WOLFGANG AMADEUS MOZART |
Con motivo del segundo centenario de la muerte de W.A. Mozart (1791),
nuestro recordado colaborador Carlos A. Disandro nos entregó este artículo, devenido prontamente un clásico de Ciudad de los Césares, con mayor razón desde que el número en que se publicó se encuentra hoy agotado (CC 25, julio-agosto de 1992). Por ello, y en la ocasión de cumplirse esta vez los doscientos cincuenta años del nacimiento del músico de "resonancias hyperbóreas" (1756), la republicación del artículo se impone. Una advertencia, sin embargo, para los nuevos lectores, poco familiarizados tal vez con el lenguaje exigente del Maestro. No se pretende aquí algo tan fuera de lugar como un "glosario" disandriano, pero conviene llamar la atención sobre dos términos de su vocabulario: apokatástasis, en griego "restauración", término también de connotaciones escatológicas (cf. Hechos 3.21), y epoptía, "visión", aplicado a la iniciación en los Mysterios antiguos (Nota de la dirección de Ciudad de los Césares).
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Dos centurias de desenvolvimiento de la
melodía infinita, y en este fin de milenio, con su katábasis en la oscuridad y
en el ruido, hacen resplandecer con fulgores inatendidos la Lyrica de Mozart,
que es su música y su canto, el canto de kymindis (según Homero, Ilíada,
XVI.291). De esa música y de ese canto pende de pronto el mundo regenerado y e1
kosmos, denso, vueltos a su kháris originaria, la homófona sonancia pitagórica
de las Musas. Es el hymnein absoluto en la absoluta transparencia de
ser-esencia-sonora, como diálogo del Logos transfigurado en la carne
tempestuosa inmisericorde y trágica. En dos centurias pues descansamos, pese a
todo, en la coincidencia del oído mozartiano, del oído ingravitacional
procreativo que como lumbre de los orígenes inunda y limpia el alma, la libera
de los "negros querubines", le devuelve la aventura del paraíso. Por
esto pues la lyrica de Mozart recupera la virtud paradisíaca, regenerativa y
apokatastásica. Así lo oímos en ese segundo centenario de su tránsito mortal,
cuando por la subcultura y la contracultura imperan la muerte, el sexo, el discrimen
ithyphálico de una carne soberbia, que ya toca a su fin catastrófico, trágico,
tenebroso.
No nos proponemos trazar una biografía
espiritual de Wolfgang Amadeus, ni mucho menos un recuento de su significado
estético en la cultura musical europea durante los siglos XVIII y XIX. Queda
esa tarea para otros más competentes, más entrañados en la trama de un saber
daedálico sobre el arte y la música, la orquesta, e1 violín o la flauta; más
confiados en la virtud operativa de un conocimiento del subsuelo mensurable por
la ratio. Ella en efecto se siente incluyente y totalitaria, dirimente y
promotora, madrastra crudelísima de la historia post-medieval, enfrentada a la
physis, magna mater de los alumbramientos anabáticos que reaniman la lumbre en
la gleba, para que esplendan e1 Partenón, Píndaro, Virgilio, Mozart. En ese
phylum genético lo coloco según la esencia unitiva de la mousiké paideia, de la
que el niño y joven de Salzburgo, bendecido por su estirpe lyrica, trasegó la
frescura de la melodía absoluta. Caminaremos otras sendas, simbólicas en la
meditación y reposaremos en el pórtico del mysterium celebrado, en las cuerdas
insólitas de Amadeus.
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Para internarnos en el enigma de Mozart, si
resulta posible comprender de alguna manera la interioridad del genius
profundo, debemos atender a los nombres. Comencemos entonces por los nombres,
donados a1 niño en la pila bautismal. Los nombres son en efecto emblemas
premonitorios, que en todo caso sin ser determinantes ni proféticos realumbran
para la meditación interiorizadora el contenido concreto del destino
acontecido. No forzar el destino con los nomina, ni tampoco ignorar en ese
destino, ya cancelado biográficamente, la semántica de los nomina, alusivos y
congruentes. Por eso los considero emblemas regenerativos y simbólicos, sin
perjuicio de aceptar la multivocidad inequívoca para la posteridad, heredera
del sentido total de una obra estética. Veamos pues brevemente, a través de los
nombres, la densidad europea y universal de Mozart, a dos siglos de su muerte.
