Por Carlos A. Disandro
Originario de la Umbria, la misteriosa tierra
itálica, madre de poetas y de Santos; tal vez de estirpe umbro-sabina, lo que
nos incita a imaginarlo lejana refulgencia de Numa Pompilio, San Benito es un
itálico fuertemente romanizado. No es dialéctico de academias ilustres, mas
bien seguramente ha empuñado al arado virgiliano en campos de sus padres y de
su estirpe. No es teólogo de los grandes debates conciliares, es un constructor
de hombres, de caminos indestructibles para los hombres. No es un poeta de
dichosas profericiones líricas, como su coterráneo Propercio, es un fundador
que modifica y perfecciona el mundo con su Regla. No es artista de las grandes
convocaciones augusteas, es un nuevo inspirado de las Musas para el Arte Mayor
de la Europa que nace. Como dice su más ilustre discípulo, San Gregorio Magno,
su doctrina es su vida: quia sanctus vir nullo modo potuit aliter docere quam
vixit (PL. LXVI. col. 200 C-D). Esta vida, o sea este docere; o bien esta
doctrina, o sea esta vida, se construye simplemente como existencia laudaute,
sin otro principio que el vínculo hierárkhico entre los hombres, los ángeles y
la Vida Trinitaria. Cuando nace Benedictus en el año 480 todo parece perdido'.
Sin embargo para la alabanza nada está perdido, como lo afirma y enseña nuestro
maestro. En el XV centenario que celebramos, nos place y nos reconforta la
resonancia de su Regla, es decir, de su doctrina,'o sea de su vida. Frente al
caliginoso reino del Anticristo, ya instalado, rememoramos piadosamente el
triunfo de San Benito, triunfo por el canto, la alabanza y el trabajo. Cf. Dom Paul Delatte, Commentaire sur la Regle de Saint Benoit, Paris,
Plon 1913. Cardenal Ildefonse Schuster, Saint Benoit et son temps, Paris,
Laffont 1950. (Carlos Alberto Disandro)
San Benito y la transfiguración del Hombre
Para un Occidente
entenebrecido resulta difícil, hoy, la comprensión de San Benito de Nursia,
figura suscitante para inteligir la naturaleza abierta del hombre; figura casi
desconocida para América, magno territorio ligado a la dispensación del
racionalismo post-tridentino, magna expectativa sin embargo para el reinicio de
un ciclo que afirme la radicación celeste del hombre por el canto y la
plegaria. A quince siglos de su nacimiento, San Benito con las mismas
características sorprendentes en su época tumultuosa, anuncia y propone la
preeminencia de la vida contemplativa, artística y estética. Y como en aquel
siglo VI, en medio de este desprestigio hodierno de la contemplación en la alabanza,
San Benito resplandece sin duda por su prudencia, densidad y suscitación
creadora e interiorizadora. Pero también son abismales las connotaciones
características de nuestro siglo, en el que acontece pese a todo la recatada
perduración de la vía benedictina, o se consolida según la reflexión
histórico-filológica el contorno de un aura fundadora, capaz de otorgar a los
americanos la radicación de la vida laudante.
Entretanto, vastas
modulaciones espirituales se interponen entre aquellos orígenes benedictinos y
esta decadencia de la contemplación en Occidente. Menciono ciertos I hitos
fundamentales, que atañen por cierto a la emersión de un nuevo sentido del
hombre, y por ende a nuevos recursos espirituales, que anulan o derivan
precisamente aquella nostalgia de los misterios paradisíacos, ostensibles sin
embargo en la misma figura de los humanos. Entre San Benito y estas tendencias
hodiernas hay pues una radical contraposición.
Estos hitos o
modulaciones aludidas actúan también con fuerza contrastante y han dejado y
dejan en el cuerpo de una civilización, fundada en el poder y en la magia
cognitiva, en la imagen y en los instrumentos interpuestos, una grave ilusión
que prolonga también otras profundas energías de aquel mismo misterio
paradisíaco.
Entre esos hitos o
modulaciones, debemos señalar las corrientes de los siglos XI, XII y XIII, que
podríamos representar en su madurez definitiva en los ideales franciscanos.
Luego las transformaciones de los siglos XV y XVI que podríamos aducir en los
ideales luteranos, erasmistas y jesuitas. En 1580, es decir a los once siglos
del nacimiento de Benedicto de Nursia, puede afirmarse que los ideales
benedictinos están en retroceso o repliegue, que no intervienen en la
construcción de la modernidad, más que hay una contradicción radical a partir
del siglo XV entre el hombre benedictino y el hombre luterano, erasmista o
jesuita. Los cuatro siglos subsiguientes, hasta alcanzar este XV centenario,
son precisamente los de la construcción del hombre moderno, los del reclamo
paradisíaco por otras vías contrapuestas a la del monacato benedictino. En qué
medida este monacato sufre también el impacto de la modernidad, es cuestión
diferente y fundamental por cierto, que no anula empero las denotaciones
profundas de los orígenes, aquí consideradas de modo particular. Deberíamos
pues atender a esa vasta curva histórico-filológica hasta 1580, para comprobar
las singularidades de cada campo semántico. Histórica, en cuanto según un orden
de manifestación empírica el hombre hace el hombre según complejas funciones
temporales; filológica, en cuanto habríamos de recurrir a textos inconfundibles
que reservan en su propia semántica trasfondos considerables para una
inteligibilidad del hombre según el hombre. Un texto cobra así categoría de lumbre
instauradora y orientadora, más profunda que los hechos mostrencos, ya
acontecidos.
