Breve nota recordatoria:
HERMAN MELVILLE (1819 -1891), EL ÚLTIMO RAPSODO
Por Carlos A. Disandro*
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No tenemos acceso a la realidad compleja del acontecer en su trama epifenoménica, que es la emersión de un iceberg en el océano de las diacronías y sincronías, unitivas, contrastantes, excluyentes, reasuntivas, totalizadoras. Sólo el profeta, en la dimensión escatológica, y sólo el poeta-rapsodo, el gran constructor de relatos, o sea, de duplicaciones semánticas del déroulement physico-mytico-histórico pueden acceder y trasvasar a parámetros symbólicos, la entraña de ese acontecer. La historia crítica acumula estratos, pero difícilmente induce la cadena biológico-espiritual del homo vivens. Pensamos en Cervantes, Goethe, Balzac, Flaubert, etc., y destacamos que en la Historia Universal el caso de EE.UU. es particularmente complejo en su advenimiento geo-histórico, en sus cambios fundamentales desde el siglo XVIII, a este centenario de un novelista-rapsodo, que despierta mi meditación: la muerte de H. Melville, quien nace como sabemos en 1819. La centuria empero de 1891-1991 está sobrecargada de tensiones insólitas, entrevistas precisamente en la prosa del rapsodo recordado.
Creo que Melville, desconocido en gran parte de América Románica y en gran medida por la high Society de la supuesta cultura moderna, por las "élites", confabuladas de hecho en desconocer la excelencia del espíritu libre y visionario, merece una respetuosa recordación, ni pacata ni descontrolada. Simplemente objetiva y lúcida. Como tantos otros, Melville no es potable en una culturación de masas, por la novela indiferente, trasegada en empresa desatendida de la ilustración profunda de un hombre insatisfecho. Su lenguaje, vastamente simbólico, y esa extraña alianza de antiquitas et modernitas, lo tornan oscuro y extremado para la sensibilidad actual. Pues en él se unen justamente algo de profeta, y mucho, muchísimo de poeta physico-symbólico. Por eso lo coloco en la estirpe philogenética de los homéridas, y quizá podría considerarlo el único homérida americano, no de transplante, sino de radicación biológica absoluta, de creatura ínsita en la tierra americana del septentrión, para la vastedad de ese ámbito geohistórico. Consecuentemente resulta la mejor inteligencia de Norteamérica, en el sentido de la mejor lumbre semántica para concebirla, receptarla, entreverla en su decurso, su coronación y su hybris, al menos para el caso de un americano románico, criado en la filología latina, como define su personalidad quien esto escribe, en memoria del último rapsodo.
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Naturalmente sería menester discriminar la lengua -compleja y rica- de Melville. Para ello confieso, lisa y llanamente, no tener competencia. En todos mis trabajos hay una base de experiencia personal lingüística, sea en el campo de la antigüedad clásica, en el área románica desde luego, y en área germánica. Incluso algunos trasfondos de la lyrica inglesa no me son desconocidos. Pero la "lengua" de la literatura norteamericana -si puede hablarse así- me resulta un continente ignoto y difícil. Pero mi interés, en este momento y en estas breves páginas, consiste en rescatar del olvido la figura de H. Melville para que algún argentino o chileno, perito en tales aledaños del Norte le consagre un estudio de interpretación más fundada y restricta que la mía, simple ensayo de veneración por un artista inconfundible y valioso, hoy. Confieso que mi interés se acrecentó por el acentuado y enigmático symbolismo de su reino, y que en particular fue la relectura de algunas páginas de Moby Dick, consagradas por M. al símbolo del color blanco, con evidentes tendencias herméticas, lo que me retrotrajo a lecturas juveniles y a las sonancias y resonancias de armónicos contrastantes desde la antigüedad. Y pienso que esas páginas de la novela insigne merecen pericia y profundidad de un hermeneuta del lenguaje, como digo. Desde luego el inglés literario y coloquial yanqui, no es, repito, mi competencia. Forse altro canterò con miglior pletro. Sin embargo creo distinguir en el artista ciertos cortes fundamentales, algo que sugiere su propia vida, articulada por "salidas" y "repliegues" por embates y por ocios, los cuales parecen ejemplificar un modelo considerado por Toynbee (Estudio de la Historia, vol. III, p. 235), como una energía creadora o por lo menos suscitante en los parámetros de Historia Universal.