En el emblema aducido resplandece la virtud subsistente según la obra que
refulge en la lumbre de la música y del canto. Virtud y música son aquí
congénitas.
Según sabemos los nombres completos fueron
Juan Crisóstomo Wolfgang Theophilo, este último trocado luego en Amadeus, es
decir, la traducción latina del griego, probablemente por influencia de algún
maestro italiano, cercano al padre del muchacho, Leopoldo Mozart. Los dos
primeros se omiten generalmente en la literatura rememorativa o crítica, y el
genio ha quedado para nosotros, en el recuerdo común, como "Wolfgang
Amadeus", un nombre germánico y el correspondiente latino, en la serie
antedicha, que no fue al parecer la voluntad originaria del padre o de la
madre.
Mozart nació el 27 de enero de 1756. Esa fecha
en el antiguo calendario litúrgico de la Iglesia Romana correspondía a la
fiesta de San Juan Crisóstomo, la magna figura espiritual, teológica y
mystico-poética de la Iglesia Griega. De allí los dos primeros nombres que
ostenta el insigne lyrico de la música occidental. Pero el nacimiento
"desde lo alto" en la pila bautismal que ratifica la virtud de la
fiesta litúrgica, lo hace primero "Juan" y "Crisóstomo",
incardinándolo en el mysterium inexhausto de la alabanza, del hymnein
cristiano, que corona y transfigura el hymnein de las Musas griegas, como
cúspide sonora del mundo.
En "Juan" se columbra el mysterio
del Logos, la Palabra absoluta, trocada en canto absoluto, por intermediación
de kymindis, el ave lyrica apokatastásica. En "Chrysóstomo", la áurea
proferición que de música absoluta se hace recitativo absoluto; de vibración
transcósmica, proferición de las cuerdas o de la orquesta, el ritmo, el texto
indeformable por el sello semántico y melódico; la recuperación o recurrencia
ancestral de los orígenes intactos; el mysterio profundo de la lengua itálica,
latina, germánica, que invisceran tres almas de Mozart artista, quien juega con
ellas como la Sabiduría intemerata. Pues estos dos nombres son sellos del
mysterio cultual; los dos restantes pertenecen al designio del padre, y por
tanto invisten categorías históricas, que develan el kairós de Mozart, mientras
que los dos primeros invisten y trasiegan su destino personal en el siglo
XVIII, pero se tornan raíces de dos siglos que nos abisman.
Esta articulación entre mysterium cultual y
el mysterio kairológico del festivo Mozart es el secreto profundo de su música.
Observemos además el ordenamiento cíclico de sus nombres: la sonancia griega es
primero y clave que cierra: Theóphilo, difícil de reinterpretar para el caso de
esta familia salzburguesa.
Quizá algún antepasado de la familia, un padrino o
el gusto, ciertamente insólito en el padre, adscripto a un mundo de minué, de
lúdica cultura francesa; y desde luego el gusto, severo y perfilado en la
madre, con ancestrales costumbres en la familia alemana. De cualquier modo, no
cambia en absoluto el valor semántico del emblema: Theophilus, Amadeus, que es
el mysterio de la interlocución divina, para establecer la referencia entre el
entrañable secreto de la deidad abscóndita y los restantes discípulos de Juan
Crisóstomo.