Nuestro propósito es
empero mucho más modesto. Contra el resplandeciente o caliginoso despliegue de
aquella curva y de sus complejas resonancias en cuatro siglos densos,
intentamos reflexionar en los ideales benedictinos per se, para que se destaque
el contorno de su aura profético-paradisíaca y para que por confrontación
inevitable advirtamos las otras líneas de un profetismo que a mi ver excluye la
esencia de la vida benedictina; o a la inversa para inducir que la vida
benedictina implica el renunciamiento al profetismo intramundano del hombre por
el hombre. En todo caso, siempre atenderé a las líneas de inserción positiva,
siguiendo un poco el modelo de San Gregorio Magno en su presentación e
interpretación del magno patriarca occidental. Pues cuando San Gregorio en un
pasaje muchas veces citado de su vita destaca la coincidencia entre experiencia
y vida, interioridad y manifestación, profundidad mystica y realización
temporal, coloca a San Benito en el mysterio de la perikhóresis del Espíritu,
para el cual desde luego no hay diferencia entre inspiración y manifestación.
El pasaje aludido dice (PL. LXVI. Prolegomena, cap. XXXVI, col. 200 C-D): Hoc
autem nolo te lateat, quod vir Dei inter tot miracula quibus in mundo claruit,
doctrinae quoque verbo non mediocriter fulsit. Nam scripsit monachorum regulam,
discretione praecipuam, sermone luculentam. Cujus si quis velit subtilius mores
vitamque cognoscere, potest in eadem institutione regulae omnes magisterii
illfus actus invenire: quia sanctus vir nullo modo potuit aliter docere quam
vixit. Es decir: "Sin embargo no quiero se te oculte que entre tantos
milagros con que resplandeció en el mundo este varón de Dios, refulgió también
y no de modo insignificante por la proferición de la doctrina. Pues escribió la
Regla de los monjes, notable por su discreción, colmada de sustancia en sus
reflexiones. Si alguno quiere conocer con mayor empeño su modalidad y su vida,
en la misma institución de esa Regla puede hallar todas las acciones de su
magisterio. Pues este santo varón no pudo enseñar de una manera distinta de la
que vivió." (Cf. Trad. castellana de Bruno Avila, OSB. Bs. As. 1938, pág.
95).
El pasaje comporta dentro
de la hagiografía piadosa, en el centro mismo de esta leyenda áurea de San
Benito, el testimonio pertinente de un notable empirismo, como cuadra al estilo
de San Gregorio. Es frecuente leer a propósito de esta Vita juicios
desencontrados y superficiales, discriminaciones incoherentes y correcciones
según el estilo caro al método filológico del siglo XIX. No es ahora mi
propósito repasar estos aledaños. Simplemente subrayo que este párrafo destaca
con concisa y nítida impronta el milagro mayor del Espíritu, presente en el
testimonio empírico de la Regla, que todos podemos recorrer, casi todos
entender y algunos pocos cumplir. Pero San Gregorio define discretamente el
enlace inspirado que una las profundidades del Espíritu y el concreto acontecer
mystico, histórico, por intermediación de Benedicto: en él lo que viene de lo
alto y lo que es actus magisterii; las realizaciones incardinadas en un siglo,
en una coyuntura tumultuosa y trágica del Imperio, en un desconcierto de las
instituciones romanas, en fin en una obra inconfundible por su equilibrio y su
belleza, se articulan con virtud paradisíaca, que consiste en restablecer la
unidad de verbum doctrinae y actus magisterii. Por esta virtud paradisíaca se
restablece incluso la moderación en la naturaleza caída y se anula el abismo
entre la palabra y la cosa. En el lapso que precede a la definitiva
restauración y exaltación del hombre, Benedicto inaugura con su gesto fundador
(que coaliga y en que convergen verbum y actus) una vía de retorno a la
plenitud originaria, una vía de pasaje en la contradicción post-adánica y
post-caínica, una vía purificativa e iluminativa para alcanzar el mysterio de
la Transfiguración.
Es conocida la
importancia que tiene en la Patrística (tanto griega como latina) el tema de la
mística paradisíaca; y en el mismo San Gregorio, aunque velada por otro
temperamento más bien romano y entrañada con lo que podría sugerir la expresión
actus magisterii, esa mystica decide aspectos fundamentales de la doctrina
gregoriana en los inicios medievales. Ahora bien, el testimonio empírico de esa
profundidad insondable es la Institutio Regulae Monachorum, que a su vez es
para nosotros desde la ribera de siglos acontecidos, la patente conjunción de
mística y cultura, arte y teología, dispensación empírica y alertada
imaginación creadora, en fin gobierno de los hombres y ejercicio cabal de las
virtudes estéticas, como un algo más vasto que las virtudes morales. La Regula
Monachorum es para San Gregorio casi contemporáneo de sus trasfondos
originarios, partícipe de su misteriosa articulación de vida y doctrina,
testimonio veraz de sus recursos promotores y fundantes, la Regula resulta pues
para el magno pontífice cifra y resumen empírico-doctrinal de religión y
cultura, entendiendo por la primera la convivencia cotidiana de la deidad
agapística y por la segunda un acto de fecundidad congruente que recupera para
el hombre un cierto resabio del labor paradisíaco, que trasciende entonces el
labor improbus de Virgilio. A su vez la Regula es para nosotros después del
primer milenio benedictino, o sea hasta el nacimiento de Lutero (1483) el
índice inequívoco de una función demiúrgica que se funda en el poder del canto;
y después de los cinco siglos subsiguientes, por donde asoman las fuerzas
destructivas de la vieja cristiandad, la regla benedictina define, por
contraste con las pedagogías funestas y contradictorias de la modernidad, el
asilo de un ocio fecundo, la veneración de las manos del hombre, excluida la
violencia caínica, y sobre todo la certeza de que la vida agapística del
evangelio se resume de un cierto modo en una de las sentencias fundamentales
del prólogo: Constituenda est ergo a nobis dominici schola servitii; in qua
institutione nihil asperum nihilque grave nos constituturos speramus (Cf. PL.
