viernes, 20 de enero de 2012

"Resonancias hyperbóreas"


WOLFGANG AMADEUS MOZART


















Con motivo del segundo centenario de la muerte de W.A. Mozart (1791), 
nuestro recordado colaborador Carlos A. Disandro nos entregó este artículo, devenido prontamente un clásico de Ciudad de los Césares, con mayor razón desde que el número en que se publicó se encuentra hoy agotado (CC 25, julio-agosto de 1992). Por ello, y en la ocasión de cumplirse esta vez los doscientos cincuenta años del nacimiento del músico de "resonancias hyperbóreas" (1756), la republicación del artículo se impone. Una advertencia, sin embargo, para los nuevos lectores, poco familiarizados tal vez con el lenguaje exigente del Maestro. No se pretende aquí algo tan fuera de lugar como un "glosario" disandriano, pero conviene llamar la atención sobre dos términos de su vocabulario: apokatástasis, en griego "restauración", término también de connotaciones escatológicas (cf. Hechos 3.21), y epoptía, "visión", aplicado a la iniciación en los Mysterios antiguos (Nota de la dirección de Ciudad de los Césares).


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Dos centurias de desenvolvimiento de la melodía infinita, y en este fin de milenio, con su katábasis en la oscuridad y en el ruido, hacen resplandecer con fulgores inatendidos la Lyrica de Mozart, que es su música y su canto, el canto de kymindis (según Homero, Ilíada, XVI.291). De esa música y de ese canto pende de pronto el mundo regenerado y e1 kosmos, denso, vueltos a su kháris originaria, la homófona sonancia pitagórica de las Musas. Es el hymnein absoluto en la absoluta transparencia de ser-esencia-sonora, como diálogo del Logos transfigurado en la carne tempestuosa inmisericorde y trágica. En dos centurias pues descansamos, pese a todo, en la coincidencia del oído mozartiano, del oído ingravitacional procreativo que como lumbre de los orígenes inunda y limpia el alma, la libera de los "negros querubines", le devuelve la aventura del paraíso. Por esto pues la lyrica de Mozart recupera la virtud paradisíaca, regenerativa y apokatastásica. Así lo oímos en ese segundo centenario de su tránsito mortal, cuando por la subcultura y la contracultura imperan la muerte, el sexo, el discrimen ithyphálico de una carne soberbia, que ya toca a su fin catastrófico, trágico, tenebroso.

No nos proponemos trazar una biografía espiritual de Wolfgang Amadeus, ni mucho menos un recuento de su significado estético en la cultura musical europea durante los siglos XVIII y XIX. Queda esa tarea para otros más competentes, más entrañados en la trama de un saber daedálico sobre el arte y la música, la orquesta, e1 violín o la flauta; más confiados en la virtud operativa de un conocimiento del subsuelo mensurable por la ratio. Ella en efecto se siente incluyente y totalitaria, dirimente y promotora, madrastra crudelísima de la historia post-medieval, enfrentada a la physis, magna mater de los alumbramientos anabáticos que reaniman la lumbre en la gleba, para que esplendan e1 Partenón, Píndaro, Virgilio, Mozart. En ese phylum genético lo coloco según la esencia unitiva de la mousiké paideia, de la que el niño y joven de Salzburgo, bendecido por su estirpe lyrica, trasegó la frescura de la melodía absoluta. Caminaremos otras sendas, simbólicas en la meditación y reposaremos en el pórtico del mysterium celebrado, en las cuerdas insólitas de Amadeus.

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Para internarnos en el enigma de Mozart, si resulta posible comprender de alguna manera la interioridad del genius profundo, debemos atender a los nombres. Comencemos entonces por los nombres, donados a1 niño en la pila bautismal. Los nombres son en efecto emblemas premonitorios, que en todo caso sin ser determinantes ni proféticos realumbran para la meditación interiorizadora el contenido concreto del destino acontecido. No forzar el destino con los nomina, ni tampoco ignorar en ese destino, ya cancelado biográficamente, la semántica de los nomina, alusivos y congruentes. Por eso los considero emblemas regenerativos y simbólicos, sin perjuicio de aceptar la multivocidad inequívoca para la posteridad, heredera del sentido total de una obra estética. Veamos pues brevemente, a través de los nombres, la densidad europea y universal de Mozart, a dos siglos de su muerte. En el emblema aducido resplandece la virtud subsistente según la obra que refulge en la lumbre de la música y del canto. Virtud y música son aquí congénitas.