En el centro de este cielo configúrase
Wolfgang, de clara estirpe germánica. Allí está la coyuntura, ni francesa,
aunque sin Francia no habría el "esprit de finesse" en Europa,
anterior a la tempestad; ni itálica, aunque sin Italia no habría Hespéride
dorada, sol regenerativo, ritmo dionisíaco. en un siglo de racionalismo
congelado; lujuria del juego inocente y perspicacia del diálogo interno del
hombre, Adán y Eva, excluidos del Paraíso, pero retornados a él por mysterio de
la Música, la música sumada a la kháris bautismal, océano de otras tempestades
y de otras congruencias interiores. Pero en fin en "Wolfgang" alumbra
la ancestral y poderosa categoría germánica, que hace a Mozart, que hace a Theophilus-Amadeus,
Mozart germanicus, sello definitivo de su emblema reasuntivo y promotor. Porque
las Musas inhabitan ahora el paisaje y los montes, las aguas y el cielo de
Salzburgo, el Wolfgangsee, que entronca con la frontera de aquellos pueblos
indómitos y vastos, posteriores a la muerte de Augusto. Detrás por supuesto
reanímase Sankt Wolfgang de los tiempos originarios, el "paso del
lobo" en los bosques germánicos. Allí se recelan el fervor y el oculto
estremecerse del alma germánica. Aunque Wolfgang ha vencido el ensimismamiento
de Lutero, pero ha preparado para después la manifestación del mito germánico
en la vastedad del ascenso wagneriano.
En Wolfgang se afirma la penumbra de la
natura intacta, inocente, que espera como dirá Wagner en Parsifal el "Mysterio
de la Resurrección" para transfigurarse con el hombre. Y esta expectativa
del Logos que está en Wolfgang es esencia lyrica de Amadeus. En la concreta
figura de Mozart mousikós lyricus hay una vía de Dios al cosmos y como un
retorno o anábasis del cosmos a Dios. Pero en el camino de la música se abre la
procesión de las imágenes propias del lyrico, que compone una semejanza
semántica de la natura. En el ánima de Mozart la música en la lyrica, y la
lyrica en la música. De allí la dificultad para discernir y desglosar en la
melodía mozartiana la pertenencia al mundo empírico, tan contradictorio en el
artista entre 1770-1791. Es inútil proyectar soluciones reduccionistas de
estilo crítico y musicológico. Sin embargo sus melodías no son "epiphaenomena"
como las de Scarlatti, ni metaphysicas, como las de Corelli o Vivaldi. Son
interludios de la "natura", semina rerum que trasiegan un mundo de
los orígenes, pero no más allá de la arkhé. Es decir no son mysticas ni
gnósticas. Son naturalia, que resuenan como las frondas, los cálamos del
bosque, las ondas de los ríos germánicos o itálicos. Son naturalia que
completan la natura como el pájaro kymindis, descripto por Homero en un
enigmático pasaje de la guerra inmisericorde y funesta.
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Recorriendo el ciclo de sus nombres, hemos
desentrañado un perfil congénito, íntimo y sugerente, que nada debe a la
musicología y que según ésta sería totalmente cuestionable. Lo sé. Pues mi
prosa es como un poema lyrico-histórico inspirado en la audición de la Música,
en la experientia rerum naturalium, tal como interpreta mi pensar tales
sonoridades, holísticas con la natura incluyente y sublime. Y así la melodía
del lyrico germánico en las cuerdas, por un lenguaje transemántico, pero
riguroso: incluye la diakósmesis pitagórica y el desembozo del alma germánica.
Sin tales parámetros no es concebible Amadeus. No discuto pues el saber
analítico y reduccionista. Me atengo al postulado: la arkhé es el oído;
discierno en la oscuridad y penumbra del mysterio informulado e informulable,
sobre todo por una ciencia de la pesantez indiferente. Recapitulemos y
prosigamos nuestra ruta designatíva y simbólica.
En contacto con la virtud principial, sin
ser propiamente del contexto de lo principial en el sentido de la arkhé
absoluta, se allana la condición de Theophilus, como en la prosa
theológico-mystica de Dionysio Areopagita, o como en el universo del Evangelio
de San Juan. Luego res naturae postcosmogónicas: estrellas, constelaciones,
flores, animales; en una palabra, la res paradisíaca que se anuda desde luego
al bosque multiforme colmado de aéreas criaturas preternaturales, el mysterio
de Mozart como destino humano en la Europa racionalista, festiva y
revolucionaria del siglo XVIII. Dos años antes de su muerte estalla la tormenta
"historiogónica", que quizá podría intuirse en algunas sinfonías del
joven maestro, pero que de todos modos fue vencida por la partitura lyrica de
la Flauta Mágica. El maestro sin embargo, alumnus Musarum, ha desembozado la
entera historia teogónica y cosmogónica como si recapitulara y redintegrara la
complexión physica, histórica, musical en su vasta obra inconfundible.