LXVI. col. 218 C; Dom P. Delatte, pág. 21 - 22). Una vez más enfrentamos un
problema semántico.
Pues ¿qué significa: dominici schola servitii?
Citemos en primer lugar
el testimonio de un ilustre comentarista, maestro él mismo de la vida
benedictina.
Me refiero a Dom Paul Delatte, Abad entonces de la Abadía de
Solesmes. Dice en efecto en el pasaje pertinente de su comentario: "En
tanto reconforta y estimula las almas, S. Benito se ve obligado a definir
finalmente la forma especial de vida religiosa, que acaba de ofrecerles en
nombre del Señor. Hasta este momento (del Prólogo) se había limitado a inquirir
si eran capaces de abrazar la vida cristiana en toda su profundidad. He aquí
pues de lo que se trata para el monje, de una dominici schola servitii.
Retengamos para siempre esta definición de nuestra vida monástica. El
monasterio no es un lugar de dispensaciones, ni una caso de retiro, ni una
sucursal de la academia. Es sin duda un lugar de ocio, de libertad y de calma
(y tal el sentido primitivo del término schola, skholé); pero este ocio tiene
por fin el estudio de las cosas de Dios, el entrenamiento y educación de sus
soldados. Los antiguos dieron el nombre de schola a los lugares donde se
enseñaban las bellas letras, las ciencias, las artes liberales, los ejercicios
gimnásticos y militares; también a las compañías que ejercían la guardia del
palacio o de la persona del príncipe, a los lugares reservados en que se
aposentaban o donde cumplían sus ejercitaciones. No es imposible que San Benito
haya pensado en los lugares de reunión de los colegios o asociaciones
romanas." (Remite el autor a la obra de G. Boissier, La religion Romaine
d'Auguste aux Antonins. Lib. III, cap. III.)
La vida monástica es pues
la "escuela del servicio del Señor", la escuela en que se aprende a
servirle, donde sin cesar el único ejercicio es éste, en un noviciado que
durará la vida entera. Ahora bien, el servicio de Dios se compone de dos
elementos: el culto, ejercicio de la virtud de Religión; y puesto que según la
dignidad del adorante, se confirma el valor de la adoración, la santificación
personal por la fidelidad a la ley de Dios, por la unión de nuestra voluntad
con la suya. Es una adoración in spiritu, que viene del hombre interior; in
veritate, o sea donde ninguna de las facultades del hombre está excluida. (...
) Esta adoración en fin es colectiva, social y pública". Hasta aquí las
palabras del ilustre abad. Sin pretender por tanto completar la página, sino
mas bien releer la regla y su magistral comentario con oído filológico,
subsiste en la expresión latina del texto aducido una vibración semántica
inesperada que debemos desentrañar. Pues todos sabemos lo que es servus,
servitium, servile en el latín clásico o imperial; todos sabemos lo que es
dominus con sus derivados y compuestos. Pero lo que resulta sorprendente es el
sesgo significativo del epítelo dominici, que siendo sintácticamente la última
escala de la subordinación, semánticamente recompone la significación de todos
los términos y todo el contexto, al trocarlo en marco operativo de la divino-humanidad
de Cristo.
Mucha tinta ha corrido
desde el siglo XVI a nuestros días sobre la dialéctica de servus y dominus;
mucha ruina ha acumulado esa dialéctica, ruinas especulativas, semánticas y
empíricas, para no advertir en la expresión de San Benito un eco de la teología
de San Juan que anula precisamente aquella dialéctica: ouketi lego hymas
doulous, hoti ho doulos ouk orden ti poiei autoú kyrios, hymas de eíreka
philous, hoti panta ha hekousa para tou patrós mou, egnoórisa hymin (XV. 15).
De esta entrañable teología es expresión empírica la Regla, y ella como por un
pasaje que va del tiempo a la transfiguración presenta las características y
condiciones eficaces que abren, deciden y completan ese itinerario.
Servitium dominicum y
opus divinum son dos improntas semánticas de fuerte sentido transformativo, que
reconducen a las fuentes de la antigüedad cristiana y proponen un orden de
realización que la regla intenta codificar en el sentido del arte mayor de una
forma viviente. La congregación órfico-pitagórica en la Magna Grecia, la
Academia platónica en la Atenas conmovida por el esplendor de la poesía, el
Liceo aristotélico y las comunidades epicúreas del sur itálico que convive
Virgilio en su primer giro espiritual presentan en la antigüedad heleno-romana
rasgos que podremos reencontrar en la fundación monástica de San Benito. Pero
lo que parece absolutamente característico como centro de referencia
totalizadora en la obra de este patriarca es precisamente la fundación del
hombre en la perspectiva de la Transfiguración.