Según sabemos los nombres completos fueron Juan Crisóstomo Wolfgang Theophilo, este último trocado luego en Amadeus, es decir, la traducción latina del griego, probablemente por influencia de algún maestro italiano, cercano al padre del muchacho, Leopoldo Mozart. Los dos primeros se omiten generalmente en la literatura rememorativa o crítica, y el genio ha quedado para nosotros, en el recuerdo común, como "Wolfgang Amadeus", un nombre germánico y el correspondiente latino, en la serie antedicha, que no fue al parecer la voluntad originaria del padre o de la madre.

Mozart nació el 27 de enero de 1756. Esa fecha en el antiguo calendario litúrgico de la Iglesia Romana correspondía a la fiesta de San Juan Crisóstomo, la magna figura espiritual, teológica y mystico-poética de la Iglesia Griega. De allí los dos primeros nombres que ostenta el insigne lyrico de la música occidental. Pero el nacimiento "desde lo alto" en la pila bautismal que ratifica la virtud de la fiesta litúrgica, lo hace primero "Juan" y "Crisóstomo", incardinándolo en el mysterium inexhausto de la alabanza, del hymnein cristiano, que corona y transfigura el hymnein de las Musas griegas, como cúspide sonora del mundo.

En "Juan" se columbra el mysterio del Logos, la Palabra absoluta, trocada en canto absoluto, por intermediación de kymindis, el ave lyrica apokatastásica. En "Chrysóstomo", la áurea proferición que de música absoluta se hace recitativo absoluto; de vibración transcósmica, proferición de las cuerdas o de la orquesta, el ritmo, el texto indeformable por el sello semántico y melódico; la recuperación o recurrencia ancestral de los orígenes intactos; el mysterio profundo de la lengua itálica, latina, germánica, que invisceran tres almas de Mozart artista, quien juega con ellas como la Sabiduría intemerata. Pues estos dos nombres son sellos del mysterio cultual; los dos restantes pertenecen al designio del padre, y por tanto invisten categorías históricas, que develan el kairós de Mozart, mientras que los dos primeros invisten y trasiegan su destino personal en el siglo XVIII, pero se tornan raíces de dos siglos que nos abisman.

Esta articulación entre mysterium cultual y el mysterio kairológico del festivo Mozart es el secreto profundo de su música. Observemos además el ordenamiento cíclico de sus nombres: la sonancia griega es primero y clave que cierra: Theóphilo, difícil de reinterpretar para el caso de esta familia salzburguesa. 

Quizá algún antepasado de la familia, un padrino o el gusto, ciertamente insólito en el padre, adscripto a un mundo de minué, de lúdica cultura francesa; y desde luego el gusto, severo y perfilado en la madre, con ancestrales costumbres en la familia alemana. De cualquier modo, no cambia en absoluto el valor semántico del emblema: Theophilus, Amadeus, que es el mysterio de la interlocución divina, para establecer la referencia entre el entrañable secreto de la deidad abscóndita y los restantes discípulos de Juan Crisóstomo.