Reanudamos el despliegue de la obra como patencia de la íntima combinatoria del
cosmos. Pero también la patencia del nombre de la res musical y semántica que
ostenta una intermediación instrumental muy característica, según un principio
dedálico, constructivo que se nos escapa. ¿Por qué un trío, una sonata, una
sinfonía, un "divertimento"? ¿Por qué los ritmos concertados, concertantes,
discontinuos, sincrónicos? ¿Por qué el canto, con palabra o sin palabra, que
brota de pronto como una fuente en medio del esplendor de la lumbre? ¿O de las
oscuridades de la selva germánica? ¿Por qué la meditación afincada en el fervor
sonoro de la orquesta? Es ésta el anima musicae viventis, como el anima mundi
que sostiene una Lebenssymphonie, en el sentido estricto semántico de los
términos, no sólo en el sentido histórico y estilístico de la composición. Las
cuerdas resuenan por delicadas vibraciones contrapuntísticas el mysterio de
Theophilus Amadeus para un mundo que negará en fin de cuentas ambos centros
semánticos por discordia con la melodía mozartiana. Pero Theophilus seguirá
vigente y operativo, en cuanto un violín trasiegue otra vez a los orígenes, y
reconquiste a Mozart recoleto en su ciudad, su partitura, en su fluencia
fontanal y fundante.
Los vientos instrumentales en el oído y en
la operatio aesthetica del musicus germanicus trepidan el mysterio de Wolfgang,
el mysterio de la selva oscura, ancestral, sentida por Tácito como morada del
espíritu germánico en su interioridad absoluta, diferente ésta de la música
griega, la causa del Partenón en su corporeidad ingravitacional deslumbrante,
absoluta, cosmogónica. Pues este "paso del lobo", difiere del lobo
vencido por San Francisco en el invierno de Gubbio. Esta es la unión musical
del Paraíso, perdido por el hombre, reconquistado por Dante, Francisco y
Wolfgang Amadeus.
El piano en fin es el mysterio lyrico de la
natura rerum creatrix, en cuya sonancia ígnea inhabitan todas las formas, desde
las ondas del mar, a las constelaciones celestes; desde los dorados frutos
hespéricos al mirto y al lyrio de las consagraciones transformantes. Pues
cuerdas, vientos, piano operan en el mundo la Verwandlung precógnita para el
canto de Gurnemanz en el tercer acto de Parsifal.
La orquesta mozartiana resulta pues en su
combinatoria sutil la emersión condensada, apokatastásica, allende las
reparticiones sonoras de los instrumentos, como si imagináramos primero
estrellas y luego constelaciones, lo que es imposible cosmogónicamente. Tal
constancia significa que en Mozart se desplegó la plenitud de la melodía,
subsistente en Crisóstomo Theophilo, pero desenvuelta en el espíritu de la
Germania precristiana y cristiana, sin excluir las conmociones del alma
luterana. Y este symbolon de Lutero-Mozart, Lutero-Haydn, Lutero-Wagner, etc.,
define por la re-unión de las dos cuerdas, o de los dos campos semánticos,
allanados en el symbolon, el totum que permite comprender la melodía pitagórica
del maestro, anterior al espíritu musical de Lutero. Espíritu que es
interioridad sin el mundo, que podríamos llamar "gnóstica", no
helénica; mientras la de Mozart reasumiría interioridad pitagórica, la del
verso virgiliano numero deus impare gaudet.
Hasta aquí llegamos en la ubicación
histórico-genética. Falta el itinerario del oído, que aquí sólo es proemio
inteligible, en su expresión epocal integradora y sutil, como el reino de las
Musas. Debemos proseguir el maravilloso camino hacia los hyperbóreos como dice
Píndaro.
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Y estamos pues en el mysterium de la
música, más allá de los nombres biográficos, epifenómenos varios y
contradictorios, en giro epocal de la segunda mitad del siglo XVIII, en que se
ubica el arte de Mozart, como un aéreo puente hacia la melodía absoluta. Pero
esta melodía coincide, en el límite, con la fluencia lyrica del canto. En
términos míticos, corresponde entonces a la coronación teogónica de Hesíodo y
al entrañamiento del canto de Kalypso en la gruta inaccesible que la resguarda,
sustrae y oculta. La primera, la coronación, trasciende todo acontecer
cosmogónico; el segundo, o sea, el entrañamiento kalypsico, es una virtud
planetaria y telúrica, referida también al arte de la physis morphogenétíca.