Ella ofrece a su vez dos fases
recapitulatorias fundamentales: el restablecimiento de las energías creadoras
orientadas por aquel servitium y aquel otium, que es al mismo tiempo opus
divinum (lo que he llamado de modo general y alusivo la mystica paradisíaca) y
la realización incoativa, pero real de la Transfiguración escatológica según
las dimensiones cultuales que la regla propone como ámbito cierto de una
presencia teándrica. Mystica paradisíaca y mística de la Transfiguración renuevan
las raíces del cosmos, reanudan los vínculos paradisíacos, operativos, entre
visibilia et invisibilia Dei; afrontan la tarea de preparar el nuevo cielo y la
nueva tierra, y por ende anticipan en el tiempo la audición y la visión de
Dios: de audición en visión, y de visión en audición progresa la anábasis del
monje, progresa la anagogía de sus manos y de su mente, adviene la expectativa
del ciclo final en la manifestación del Espíritu. Pero el monje a su vez tiene
características demiúrgicas, porque permite que la sociedad temporal de los
hombres, o lo que nosotros llamamos su cultura, imbuída de tal servitium
dominicum, o de tal opus divinum se torne el espacio del décimo coro laudante,
en lo que Dom Delatte define como adoración colectiva, social y pública. De
esta manera, la anábasis del monje es premonición para el descenso del Pneuma,
que como dice San Juan, no pone medidas en sus dones (ouk gar ek metrou
didoosin to Pneuma). Se columbra pues en el horizonte monástico así descripto,
la Teología Mystica y angélica de Dionisio el Areopagita, salvo que en el
espacio de la abadía benedicta se ha tornado schola, opus, casi diríamos
taller, si atendemos a las fuertes imágenes de la Jerusalén celeste. Schola,
porque se abre en el ocio, para cada monje, para la comunidad de los monjes,
para la ciudad temporal que los cobija, los acepta y los protege, se abre pues
el vínculo de verbum y actus, de vida y doctrina, de imagen oída e imagen
realizada. Opus, porque adviene el hombre en sentido fundante y por ende en sentido
consumativo de coronación. Taller en fin, pues aunque cada piedra o cada gema
corresponde al misterio de una palabra sólo pronunciada para ella, sin embargo
su sentido absoluto corresponde siempre a su inserción en el despliegue
viviente de aquellos muros luminosos, nítidos, incorruptibles. Curiosamente
siendo monje redescubre en este itinerario transfigurativo la suprema comunidad
divina, el comercio íntimo del espíritu, y se anula toda soledad.
Segundo
El primer giro de estas
reflexiones partió desde un texto de San Gregorio Magno. Confrontemos la
interpretación de un historiador moderno que al reubicar a San Benito en un
vasto sistema fenomenológico, de origen hegeliano, vela precisamente el centro
semántico, subrayado por San Gregorio, y destaca aspectos operativos parciales,
sin regencia de una totalidad promotora. Me refiero a Arnold J. Toynbee. En el
vol. III de su Estudio de la Historia, al sistematizar lo que él llama
"crecimiento de las civilizaciones", en el capítulo "el proceso
del crecimiento", analiza Toynbee la dialéctica de "retiro - y -
regreso". Allí entre los modelos estudiados -que son numerosos, de Oriente
y Occidente- aparece el subtema: "Dos salvadores: San Benito y San
Gregorio". No es mi propósito ahora enfrentar la tesis cuestionable de
Toynbee, ni minimizarla o desajustarla. Simplemente quiero recapitular un
contracanto crítico moderno, que se torna sin embargo obstáculo para inteligir
la totalidad. Leamos pues los pasajes fundamentales de esa reconstrucción
crítica (op. cit. Vol. III, pág. 286). Dice así Toynbee: "Uno de los
rasgos más importantes de la regla de Benito era la prescripción del trabajo
manual, pues esto significaba, ante todo y sobre todo, el trabajo agrícola en
los campos. De hecho, el movimiento benedictino era, en el plano económico, una
resurrección de la agricultura: la primera resurrección feliz de la agricultura
en Italia después del fracaso de innumerables intentos hechos desde la
destrucción de la antigua economía campesina italiana en la segunda guerra
púnica, siete siglos y medio antes. La regla benedictina consiguió lo que nunca
habían conseguido ni las leyes agrarias de los Gracco, ni los alimenta
imperiales."
Sin duda la diligencia
que ha sido y es constructiva, recapitulatoria y fundante en las manos
benedictinas de quince siglos, nadie puede desconocerla ni retacearla. Pero
ciertamente no está allí el profundo sentido histórico-teológico de la Regla,
ni de San Benito, ni del complejo milenio europeo, signado por aquellas
virtudes que como dije anticipan, preparan o conforman un hombre destinado a la
Transfiguración. Pues es verdad también que las virtudes específicamente
romanas de Benedicto y Gregorio corresponden a la dimensión virgiliana de la
tierra, a la capacidad empírica de fundar, ordenar, administrar, dirigir. Es un
nivel de dispensaciones promotoras sin las cuales es imposible entender el
carácter de este monacato y el sentido de su inserción en las ruinas del
Imperio. En este sentido Jacques Fontaine, en un interesantísimo trabajo
titulado Valeurs antiques et valeurs chré-tiennes dans la spiritualité des
grands propietaires terriens á la fin du IV siècle occidental (en Askese und
Mönchtum in der alten Kirche. Herausg. von K. Suso Frank. Wissenscht.