En el centro de este cielo configúrase Wolfgang, de clara estirpe germánica. Allí está la coyuntura, ni francesa, aunque sin Francia no habría el "esprit de finesse" en Europa, anterior a la tempestad; ni itálica, aunque sin Italia no habría Hespéride dorada, sol regenerativo, ritmo dionisíaco. en un siglo de racionalismo congelado; lujuria del juego inocente y perspicacia del diálogo interno del hombre, Adán y Eva, excluidos del Paraíso, pero retornados a él por mysterio de la Música, la música sumada a la kháris bautismal, océano de otras tempestades y de otras congruencias interiores. Pero en fin en "Wolfgang" alumbra la ancestral y poderosa categoría germánica, que hace a Mozart, que hace a Theophilus-Amadeus, Mozart germanicus, sello definitivo de su emblema reasuntivo y promotor. Porque las Musas inhabitan ahora el paisaje y los montes, las aguas y el cielo de Salzburgo, el Wolfgangsee, que entronca con la frontera de aquellos pueblos indómitos y vastos, posteriores a la muerte de Augusto. Detrás por supuesto reanímase Sankt Wolfgang de los tiempos originarios, el "paso del lobo" en los bosques germánicos. Allí se recelan el fervor y el oculto estremecerse del alma germánica. Aunque Wolfgang ha vencido el ensimismamiento de Lutero, pero ha preparado para después la manifestación del mito germánico en la vastedad del ascenso wagneriano.

En Wolfgang se afirma la penumbra de la natura intacta, inocente, que espera como dirá Wagner en Parsifal el "Mysterio de la Resurrección" para transfigurarse con el hombre. Y esta expectativa del Logos que está en Wolfgang es esencia lyrica de Amadeus. En la concreta figura de Mozart mousikós lyricus hay una vía de Dios al cosmos y como un retorno o anábasis del cosmos a Dios. Pero en el camino de la música se abre la procesión de las imágenes propias del lyrico, que compone una semejanza semántica de la natura. En el ánima de Mozart la música en la lyrica, y la lyrica en la música. De allí la dificultad para discernir y desglosar en la melodía mozartiana la pertenencia al mundo empírico, tan contradictorio en el artista entre 1770-1791. Es inútil proyectar soluciones reduccionistas de estilo crítico y musicológico. Sin embargo sus melodías no son "epiphaenomena" como las de Scarlatti, ni metaphysicas, como las de Corelli o Vivaldi. Son interludios de la "natura", semina rerum que trasiegan un mundo de los orígenes, pero no más allá de la arkhé. Es decir no son mysticas ni gnósticas. Son naturalia, que resuenan como las frondas, los cálamos del bosque, las ondas de los ríos germánicos o itálicos. Son naturalia que completan la natura como el pájaro kymindis, descripto por Homero en un enigmático pasaje de la guerra inmisericorde y funesta.

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Recorriendo el ciclo de sus nombres, hemos desentrañado un perfil congénito, íntimo y sugerente, que nada debe a la musicología y que según ésta sería totalmente cuestionable. Lo sé. Pues mi prosa es como un poema lyrico-histórico inspirado en la audición de la Música, en la experientia rerum naturalium, tal como interpreta mi pensar tales sonoridades, holísticas con la natura incluyente y sublime. Y así la melodía del lyrico germánico en las cuerdas, por un lenguaje transemántico, pero riguroso: incluye la diakósmesis pitagórica y el desembozo del alma germánica. Sin tales parámetros no es concebible Amadeus. No discuto pues el saber analítico y reduccionista. Me atengo al postulado: la arkhé es el oído; discierno en la oscuridad y penumbra del mysterio informulado e informulable, sobre todo por una ciencia de la pesantez indiferente. Recapitulemos y prosigamos nuestra ruta designatíva y simbólica.