Pienso que en M. todo ello está ligado a la intuición o la búsqueda de un símbolo incluyente, de su propio periplo estético y de la respublica americana, esto es, Norteamérica. Pero ¿tiene nombre esa res publica, o le atribuimos el nomen de un totum que no representa? Y así Melville, de grado en grado, mitifica para develar el "nombre de América", y acotar el "nombre de la res publica del Norte".
A esta semántica totalizadora, en cuanto a EE.UU. como un todo incluyente, pero hybrico, corresponden escalas geohistóricas, como el Océano, los océanos del Sur, como lo ignoto absoluto y cósmico; la nave del capitán Ahab, Moby Dick; los contramaestres o arponeros yanquis, frente a una humanidad totalizadora en representantes de todas las razas y credos.
Todos estos planos se insumen a su vez en ciertos personajes, como B. Budd el marinero, el apolíneo frente a la entidad maligna de su contramaestre, al que mata de un puñetazo. Y creo que descendiendo por esos niveles, recuperamos ciertos aspectos proféticos, en parte derivados de la meditación bíblica y en particular del mysterium Iniquitatis de San Pablo.
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Representaríamos esta simbología en un enfrentamiento cosmogónico-histórico entre "fuerzas aquerónticas" y "destino hyperbóreo-apolíneo". Las primeras tienen su sede en el mar tempestuoso, en Moby Dick. Lo segundo aparece por un azar heráclico, que M. registra con extraordinaria hondura y lucidez. Entretejiendo todas las coordenadas, preséntase la figura y el destino de la res publica americana del Norte. Parecería que M. la ve inclinarse hacia las "fuerzas aquerónticas", por un deslizamiento silencioso y continuo a ese abismo del mysterium Iniquitatis, que significará, por otro lado, la regencia de un poder incontrastable.
Creo que la meditación de este destino ha ocupado gran parte de la actividad estético-symbólica del poeta y novelista. El homérida, rapsodo de América, registra una suerte de katábasis, que implica una reflexión poderosa sobre la Historia Universal, aparentemente cíclica también. Aunque en este aspecto es posible postular sea mayor la influencia bíblica del A.T. La intuición pues de M. sería en todo caso una representación de Untergang, pero que pasa por la República del Norte; la intuición, espejada en los términos que digo, lo emparenta también con algunos símbolos de Balzac. No sé en qué medida la novela o el cuento de M. tiene estímulos en la copiosa producción del artista francés. Pero hay rasgos comunes que pueden originarse en el período romántico-postromántico. En cualquier forma, no es necesario recurrir a Goethe, Balzac, Dostoievsky u otros. Pues la novela entera norteamericana, como ciclo moderno acusado, tiene sus propios parámetros. Sin embargo M. ofrece un resabio de erudición humanística que creo de referencia europea, preferentemente inglesa, sin olvidar por cierto el impacto de Shakespeare en un escritor tan riguroso como el yanqui.
Sería preciso reexaminar y ordenar la simbología de M. en sus novelas cortas o cuentos. Ella parece preparatoria en algunos casos del gran universo de La Ballena Blanca; o a la inversa, ésta clarifica, por sesgos contrapuestos, la serie diacrónica de símbolos apocalípticos, en su semántica específicamente griega de "develatoria". Sin pretender trazar con rigor hermenéutico una diacronía probable, tendríamos en primer término la cosmogonía implícita del poeta. De ella proceden los remanentes geológicos y geovivientes: "Las Encantadas"; las montañas, misteriosas y selváticas del "Vendedor de pararrayos", casi una Anatolia yanqui, bajo el fulgor de los rayos olímpicos, o las desgastadas y ruinosas del "Paraíso de los solteros"; la presencia de los océanos del sur, etc. En el extremo opuesto tal vez el desarrollo geométrico de Bartleby, el hombre en la absoluta derelicción post-paradisíaca, y la emersión monstruosa de las "tortugas" urbanas, y sus potentes contexturas, desoladas y malignas.