Buchgesel1schaft. Darmstadt. 1975. Pág. 281 - 324) ha llamado la atención sobre
el vínculo entre los orígenes del monacato occidental, su desenvolvimiento y
expansión inicial y la situación de las propiedades rurales, afectadas sea por
la difusión de la Iglesia y del cristianismo, sea por el derrumbe que comportan
las invasiones germánicas. En Galia, Italia y España la conversión o la
continuidad religiosa de algunas de esas familias o propietarios no serían
ajenas a la fisonomía que toman las fundaciones monásticas y al estilo de este
monacato, o en su vínculo con la tierra, tal como se advierte en la historia de
la regla benedictina. Y el mismo San Benito, umbro fuertemente romanizado, o
San Gregorio, prefecto de la ciudad de Roma, seguramente transfieren al ámbito
de las fundaciones, el sentido empírico romano o la capacidad administrativa de
ser instaurador, ejecutor, solícito recurso de un orden que se expande y
consolida, en un horizonte de tensiones, ruinas, guerras, pillajes,
depredaciones y saqueos. Sin embargo, por importante que sea esta impronta
benedictina, no es ella de ninguna manera el centro semántico de su
dispensación instauradora.
Precisamente Toynbee malinterpreta la totalidad de
la figura benedictina, cuando subraya de modo ilícito al aspecto rural
económico de una agricultura que se reinstaura en medio de las ruinas. Ese
centro semántico del que depende incluso la labor agraria entre los siglos VI y
IX es lo que podemos llamar la existencia laudante. Ella sin perder su
radicación telúrica, romana, se abre a la promoción de la mística paradisíaca y
se torna pasaje, preanuncio y resonancia mundana para el misterio de la
Transfiguración del hombre. Veamos precisamente los contornos de esa existencia
laudante según la Regla. Intuiremos en ella que el arco histórico tendido entre
San Benito y San Gregorio corresponde a un trasfondo suscitante que sólo tiene
correspondencia con los orígenes de la cultura griega, pero que en el caso que
consideramos comporta la última revelación del hombre en su categoría laudante.
En este sentido el primer milenio benedictino, desde el siglo VI al siglo XVI,
propondría en un nivel diferente desde luego el acceso a la experiencia de la
deidad y del mundo por una vía que es primordialmente estética, lírica, poética,
o como diríamos con un término inexpresivo ya para nosotros una vía musical.
Veamos esta cuestión con mayor detenimiento.
San Benito en efecto
presenta una fisonomía que sorprende a sus biógrafos, antiguos o modernos, a
los investigadores, en fin a los intérpretes de la vida monástica o de los
orígenes medievales. El cardenal Ildefonso Schuster en su bella y notable
reconstrucción del siglo VI (Sannt Benoit et son tempa Trad. franc. por Dom
J.-B. Gai. Laffont. París 1950), a fin de recolocar la figura del Santo y su
obra en el contexto de ese siglo tan dramático, no cesa de plantear
interrogantes acerca de la curva espiritual de este umbro que inaugura contra
las ruinas del Imperio Romano un nuevo imperio que lo asume y permite su
trasiego fecundo. Por nuestro lado, pretendemos precisar en los rasgos
concretos de una capacidad fundadora, ordenadora y regente, el carácter unitivo
de la vida musical, de la vida laudante. Pues en definitiva todo tiende a
procurar el ejercicio de la vida cenobítica coral, sin la que no se explica el
sello inconfundible de la orden.
En efecto, San Benito
vuelto a Subiaco después de su terrible experiencia con los monjes de Vicovaro,
prepara la fundación de los doce monasterios que son puede decirse la cuna de
la orden benedictina. En los contornos de la antigua villa imperial de Nerón y
Claudio, dispone los desbrozamientos de terrenos, que serán el marco de
cultivos indispensables. La historia del germano que pide ser aceptado como
novicio y que el Santo dedica a esos trabajos, el extravío de la hoja de hierro
de su instrumento de trabajo (azada u hoz), el milagro del Santo que la
recupera del fondo del lago con sólo hundir el mango de madera en las aguas
tranquilas, nos presenta sin duda un San Benito maestro de la agricultura.
Luego cuando se instala
en Monte Casino treinta años después de Subiaco, para transformar las antiguas
construcciones de murallas, templos, áreas destinadas a viejos altares, bosques
consagrados, acueductos, etc. San Benito dispone personalmente a lo que parece
la distribución de los espacios, que entrañan por cierto la totalidad de la
vida benedictina. Es posible suponer que la Regla ha cobrado su estructura
definitiva. En esa estructura el canto coral, la alabanza diurna y nocturna
ocupan como sabemos el centro de esta vida monástica. San Benito es pues
maestro de los espacios arquitectónicos que en esta acrópolis insólita de la
Campania dispondrá de vastas relaciones cósmico-telúricas, aboliendo un pasado
religioso ya caduco, instaurando el culto mystérico de las celebraciones
corales.
En fin, el monje primero
anacoreta y luego instaurador de una norma cenobítica conserva los rasgos de
los estudios romanos, y de alguna manera que desconocemos está entrañado en la
cultura literaria de su época, en el conocimiento de los textos bíblicos. Es
pues para los jóvenes novicios magister litterarum.