En contacto con la virtud principial, sin ser propiamente del contexto de lo principial en el sentido de la arkhé absoluta, se allana la condición de Theophilus, como en la prosa theológico-mystica de Dionysio Areopagita, o como en el universo del Evangelio de San Juan. Luego res naturae postcosmogónicas: estrellas, constelaciones, flores, animales; en una palabra, la res paradisíaca que se anuda desde luego al bosque multiforme colmado de aéreas criaturas preternaturales, el mysterio de Mozart como destino humano en la Europa racionalista, festiva y revolucionaria del siglo XVIII. Dos años antes de su muerte estalla la tormenta "historiogónica", que quizá podría intuirse en algunas sinfonías del joven maestro, pero que de todos modos fue vencida por la partitura lyrica de la Flauta Mágica. El maestro sin embargo, alumnus Musarum, ha desembozado la entera historia teogónica y cosmogónica como si recapitulara y redintegrara la complexión physica, histórica, musical en su vasta obra inconfundible. Reanudamos el despliegue de la obra como patencia de la íntima combinatoria del cosmos. Pero también la patencia del nombre de la res musical y semántica que ostenta una intermediación instrumental muy característica, según un principio dedálico, constructivo que se nos escapa. ¿Por qué un trío, una sonata, una sinfonía, un "divertimento"? ¿Por qué los ritmos concertados, concertantes, discontinuos, sincrónicos? ¿Por qué el canto, con palabra o sin palabra, que brota de pronto como una fuente en medio del esplendor de la lumbre? ¿O de las oscuridades de la selva germánica? ¿Por qué la meditación afincada en el fervor sonoro de la orquesta? Es ésta el anima musicae viventis, como el anima mundi que sostiene una Lebenssymphonie, en el sentido estricto semántico de los términos, no sólo en el sentido histórico y estilístico de la composición. Las cuerdas resuenan por delicadas vibraciones contrapuntísticas el mysterio de Theophilus Amadeus para un mundo que negará en fin de cuentas ambos centros semánticos por discordia con la melodía mozartiana. Pero Theophilus seguirá vigente y operativo, en cuanto un violín trasiegue otra vez a los orígenes, y reconquiste a Mozart recoleto en su ciudad, su partitura, en su fluencia fontanal y fundante.

Los vientos instrumentales en el oído y en la operatio aesthetica del musicus germanicus trepidan el mysterio de Wolfgang, el mysterio de la selva oscura, ancestral, sentida por Tácito como morada del espíritu germánico en su interioridad absoluta, diferente ésta de la música griega, la causa del Partenón en su corporeidad ingravitacional deslumbrante, absoluta, cosmogónica. Pues este "paso del lobo", difiere del lobo vencido por San Francisco en el invierno de Gubbio. Esta es la unión musical del Paraíso, perdido por el hombre, reconquistado por Dante, Francisco y Wolfgang Amadeus.

El piano en fin es el mysterio lyrico de la natura rerum creatrix, en cuya sonancia ígnea inhabitan todas las formas, desde las ondas del mar, a las constelaciones celestes; desde los dorados frutos hespéricos al mirto y al lyrio de las consagraciones transformantes. Pues cuerdas, vientos, piano operan en el mundo la Verwandlung precógnita para el canto de Gurnemanz en el tercer acto de Parsifal.

La orquesta mozartiana resulta pues en su combinatoria sutil la emersión condensada, apokatastásica, allende las reparticiones sonoras de los instrumentos, como si imagináramos primero estrellas y luego constelaciones, lo que es imposible cosmogónicamente. Tal constancia significa que en Mozart se desplegó la plenitud de la melodía, subsistente en Crisóstomo Theophilo, pero desenvuelta en el espíritu de la Germania precristiana y cristiana, sin excluir las conmociones del alma luterana. Y este symbolon de Lutero-Mozart, Lutero-Haydn, Lutero-Wagner, etc., define por la re-unión de las dos cuerdas, o de los dos campos semánticos, allanados en el symbolon, el totum que permite comprender la melodía pitagórica del maestro, anterior al espíritu musical de Lutero. Espíritu que es interioridad sin el mundo, que podríamos llamar "gnóstica", no helénica; mientras la de Mozart reasumiría interioridad pitagórica, la del verso virgiliano numero deus impare gaudet.

Hasta aquí llegamos en la ubicación histórico-genética. Falta el itinerario del oído, que aquí sólo es proemio inteligible, en su expresión epocal integradora y sutil, como el reino de las Musas. Debemos proseguir el maravilloso camino hacia los hyperbóreos como dice Píndaro.

