce mil ovejas y algunos vacunos. Al respecto el historiador Enrique Ferracutti, dice: “…al llegar el arreo tomado a los indios lo recibieron con ruidosa alegría y hombres y mujeres disputaban con pequeños lazos para tomar una oveja o un cordero.
Como el desorden se generalizó el gobernador debió aplacarlo apelando al látigo, secundado por los soldados, que con palos trataban de contener el desborde. No obstante estas medidas se carnearon alrededor de mil ovejas y se perdió la mayor parte del ganado vacuno”.
También eran cuarteleras de ciudad las que siguieron al ejército de Juan Manuel de Rosas cuando salió de Buenos Aires hacia Caseros. En las “Memorias” del Cirujano General de la Marina de los Estados Unidos, doctor Jonathan M. Foltz, testigo presencial de los sucesos, se lee: “Las tropas eran seguidas por muchas mujeres con sus chicos, a caballo. Una pobre mujer india, con un cigarro en la boca, llevaba un bebé en brazos y otro niño detrás de ella, en ancas”.
Parece que el ejército no fue el único campo de acción de estas mujeres, también anduvieron por la marina. Lo cual no deja de ser una novedad. Según Villafañe, el “Diario del reconocimiento del Río Negro de Patagones” de Nicolás Descalzi, cita en las tripulaciones de la goleta “Encarnación” y la ballenera “Manuelita” en 1833, la presencia de mujeres.
Finalmente resta incluir en la nómina a la verdadera fortinera, aquélla que no sólo fue la compañera que alivió las penas del milico y le impidió olvidar en un todo la civilización suministrándole un remedo de hogar, sino la que fue generosa y esforzada paridora de nuevas poblaciones.
Alfredo Ebelot fue testigo presencial de la marcha de las tropas desde Laguna Blanca Grande hasta Salliqueló, cuando se avanzó la frontera en la presidencia de Avellaneda siendo ministro de Guerra el Dr. Adolfo Alsina. En sus memorias (“La Pampa”) su descripción del movimiento coincide, exactamente, con la que hiciera posteriormente el comandante Manuel Prado de una milicia en marcha, “seguida por las mujeres y los niños, cabalgando sobre montañas de pilchas, al compás de las ollas, de las pavas, de los platos que se golpeaban al traqueteo de la bestia”, y además flanqueada por la enorme caballada de repuesto, dividida en fracciones de a cien cabezas “y cada trozo arreado por un soldado y dos mujeres sin hijos”. Como todavía, a la tropa seguía la caravana de carretas -259 llevó el brigadier Rodríguez en su segunda salida-, toda aquella muchedumbre, un verdadero pueblo en movimiento, debió asemejar la grandiosidad histórica de los pueblos bárbaros marchando por las estepas de Asia.
Ebelot se preguntaba: ¿de dónde han venido estas mujeres y qué ha podido vincularlas a esta existencia?. La pregunta de Ebelot demuestra que ignoraba las normas y procedimientos de reclutamiento del ejército de línea. Evidentemente, todas esas mujeres no llegaron solas y persiguiendo una aventura; todas fueron forzada y forzosamente tras de un hombre. Del marido, si era un preso destinado por la justicia de los jueces de paz; del novio, si le había caído servicio en el sorteo de un contingente; del hermano, si eran huérfanos; del pobre ilusionado en cobrar como personero de un pudiente o del padre, si carecía de todo otro amparo. Y cada caso nombrado se podría combinar con cualesquiera de los otros casos, hasta formar una gama infinita de variantes posibles, de destinos irreversibles y generalmente sin retorno.
Un famoso pintor uruguayo, Juan Manuel Blanes, tiene en el Museo Histórico Nacional un hermosísimo cuadro. Su nombre es significativo seguramente para pocos; se titula “La sorpresa de San Calá en 1841”. Pero aunque se ignoren los detalles de nuestras guerras civiles, nadie con sensibilidad puede contemplar sin quedar en suspenso y conmovido, a esa mujer semidesnuda, montada en pelo a horcajadas sobre un brioso caballo blanco que en la desesperación de la despedida estira su mano crispada al coronel José María Vilela –sorprendido de noche en su campamento por el general Angel Pacheco- y quien, ansioso de salvar a su compañera, golpea el anca mórbida del animal con su mano para apresurar la partida. Episodio patético e impresionante el tema que exhibe Blanes, que debió repetirse muchas veces y es ejemplar muestra de aquella legendaria mujer de la pampa, que si supo de lucimientos y nidos de amor, de maternidades y muertes, de bailes y galanteos, también anduvo con entereza mezclada en sucesos de guerra y malones como heroína o como cautiva, en trance de jugarse la vida amparada por su valor o en entregarse a la sola ayuda de las esperanzas de su religión. Y cuando no, rodeada de chiquilines se consumían en el mayor desamparo, mientras los maridos corrían en las montoneras.
La sorpresa de San Calá en 1841 |
Dejando las familias
A la clemencia de Dios,
Y andaban los años enteros
Encima del mancarrón!
Cuatro versos de Hilario Ascasubi que describen, en magnífica síntesis, la iniciación de la ineluctable tragedia de la pampa, cuando ya comenzaba a no ser virgen. Cuando la mujer había comenzado también a perder su libertad.
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Ferracutti, Enrique – Las expediciones militares en los orígenes de Bahía Blanca – Ediciones Círculo Militar – Buenos Aires (1962).
Todo es Historia – Año VIII, Nº 95, Abril de 1875.
Vedoya, Juan Carlos – La Mujer en las pampas.
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