Pero por encima de todo
esto, y tal es la pregunta que conviene formular, ¿dónde ha aprendido Benedicto
el are de la música? ¿Qué maestros ha seguido en Nursia y en Roma, o ha llevado
consigo en Subiaco y Monte Casino? ¿Qué lugar ocupa la formación musical en el
contorno monástico de los primeros años y cómo se alcanza la coronación,
implícita en la Regla?
Si admitimos la
suposición de Dom Schuster que hay un parentesco entre la familia de Benedicto,
radicada de antaño en Nursia, y la familia de San Gregorio, de segura inserción
romana; si advertimos la presencia en esa primera mitad del siglo VI de figuras
como Cassiodoro y Boecio, y si recordamos la irradiación de San Ambrosio y San
Agustín; si tenemos en cuenta pues estos datos complementarios, debemos
convenir en un raro equilibrio artístico-teológico vigente en San Benito, un
raro sentido de la sacralidad mystérica del culto. En sus manos operosas el
arado transfigura la tierra en perspectiva virgiliana; en sus poderosas
concepciones del espacio signado por la ciencia vitruviana perdura la diestra
mirada del augur. Pero es su oído sutil que separa y trasiega y encuentra en el
misterio pitagórico del ritmo y del intervalo el modelo definitivo para la
tranfiguración de los hombres: la unión de ritmo musical diatónico y semántica
latina concilia el secreto de este nuevo poder órfico. Sobre el templo abolido
del antiguo Apolo en Monte Casino, cancelando quizás un milenio de antiguas y
corruptas consagraciones, yérguese ahora la plegaria cantada del décimo coro,
que abre con el ímpetu de su ritmo constructivo y de su semántica unisónica la
anábasis del hombre: primero la abadía, luego el contorno, luego la aldea, la
ciudad, la cultura, la ciencia, el saber como sutil congruencia de pares
correlativas ingresan en la anábasis benedicta y procuran aquello que llamé
mystica paradisíaca, retorno a los orígenes, donación fundante de la gracia,
concordia sublime de las almas en la gloria objetiva del canto.
No debe extrañarnos pues
la estructura compositiva de la Regla que enseña en este aspecto, como dice San
Gregorio, todo aquello que no sabemos por datos empíricos. En efecto, Dom
Delatte observa que la estructura misma de la Regla permite establecer lo que
nosotros con otro lenguaje llamamos centro semántico y por ende el significado
que tiene San Benito como instaurador de la vida laudante. Después del prólogo
y de los cap. I a VII, que según el ilustre abad se refieren a la educación
individual del monje, pasa el texto insigne a delinear desde el cap. VIII al
cap. XX, la vida del santo monástico. Oigamos a Dom Delatte: "¿No hay
acaso, dice, una intención en este orden? Es lícito pensarlo, aunque sea
difícil definir una prueba concreta. Seguro es que San Benito ha definido son
claridad el carácter de la vida cenobítica; que coloca en lugar decisivo de su
Regla lo que tiene atingencia son la vida litúrgica; que organiza la plegaria
oficial son mayor precisión y cuidado que todo lo demás, dejando a la
iniciativa de cada alma la medida y el modo de la plegaria privada; y en fin
que recomienda enfáticamente no preferir nada a la obra de Dios, es decir, al
santo coral. De hecho a ella se refieren todos los demás trabajos monásticos;
ella determina el ciclo de todos los horarios; reclama casi todas las horas, y
las mejores, de una jornada monacal. Mientras una vida consagrada al estudio
aprovecha el silencio de las horas matinales y la lucidez intelectual que las
acompaña, para progresar en el esfuerzo congruente de la inteligencia, el monje
se consagra en esas horas a cantar los mismos salmos frente al mismo Dios. (. .
.) Importa poco por lo demás que el mundo no comprenda en absoluto esta obra de
la plegaria cantada, o que no puede discernir el verdadero valor de su
presencia inexcusable. A ningún monje se le ocurrirá jamás reducir su vida a lo
que el mundo puede comprender: esa vida es lo que Dios, San Benito y el
discreto temperamento benedictino han establecido. El desacuerdo son el mundo ¿no
es acaso para nosotros un principio viejo como el Evangelio y viejo como la
Regla: a saeculi actibus se facere alienum?
¿Acaso no es la irreligiosidad el
carácter del siglo, el parti pris del ateísmo, ateísmo a veces mesurado, que
sabe dosificarse a sí mismo son malicia, pero al mismo tiempo con mucha
frecuencia, ateísmo militante que no retrocede ante ningún procedimiento ni
renuncia a ninguna proscripción? Si el mundo no comprende nada de la obra de
los contemplativos ¿por qué los persigue son verdadera predilección? Es que el
odio de aquél que lo inspira es mucho más clarividente. A la irreligiosidad
sería menester añadir el vago sentimentalismo religioso de tantos cristianos y
en una época de activismo desenfrenado y de utilitarismo sin límite, un desconocimiento
casi general sobre el valor de la plegaria. Fas est et ab hoste deceri: frente
a esta conspiración naturalista e impía el deber del monje es ser, más que
nunca, religioso, completamente, únicamente, es afirmar sin ambages aquello que
se niega o que se olvida". No tienen desperdicio esas diez páginas de Dom
Delatte que son mano maestra de experiencia y de saber diáfano establece la
esencia de la vida benedictina y de la Regla Monachorum, y por ende según el
paradigma de San Gregorio, ilustra son prosa realmente llana y profunda, vita
et doctrina Benedicti, y por allí abre la inteligencia cabal de nuestro tema:
la transfiguración del hombre.