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Y estamos pues en el mysterium de la música, más allá de los nombres biográficos, epifenómenos varios y contradictorios, en giro epocal de la segunda mitad del siglo XVIII, en que se ubica el arte de Mozart, como un aéreo puente hacia la melodía absoluta. Pero esta melodía coincide, en el límite, con la fluencia lyrica del canto. En términos míticos, corresponde entonces a la coronación teogónica de Hesíodo y al entrañamiento del canto de Kalypso en la gruta inaccesible que la resguarda, sustrae y oculta. La primera, la coronación, trasciende todo acontecer cosmogónico; el segundo, o sea, el entrañamiento kalypsico, es una virtud planetaria y telúrica, referida también al arte de la physis morphogenétíca. Pues nada que rememore, trasiegue o consagre la belleza es ajeno a la "vida", cuya interioridad lyrica y melódica, resplandece en la obra de Wolfgang Amadeus. Es pues este theophilo, intermediario absoluto entre lo que precede y lo que sigue; por ese puente aéreo de sus cuerdas y sus vientos, de sus ritmos y sus pausas, de su invención harmónica y de su patencia hymnica, en el sentido de Hesíodo, transcurren cosmopoiesis y tranfiguración, Paraíso perdido y reconquistado en el son fundante. Ni la reducción conceptual o el encuadre estilístico, desplegado por una "historia de la música" que por tramos "philogenéticos" pretende repensar el ente musical physico-empírico, que de la partitura pasa al universo sonoro; ni la clasificación minuciosa, entomológica, que describiendo una curva ontogenética, desde Bach a Wagner, promete rescatar con patencia hermenéutica definitiva "el canto de kymindis ", aunque no alcanza los umbrales del "mysterium" celebrado, ni una ni otra desocultan el ente mozartiano. Pues en este caso no hay ni puede haber una epoptía mystica, sino una regeneración del oído arkhaico, que produjo en Mozart su propia audiencia interiorizada, en el marco concreto, es claro, de, lo que su oído podía trasegar (lo que llamo contorno epocal). La composición propiamente dicha es un trasiego, que se impone como el fluir de la fuente en la montaña o en el bosque. Y los tres momentos que podemos intuir oscuramente en experiencias musicales concretas, o sea: 1) oír en la arkhé, oir de Theophilo; 2) paso del rumor rítmico y melódico al alma del artista, 3) trasiego empírico a la composición, son para Mozart la naturalidad de una vivencia poética. Esta tiene la ilimitada energía cosmogónica originaria, que no halla dificultad al trocarse en campos semánticos musicales tan diferentes como una sonata para piano, un concierto de violín o el canto de Papageno en La Flauta Mágica. Porque el "mysterio" celebrado acontece primero en lo que he llamado "audición arkhaica", no al pautar los signos gráficos de la partitura, lo que para Wolfgang era probablemente una tarea de curiosidad divertida. Esta sorprende la plasticidad de la melodía cosmogónica, apta para las creaturas de este tercer cosmos, allende la physis y el lenguaje, y por ende más enigmático que mares, montañas, nubes y flores, y también más inaccesible que cualquier poema advenido en el universo semántico de la multivocidad proferida o de la lengua articulada.

Todo lo que he dicho es transcurrir por la ronda del castillo; el espacio interno del castillo, la secreta morada de la fuente misma es otra cosa, ni physis ni palabra. Creo que es en definitiva el trocamiento de los invisibilia Dei en los audibilia Dei, en la ruta de peregrinaje por un nuevo Paraíso, los inaudibilia Dei, impensables siempre para el hombre sin el canto, la melodía y el poema que siempre la conlleva.