Pues nada que rememore, trasiegue o consagre la belleza es ajeno a la
"vida", cuya interioridad lyrica y melódica, resplandece en la obra
de Wolfgang Amadeus. Es pues este theophilo, intermediario absoluto entre lo
que precede y lo que sigue; por ese puente aéreo de sus cuerdas y sus vientos,
de sus ritmos y sus pausas, de su invención harmónica y de su patencia hymnica,
en el sentido de Hesíodo, transcurren cosmopoiesis y tranfiguración, Paraíso
perdido y reconquistado en el son fundante. Ni la reducción conceptual o el
encuadre estilístico, desplegado por una "historia de la música" que
por tramos "philogenéticos" pretende repensar el ente musical
physico-empírico, que de la partitura pasa al universo sonoro; ni la
clasificación minuciosa, entomológica, que describiendo una curva ontogenética,
desde Bach a Wagner, promete rescatar con patencia hermenéutica definitiva
"el canto de kymindis ", aunque no alcanza los umbrales del
"mysterium" celebrado, ni una ni otra desocultan el ente mozartiano.
Pues en este caso no hay ni puede haber una epoptía mystica, sino una
regeneración del oído arkhaico, que produjo en Mozart su propia audiencia
interiorizada, en el marco concreto, es claro, de, lo que su oído podía
trasegar (lo que llamo contorno epocal). La composición propiamente dicha es un
trasiego, que se impone como el fluir de la fuente en la montaña o en el
bosque. Y los tres momentos que podemos intuir oscuramente en experiencias
musicales concretas, o sea: 1) oír en la arkhé, oir de Theophilo; 2) paso del
rumor rítmico y melódico al alma del artista, 3) trasiego empírico a la
composición, son para Mozart la naturalidad de una vivencia poética. Esta tiene
la ilimitada energía cosmogónica originaria, que no halla dificultad al
trocarse en campos semánticos musicales tan diferentes como una sonata para
piano, un concierto de violín o el canto de Papageno en La Flauta Mágica.
Porque el "mysterio" celebrado acontece primero en lo que he llamado
"audición arkhaica", no al pautar los signos gráficos de la partitura,
lo que para Wolfgang era probablemente una tarea de curiosidad divertida. Esta
sorprende la plasticidad de la melodía cosmogónica, apta para las creaturas de
este tercer cosmos, allende la physis y el lenguaje, y por ende más enigmático
que mares, montañas, nubes y flores, y también más inaccesible que cualquier
poema advenido en el universo semántico de la multivocidad proferida o de la
lengua articulada.
Todo lo que he dicho es transcurrir por la
ronda del castillo; el espacio interno del castillo, la secreta morada de la
fuente misma es otra cosa, ni physis ni palabra. Creo que es en definitiva el
trocamiento de los invisibilia Dei en los audibilia Dei, en la ruta de
peregrinaje por un nuevo Paraíso, los inaudibilia Dei, impensables siempre para
el hombre sin el canto, la melodía y el poema que siempre la conlleva.
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Así descripto parecería un mundo
evanescente, y en cierto modo lo es. Es sin embargo una evanescencia que se
regenera desde la partitura, es decir, de la memoria originaria; ello entraña
un horizonte mágico, más cerca de la semántica lyrica, verdaderamente poderosa
en el caso de Wolfgang Amadeus. Semántica lyrica que es una frontera sutil
entre palabra y melodía, entre compás rítmico y significado, entre timbre y
tono musical, en el sentido de las variaciones tonales desde el siglo XVI al
siglo XVIII - y estado anímico prevalente o promotor. Trascendemos en el tono
la semántica pura del lenguaje, aunque no cabe dudar que Wolfgang lo siente
como el paso sutil, inafectado, a la palabra circunscripta y de otra tensión
phaenoménica, pero ligado siempre a ella por una atmósfera de totalidad
incluyente y regeneradora. La frecuencia de un timbre mozartiano es para el
artista un camino, siempre inexplorado y fecundo; para nosotros una concordia
cordis et sonus, de la cual derivamos una reasunción estética y a lo más un
replanteo anímico evanescente. Pero en el fondo de esa música erígese la
palabra absoluta, tal como en sentido inverso, en el fondo del texto pindárico
o esquiliano entráñase la melodía absoluta. De allí esa presunción de helenismo
translúcido postulado por muchos para la música de Theophilo, entre otros por
el mismo Wagner, aunque éste difiera por su concepción de la melodía infinita.