Nosotros no somos monjes.
Suscribimos sin titubeos la magistral interpretación de Dom Delatte, pero
debemos reubicar a San Benito en una vasta curva semántica que sea capaz
también de definir nuestra situación presente. Pues la pretensión de establecer
un humanismo cristiano, desligado de estas fuentes venerables, ha
malinterpretado el opus divinum de la Regula Monachorum y ha generado no sabe
duda el último giro del hombre occidental, hoy ante el abismo de su propia
hybris, contraria precisamente a la Transfiguración benedictina.
Tercero
Es imposible contestar,
como dije, aquella pregunta sobre la formación musical de San Benito, e incluso
la misma pregunta tiende en nuestro oído a resonar son connotaciones modernas.
Despejemos primero por tanto el contorno de la pregunta y luego establezcamos
los requisitos que se afirman en la experiencia musical benedictina de un
milenio, fundamental para la inteligencia estética.
Cuando hablamos de
"formación musical" no aludimos a nada que recuerde el estudio de
teorías compositivas, de estructuras tonales, de instrumentos congruentes, o de
composiciones y géneros musicales que abran el camino a una innovación
estética. Debemos representarnos pues algo completamente distinto de lo que ha
sido la formación musical de los últimos cinco o seis siglos, y en particular a
partir del siglo XVII. Además debemos también apartar la consolidación
formativa, la rigurosa plenitud estética de los siglos X a XIII, cuyas
creaciones corresponden a una pericia artística muy entrañada en las
condiciones de la vida medieval, tanto religiosa como profana. Entre la etapa
final del canto y de la música en el tardío Imperio romano, y la institución de
la Regla se ubica pues la formación musical de Benedicto. Dicha formación
corresponde sin embargo a un medio cristiano cultual, sumamente depurado; que
salva de la antigua música la capacidad rítmica de unión con la palabra, y le
incorpora además la experiencia de la objetiva diakósmesis teándrica, que
excluye pues toda connotación psíquica subjetiva, incluso la que podría
corresponder al fervor de una plegaria individual. Conviene asimismo subrayar
el sentido especulativo que derivado de las escuelas filosóficas griegas
circula en obras como las de San Agustín o Boecio, por ejemplo. A todo ello
debe unirse el sentido del fraseo latino, la densidad religiosa de la semántica
latina y la recuperación de un ritmo expresivo concorde con la acción sacra del
culto.
Todas éstas son
condiciones inequívocas para representar el medio musical en que crece la
pericia del monje, aplicada con rigor artístico a definir la consonancia entre
texto y melodía, entre semántica y ritmo, entre anábasis del alma e , intervalo
concipiente, según la resonancia sonora del coro laudante.
Obtenemos así una
configuración elemental de la música, atenida de nuevo a sus virtudes
originarias y originantes, despojada del frondoso reclamo de la melodía griega
post-clásica. Volvemos a aquellos penetrales que desplegaron la música arcaica
griega, la severidad dórica del coro lírico o trágico. Sin extremar la
comparación, difícil por otro lado de sostener con términos empíricos, San Benito
y sus monjes en la primera mitad del siglo VI concilian la tradición de una
melodía preservada en vastos ciclos históricos y las condiciones de la religión
agapística del Evangelio. Es ésta la que reabre el cosmos y el hombre a un
nuevo sentimiento de la totalidad, por ende a una nueva semántica y a una nueva
música.
Las arcaicas resonancias de los pueblos originarios, en las que
palabras y melodía brotan de idéntica correspondencia, en que ritmo y
significado se comprometen en mutuos contrafuertes, esas resonancias
purificadas por los requerimientos del culto mystérico definieron el carácter
del canto y de la melodía, tal como nosotros podemos intuirlos a través de la
herencia gregoriana; consolidaron la sujeción dé la letra bíblica a una esencia
viviente de aquella totalidad en decurso, hicieron en fin de la experiencia
musical en la vida cenobítica el punto de partida para una recuperación de los
orígenes revelatorios, sin anular el empuje constructivo que identifica
transforma el contormo empírico e histórico. En este sentido la unión de música
y plegaria, de rito mystérico y canto agapístico, de plegaria y poesía, de
estética y doctrina, de gesto empírico sobrecargado de semánticas
transracionales y ritmo congruente y totalizador, repite el modelo estético
griego, aunque sean muy diferentes los elementos, el espacio, la situación y
las resonancias complejas de este canto transfigurante y docente. En la melodía
óntica del coro griego y del coro benedictino hallamos quizá la articulación
que permite entender el trasiego, desde los orígenes recoletos, purificados en
otro ciclo histórico, a la plena manifestación estético-religiosa del coro
gregoriano, cuya virtud cubrirá sin duda un milenio medieval.
Hemos hablado
precisamente de un nuevo sentimiento de la totalidad, que nos orienta en las
condiciones de esta música óntica. En primer lugar se incorporan con nuevos
rasgos melódicos lo que podríamos considerar presencia de las relaciones
cósmico-physicas y su apertura a un cosmos invisible, noetós, pero actuante.
Tal es la poderosa semántica, expresada teológicamente por el Credo de Nicea, y
recuperada sin duda en la estética del coro gregoriano y en las formas que le
precedieron desde el siglo VI. Llamemos a esta primera condición totalidad
laudante de la Ktisis, expresada para la teología cristiana en el texto
davídico: caeli enarrant gloriam Dei.