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Así descripto parecería un mundo evanescente, y en cierto modo lo es. Es sin embargo una evanescencia que se regenera desde la partitura, es decir, de la memoria originaria; ello entraña un horizonte mágico, más cerca de la semántica lyrica, verdaderamente poderosa en el caso de Wolfgang Amadeus. Semántica lyrica que es una frontera sutil entre palabra y melodía, entre compás rítmico y significado, entre timbre y tono musical, en el sentido de las variaciones tonales desde el siglo XVI al siglo XVIII - y estado anímico prevalente o promotor. Trascendemos en el tono la semántica pura del lenguaje, aunque no cabe dudar que Wolfgang lo siente como el paso sutil, inafectado, a la palabra circunscripta y de otra tensión phaenoménica, pero ligado siempre a ella por una atmósfera de totalidad incluyente y regeneradora. La frecuencia de un timbre mozartiano es para el artista un camino, siempre inexplorado y fecundo; para nosotros una concordia cordis et sonus, de la cual derivamos una reasunción estética y a lo más un replanteo anímico evanescente. Pero en el fondo de esa música erígese la palabra absoluta, tal como en sentido inverso, en el fondo del texto pindárico o esquiliano entráñase la melodía absoluta. De allí esa presunción de helenismo translúcido postulado por muchos para la música de Theophilo, entre otros por el mismo Wagner, aunque éste difiera por su concepción de la melodía infinita. El helenismo de Mozart sería en mi lenguaje "el reino de la fiesta hyperbórea", trasegada en una música naturaliter pitagórica; pero esta condición no puede ser reconstruida genéticamente; es asumida e interiorizada o no, investida en un tiempo insólito o propicio, en una refulgencia ton protéron (de los prisci viri), según dice Píndaro. Pero es imposible recomponerla en series analíticas, cuya integración nos acercaría más a la "música" de Amadeus. Eso es una ilusión de la "musicología" y "musicografía" hipercríticas, sin mayor atingencia con el fondo abismal del genio mozartiano. No niego la utilidad hermenéutica de tales recursos, que en la ronda del castillo despejan incógnitas del volumen exterior y sus espacios delineados con pericia, figura de Amadeus Daedalus, que vuela más allá del laberinto, y nos propone su duplicada configuración del cosmos, en el sonus triunfante sobre la semántica. El sonus es Sinn (sensus), en el campo preciso de logos precósmico, prefigurativo y fundante. ¿Se anulan acaso los perfiles de Novalis, y la esencia del mundo es ritmo dionisíaco, allende la semántica? Esta es una cuestión que no puede resolverse en el plano de la melodía y composición mozartianas. Pero es menester dejarla planteada sin embargo. Otros caminos deben disponerse y otros recursos alinearse sin la soberbia de la razón analística y cuantificante.
Tres símbolos fundamentales subyacerían en la totalidad del universo músico de Wolfgang; y los tres son también refulgencia de la lyrica absoluta, denominada por el verbo hesiódico hymnein, de tantas repercusiones semánticas en la cultura. Los tres vastos y comprensivos, como la misma melodía que los entraña y desentraña, según ritmo de despareja constancia, cadencia y fulguración.

El primero es el de la fuente, inabordable pero siempre fluyente, pues mana de un escondido manar; el segundo, el pájaro kymindis en la cúspide de un pino nocturnal, como lo oye y lo trasiega Homero en verso misterioso; el tercero la campanilla de La Flauta Mágica, que abre el mundo pretematural de la Melodía como reconquista óntica del Paraíso. Estos tres símbolos concentran desde luego toda lyrica y según ellos comprendemos en Amadeus el vínculo entre "Música" y "Lyrica", cual si en esa obra de la segunda mitad del siglo XVIII aconteciera una juntura entre la divinidad de la Música y la humanidad de la Palabra lyrica. Se abisman en esa Música los trasfondos de la deidad fecunda, y en esa lyrica los trasfondos de la creatura misteriosa, reseñada en el emblema del hombre incomprensible y enigmático según sus laderas positivas y negativas.

Una lumbre inacabable, transepocal, brota de la obra de Wolfgang. Todos los lobos, de todos los bosques y de todos los tiempos ancestrales, suspiran también por la redención de la música hyperbórea y el canto apokatastásico de los orígenes. Esa lumbre es vida y palabra. Esa lumbre cumple el misterio irrevocable de la manifestación multívoca de la vida. Luz y música, vida y palabra inhabitan siempre la aurora ardiente de las cuerdas, vientos y timbales, como penumbra que moderara el fulgor de la deidad. 

La orquesta mozartiana es, como digo, penumbra que envuelve y coteja luminosas claridades transcósmicas, lumbre intemerata y sublime, para permitir al audiente proseguir el camino hyperbóreo hacia la luz Divina.