Entre estos dos cabos -Las encantadas y Bartleby- el vasto discrimen de Moby Dick y el desafío de un hombre caínico, que maldice la natura inhóspita e incomprensible; los bosques inmutables del Vendedor de Pararrayos, como símbolo de una ilusión, ayuna de los dioses olímpicos. Y finalmente, el orbe empedocleo de neikos y philotes que parece estar en la base de todas las "coordenadas posibles".
No olvido desde luego "el buque fantasma" de Benito Cereno, cuya simbología yo diría barroca y compleja, no es inferior en ningún sentido a La Ballena Blanca. La visión retrospectiva de M. de la España imperial y navegante cuenta entre la prosa más densa del rapsodo angloamericano. No excluyo la posibilidad de atribuir a M. una intención para que la saga del Mar del Norte se vea transformada en saga siniestra de los mares del sur y en el choque entre razas inconciliables, trabajadas unas por la pericia y la tenacidad del poder, y otras por un rencor secular (neikos), causa de inevitables catástrofes para la res publica que ejerza aquel poder. Y este contexto tórnase para M. indudablemente en anticipo profético de los tiempos del Anti-Cristo. La dimensión teológica de la "Novela" y de las "novelas ejemplares" de M. merecería un reexamen más completo, precisamente en este fin de milenio, en que EE.UU. y su poder mundial denota los caracteres malignos, so capa de cristianismo ético, de justicia también mundial. Pero esta sería otra cuestión realmente decisiva: si la causa de la corrupción del mundo y del poder que lo inviste como un guante no es en definitiva una pavorosa corrupción teológica, que en la Escritura lleva el nombre de "Apostasía". H. Melville, creo, no está lejos de esta conclusión, cuando la palabra "apostasía" casi está borrada del vocabulario teológico.
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Por supuesto pueden trazarse otras latitudes del símbolo operativo, sobre todo si tenemos en cuenta la hermenéutica rigurosa de M. con el texto bíblico. Aquí desde luego conviven la vivencia de la tradición cuáquera, pero también una indudable erudición del romanismo preluterano, o de la lectura de los Padres Latinos, en particular San Agustín. Y sin muchos fundamentos, me atrevería a decir que la sombra de San Agustín y su "ciudad de Dios" campea en los enigmáticos, escatológicos y apocalípticos del novelista. Agrego en fin, the last but not least, la sorprendente inclinación de M. por el Mysterio Celebrado en la Iglesia Romana, es decir, por el complejo universo simbólico de la Liturgia Latina. En qué medida le han llegado ecos a M. de la renovación indiscutible en el siglo XIX de esos parámetros, es asunto que desconozco absolutamente. Pero esa renovación defínese imbricada con el romanticismo gótico, con el simbolismo galo, con la música gregoriana, con el estudio de las fuentes medievales, entre 1820 -1870, o sea, período que abarca justamente la actividad rapsódica de M.
La decadencia religiosa, teológica, cultural de este fin de milenio parece entrevista por M. en varios signos incluso la curiosa insistencia en resonancia islámicas o coránicas, resulta sorprendente. Asimismo el interés que tuvo por figuras como Bolívar deja un poco perplejo. Tal vez le llamó la atención la vastedad de sus campañas militares. Su conocimiento de Perú y Chile, el sur Patagónico, el estrecho, los mares antárticos es algo más que memoria de un aventurero. Algún amigo y colega de CIUDAD DE LOS CÉSARES seguramente munido de erudición histórico-hermenéutica podría revisar este tema con provecho indudable para quien esto escribe y para todos los lectores de esta empeñosa Revista. Me limito sólo a perfilar sorprendentes rasgos de M. y a requerir de nuestro amable Director publique como homenaje las páginas que M. dedica, en Moby Dick, al color blanco como color hermético.