El helenismo de Mozart sería en mi lenguaje "el reino de la fiesta hyperbórea",
trasegada en una música naturaliter pitagórica; pero esta condición no puede
ser reconstruida genéticamente; es asumida e interiorizada o no, investida en
un tiempo insólito o propicio, en una refulgencia ton protéron (de los prisci
viri), según dice Píndaro. Pero es imposible recomponerla en series analíticas,
cuya integración nos acercaría más a la "música" de Amadeus. Eso es
una ilusión de la "musicología" y "musicografía"
hipercríticas, sin mayor atingencia con el fondo abismal del genio mozartiano.
No niego la utilidad hermenéutica de tales recursos, que en la ronda del
castillo despejan incógnitas del volumen exterior y sus espacios delineados con
pericia, figura de Amadeus Daedalus, que vuela más allá del laberinto, y nos
propone su duplicada configuración del cosmos, en el sonus triunfante sobre la
semántica. El sonus es Sinn (sensus), en el campo preciso de logos precósmico,
prefigurativo y fundante. ¿Se anulan acaso los perfiles de Novalis, y la
esencia del mundo es ritmo dionisíaco, allende la semántica? Esta es una
cuestión que no puede resolverse en el plano de la melodía y composición
mozartianas. Pero es menester dejarla planteada sin embargo. Otros caminos
deben disponerse y otros recursos alinearse sin la soberbia de la razón analística
y cuantificante.
Tres símbolos fundamentales subyacerían en
la totalidad del universo músico de Wolfgang; y los tres son también
refulgencia de la lyrica absoluta, denominada por el verbo hesiódico hymnein,
de tantas repercusiones semánticas en la cultura. Los tres vastos y
comprensivos, como la misma melodía que los entraña y desentraña, según ritmo
de despareja constancia, cadencia y fulguración.
El primero es el de la fuente, inabordable
pero siempre fluyente, pues mana de un escondido manar; el segundo, el pájaro
kymindis en la cúspide de un pino nocturnal, como lo oye y lo trasiega Homero
en verso misterioso; el tercero la campanilla de La Flauta Mágica, que abre el
mundo pretematural de la Melodía como reconquista óntica del Paraíso. Estos
tres símbolos concentran desde luego toda lyrica y según ellos comprendemos en
Amadeus el vínculo entre "Música" y "Lyrica", cual si en
esa obra de la segunda mitad del siglo XVIII aconteciera una juntura entre la
divinidad de la Música y la humanidad de la Palabra lyrica. Se abisman en esa
Música los trasfondos de la deidad fecunda, y en esa lyrica los trasfondos de
la creatura misteriosa, reseñada en el emblema del hombre incomprensible y
enigmático según sus laderas positivas y negativas.
Una lumbre inacabable, transepocal, brota
de la obra de Wolfgang. Todos los lobos, de todos los bosques y de todos los
tiempos ancestrales, suspiran también por la redención de la música hyperbórea
y el canto apokatastásico de los orígenes. Esa lumbre es vida y palabra. Esa lumbre
cumple el misterio irrevocable de la manifestación multívoca de la vida. Luz y
música, vida y palabra inhabitan siempre la aurora ardiente de las cuerdas,
vientos y timbales, como penumbra que moderara el fulgor de la deidad.
La
orquesta mozartiana es, como digo, penumbra que envuelve y coteja luminosas
claridades transcósmicas, lumbre intemerata y sublime, para permitir al
audiente proseguir el camino hyperbóreo hacia la luz Divina.