La fuente fluye como esencia mystica de la interioridad según San Juan de la Cruz; el pájaro kymindis entraña en su canto la totalidad del cosmos, deglosado de las generaciones teogónicas y cosmogónicas; la campanilla misteriosa procura el asilo inocente del Paraíso y devuelve al hombre la niñez del mundo: magnus ab integro saeclorum nascitur ordo.

Estos tres símbolos mozartianos no dependen principalmente de un trasiego de historia que puedo reconstruir en etapas clasificadas por un reduccionismo de los kairoi epocales, desde los griegos al siglo XVIII. Es un descendimiento ánothen, desde lo alto, como dice San Juan, el Theólogo, ánothen, como kharis melódica que inunda con su luz.

Finalmente tres dificultades se interponen para cumplir la vía mystérica mozartiana, la vía hacia el "mysterium" celebrado en la fiesta de los hyperbóreos, coronados de laureles de oro.

1) La primera, la opacidad del oído contemporáneo, colmado de azarosos monstruos que han vuelto por el campo del oído, después de haber sido replegados por la sacra fuerza de Herakles solar; 2) la segunda, el triunfo de la imagen contracosmogónica, que es gravitacional; y por ende al llenar los espacios libres del mundo y de la tierra, tiende a la katábasis involutiva, a los ciclos infernales; 3) la tercera dificultad, en fin, induce al falso reduccionismo de una semántica hennenéutica, dispuesta contra la inspiración; ella genera un duplicado equívoco del universo sonoro y anula el camino de la transfiguración por el oído.

Estas tres dificultades u obstáculos aquerónticos son de variable pesantez, incidencia o reluctancia physica, como inercia precisamente de los conflictos inscriptos en el hombre; resultan dotadas además con variable recurso y magia de un poder oscuro difícil de replegar para definir mejor la existencia mozartiana.

Símbolos, virtudes operativas y obstáculos aquerónticos conforman un universo complejo, que tiene sin embargo, de modo contrapuesto, la facilidad confiada a la memoria de la partitura, como un lenguaje hermético que custodia la perennidad de los símbolos y la esencia hyperbórea. Esa memoria trasiega en una pericia que es congruente con aquella custodia, infrangible e intachable. He ahí un principio regenerativo en la modernidad, confiado sin embargo a la verdad del intérprete.

En el segundo centenario que recordamos, Mozart sigue siendo príncipe del universo sonoro, príncipe de la luz y del canto en medio del hundimiento de la cultura hyperbórea en la edad post-moderna, de la ciencia hyperbórea, de la piedad hyperbórea y de su ocio festivo y lyrico. Esta contradicción - la contradicción enfrentada con Amadeus - se torna motivo de fantasmagorías, inevitables y funestas, pues siempre le disputa el imperio del oído, en que en todo caso se define el destino del hombre.

No sabemos si la luz regenerativa de la partitura es suficiente para contener el poder de las sombras. 

Sabemos, sí, que el refugio en esa luz concilia testimonios de fieles celebraciones mystéricas, potenciadas contra la katábasis y dirimentes en el oído que ajuste a la música, en el puro desierto de la inspiración, el claro manantial de la inspiración e interioridad mozartianas.

La luz, el son, el ritmo, la palabra y el canto mantienen por ende una sustancial concordia operativa y estética, que nos permite avizorar, pese a todo, un cambio áureo después de las catástrofes. Pues "paso del lobo" ha vencido ya, como dije, la oscuridad y el terror de la selva, y se ha allanado a cantar, y por ende, a orar en la esplendente aurora de los orígenes.

A la luz, al son, al esplendor del piano o de la orquesta, súmase pues la "plegaria", que pone al mundo, pese a su gravidez indomable, en espacios de meditación y oración. Porque Theophilo, Amadeus, cumple la intermediación mystérica y divina congruente con su nombre. Oímos según Amadeus, para cantar y orar según Theophilus en su propio canto, que es plegaria lyrica para estos tiempos desconcertados.


Carlos Alberto Disandro
Alta Gracia - La Plata (Argentina)
Junio - Septiembre 1991
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