Sin embargo sigue siendo enigmática la fuente lyrica de este expresivo contexto symbólico-teológico. La interpretación referida a los remanentes bíblicos y cristianos en una sociedad profundamente descentrada del universo medieval-románico, y angloaristocrático, no resulta suficiente. Advendría más bien en el espíritu de M. una oculta corriente de la modernidad sentida como itinerario ineluctable a la catástrofe, producida por una confusión maligna en el conocimiento. Es decir, lo que despierta y provoca el ágil desenvolvimiento del symbolo existencial y/o escatológico es la rara advertencia de una equivocación, inducida por lo que la tradición teológica llama la "tentación".
El mundo de M. es un mundo de tentaciones aceptadas y cumplidas con alegre desprecio por la sabiduría secular de los antiguos. Hay en este sentido, personajes claves, según los perfiles concebidos por el artista; expresiones enigmáticas; relieves intencionados; deliberadas reiteraciones; sugestivos cortes, que valen como un silencio mystico. Pretendo sugerir -que en este positivista, en este physico, que reexamina como un nuevo Leonardo la corporeidad humana, inscripta en el mundo, en este poeta pues, la esplendencia óntica del mysterium produce como un abrirse del lenguaje al símbolo, sin que medie ninguna prefiguración inquisitiva. Dicho de otra manera, el símbolo holístico y totalitario es en H.M., según creo, la verdadera physis, a la que sólo tiene acceso el relato del rapsodo. Pero el audiente de este rapsodein no ostenta ya parámetros semánticos para interiorizarlo, ni míticos, ni mysticos, ni estéticos, ni teológicos, ni políticos. La explosión de ese remanente gravitacional sería la res publica americana, y en particular el sutil mundanismo religioso con que ella desacraliza el mundo por su confusión con Dios, y destrona a Dios, porque lo vive como epifenómeno de su conciencia de instalación profana, en la cual culmina la creación, el hombre, la cultura, etc. ¡Qué soberbia! Der Mensch in Sacralität (el hombre en la sacralidad) es ahora el yanqui, Der Mensch in der Profanität (el hombre en la profanidad). ¡Es la máxima REVERSION semántica!
Es posible sospechar -y así lo testimonio por veracidad inexcusable- que mi hermenéutica promueva una desmesurada imaginación. Conviene advertir pues mi propia perplejidad. Pero en cualquier forma la significativa densidad de este rapsodein americano obliga a confrontar detalles profundos, francamente coincidentes con la trama de una situación histórica entenebrecida, precisamente al cumplirse un siglo de la muerte de Herman Melville. En la revista CIUDAD DE LOS CÉSARES cuadra esta recordación y esta advertencia, por la calidad superior con que se cumple en
Alta Gracia, 18 de agosto de 1991.
* Carlos Disandro (m.1994), filólogo clásico argentino, autor de Las Fuentes de la Cultura, La herejía judeo-cristiana, La poesía physica de Homero, Tránsito del Mythos al Logos, Filosofía y poesía en el pensar griego, etc. Colaborador permanente de Ciudad de los Césares. Publicado en CC 21, noviembre/diciembre 1991.
«Aunque en muchos objetos naturales la blancura realza refinadamente la belleza como si impartiera alguna especial virtud propia..., y aunque varias naciones han reconocido de algún modo una cierta preeminencia real en este color; aun los bárbaros y grandes viejos reyes de Pegu colocan el título "Señor de los Elefantes Blancos" por encima de todas sus otras grandilocuentes manifestaciones de dominio, y los modernos reyes de Siam despliegan el mismo cuadrúpedo albo como la nieve en el estandarte real; y la bandera hanoveriana porta la única figura de un corcel blanco como la nieve, y el gran Imperio Cesáreo Austríaco, heredero de la soberana Roma, tiene por color imperial el mismo imperial matiz...; y aunque en otras simpatías y símbolos mortales, el mismo tinte es hecho emblema de muchas impresionantes y nobles cosas -la inocencia de una novia, la benignidad de la edad...; aunque en los más altos misterios de las más augustas religiones ha sido hecho el símbolo de potestad y pureza divinos...; y aunque entre las santas pompas de la fe romana, el blanco es especialmente empleado en la celebración de
(H. Melville, Moby Dick)