La fuente fluye como esencia mystica de la
interioridad según San Juan de la Cruz; el pájaro kymindis entraña en su canto
la totalidad del cosmos, deglosado de las generaciones teogónicas y
cosmogónicas; la campanilla misteriosa procura el asilo inocente del Paraíso y
devuelve al hombre la niñez del mundo: magnus ab integro saeclorum nascitur
ordo.
Estos tres símbolos mozartianos no dependen
principalmente de un trasiego de historia que puedo reconstruir en etapas
clasificadas por un reduccionismo de los kairoi epocales, desde los griegos al
siglo XVIII. Es un descendimiento ánothen, desde lo alto, como dice San Juan,
el Theólogo, ánothen, como kharis melódica que inunda con su luz.
Finalmente tres dificultades se interponen
para cumplir la vía mystérica mozartiana, la vía hacia el "mysterium"
celebrado en la fiesta de los hyperbóreos, coronados de laureles de oro.
1) La primera, la opacidad del oído
contemporáneo, colmado de azarosos monstruos que han vuelto por el campo del
oído, después de haber sido replegados por la sacra fuerza de Herakles solar;
2) la segunda, el triunfo de la imagen contracosmogónica, que es gravitacional;
y por ende al llenar los espacios libres del mundo y de la tierra, tiende a la
katábasis involutiva, a los ciclos infernales; 3) la tercera dificultad, en
fin, induce al falso reduccionismo de una semántica hennenéutica, dispuesta
contra la inspiración; ella genera un duplicado equívoco del universo sonoro y
anula el camino de la transfiguración por el oído.
Estas tres dificultades u obstáculos
aquerónticos son de variable pesantez, incidencia o reluctancia physica, como
inercia precisamente de los conflictos inscriptos en el hombre; resultan
dotadas además con variable recurso y magia de un poder oscuro difícil de
replegar para definir mejor la existencia mozartiana.
Símbolos, virtudes operativas y obstáculos
aquerónticos conforman un universo complejo, que tiene sin embargo, de modo
contrapuesto, la facilidad confiada a la memoria de la partitura, como un
lenguaje hermético que custodia la perennidad de los símbolos y la esencia
hyperbórea. Esa memoria trasiega en una pericia que es congruente con aquella
custodia, infrangible e intachable. He ahí un principio regenerativo en la
modernidad, confiado sin embargo a la verdad del intérprete.
En el segundo centenario que recordamos,
Mozart sigue siendo príncipe del universo sonoro, príncipe de la luz y del
canto en medio del hundimiento de la cultura hyperbórea en la edad
post-moderna, de la ciencia hyperbórea, de la piedad hyperbórea y de su ocio
festivo y lyrico. Esta contradicción - la contradicción enfrentada con Amadeus
- se torna motivo de fantasmagorías, inevitables y funestas, pues siempre le
disputa el imperio del oído, en que en todo caso se define el destino del
hombre.
No sabemos si la luz regenerativa de la
partitura es suficiente para contener el poder de las sombras.
Sabemos, sí, que
el refugio en esa luz concilia testimonios de fieles celebraciones mystéricas,
potenciadas contra la katábasis y dirimentes en el oído que ajuste a la música,
en el puro desierto de la inspiración, el claro manantial de la inspiración e
interioridad mozartianas.
La luz, el son, el ritmo, la palabra y el
canto mantienen por ende una sustancial concordia operativa y estética, que nos
permite avizorar, pese a todo, un cambio áureo después de las catástrofes. Pues
"paso del lobo" ha vencido ya, como dije, la oscuridad y el terror de
la selva, y se ha allanado a cantar, y por ende, a orar en la esplendente
aurora de los orígenes.
A la luz, al son, al esplendor del piano o
de la orquesta, súmase pues la "plegaria", que pone al mundo, pese a
su gravidez indomable, en espacios de meditación y oración. Porque Theophilo,
Amadeus, cumple la intermediación mystérica y divina congruente con su nombre.
Oímos según Amadeus, para cantar y orar según Theophilus en su propio canto,
que es plegaria lyrica para estos tiempos desconcertados.
Carlos
Alberto Disandro
Alta
Gracia - La Plata (Argentina)
Junio
- Septiembre 1991