Luego viene el
espectáculo del hombre, su ubicación en la mystica paradisíaca y teándrica. El
sentimiento de la divino-humanidad invade de un modo particular la mente de San
Benito y se expresa de un modo inequívoco en el arte del opus divinum, o sea
ante todo el arte de la expresión unisónica del coro, expresión sensible,
audible, inteligible del Mysterio Teándrico: semántica y melodía, imagen y
ritmo, relato y proferición mística, reanudan dentro de la totalidad de la
ktisis, el vínculo de la unión Dios-hombre, u hombre-Dios. Aquí el coro
benedictino de Subiaco o Monte Casino, por incipientes que fueran sus formas,
por simples y solemnes que resultaran sus ritmos, sus intervalos, o sus
cadencias, tiene una incardinación teológica en la mystica cultual, que
perfecciona y completa la mystica paradisíaca y que por ende recoge del hombre
consagrado a la plegaria el recurso completivo de su gesto sacerdotal.
Finalmente, si el monje
es labrador, lector y arquitecto; si desbroza, funda y construye; si define un
itinerario empírico en una institutio congruente, y si en ésta el canto coral,
como dijimos, representa el designio orientador de aquella pedagogía
cenobítica, debemos suponer también un vínculo operante con el contorno
histórico-concreto (de Italia, Galia, Germania, etc.) en un doble sentido: en
cuanto el canto otorga una clarificación de las tendencias espirituales y
culturales, por un lado; en cuanto el canto recepta con mayor o menor densidad
y prolijidad las condiciones objetivas de ese contorno humano, por otro lado.
Esa interrelación estético-religiosa entre coro cenobítico y dimensión
histórica es fundamental en los orígenes benedictinos, aunque no sea fácil para
nosotros reconstruir, después del milenio gregoriano, las condiciones empíricas
de esa interrelación, o sus efectos semánticos y estructurales. Pero esa fuente
connotativa y sus efectos son reales, y sin ellos nos faltaría una clave para
interpretar la historia romano-germánica en un milenio decisivo.
Repitamos estas tres
condiciones que instauran la sonancia del Coro cenobítico en Subiaco, en Monte
Casino, y luego en la vastedad de un tiempo que se adensa y en el espacio
misterioso en que conviven obras y estirpes de indudable peso providencial.
En primer lugar, la
sonancia del coro como modelo pitagórico que anuda toda diakósmesis ostensible,
todo vínculo cósmico, toda dispensación telúrica. En este primera condición
converge la herencia ancestral de la melodía antigua y en ella acontece el
principio estético de una selección diatónica fundante.
Luego, la condición
teándrica propiamente dicha. Por ella el coro benedictino reabre el mysterio de
la humanidad de Cristo, como paradigma inexhausto de todas las creaciones
posibles, en particular un vínculo entre semántica y tiempo, que no anule la
condición fontal de la primera y que no niegue el decurso transfigurador del
segundo.
Por último, la resonancia
coral que gobierna la experiencia de los hombres fuera del ámbito cenobítico.
Esa exterioridad se carga empero de aquella interioridad laudante y mantiene el
recurso de una vida, propuesta a la transfiguración.
Las tres condiciones pues
del coro cenobítico -a saber, diakósmesis configurativa, unión de semántica y
tiempo, resonancia fuera de la abadía- esas tres condiciones sellan el inicio
de la vida benedictina e implican durante un milenio la presencia de lo que he
llamado transfiguración del hombre.
Debemos anudar ahora
todos los hilos aportados o recuperados en nuestra rápida exposición, tratando
de describir un cuadro congruente y sistemático, donde esplenda precisamente el
mysterio de la Transfiguración. Si partimos esta vez de la reconstrucción de
Dom Schuster, comenzaríamos por señalar la primera tensión de este monje y este
monacato, que llamaríamos tensión constructiva, contrapuesto a un siglo de
manifiestos sacudimientos trágicos, devastadores. Aquí ubicamos las virtudes
semánticas operativas de la agricultura, la arquitectura, las letras y la
música, con las que Benedicto establece una base empírica de notable condición.
Los orígenes de estas virtudes semánticas operativas son variados y complejos,
pero ninguno de ellos explica por sí la emersión estético-religiosa del
conjunto viviente. Y es éste el que importa.
San Benito es anacoreta,
monje, legislador de la vida cenobítica. Aquí se nos descubre un segundo motivo
contrastante. La confrontación del monacato greco-oriental-siríaco muestra de
modo inequívoco la función de estas líneas operativas, subordinadas a la vida
comunitaria laudante. Los rasgos de San Basilio, muerto en el año 379, y los
rasgos de San Benito, nacido en el año 480, bastarían para dirimir dos
orientaciones fecundas en esos siglos cristianos. Benedicto pone el peso en lo
que llamo un poco impropiamente humanismo teándrico, que se sostiene en una
base empírica notable.
Y si extendemos la mirada
a toda la Iglesia de los siglos IV y V siglos de profundas conmociones
doctrinales, es decir, semánticas- San Benito parece constituir una suerte de
espacio inmune a aquellos sacudimientos, por un lado; y afirmar con rasgos de
continuidad orgánica, viviente, un carisma teológico que construye precisamente
un espacio de Transfiguración incoativa por el Canto.
En fin, una última
congruencia de singular repercusión. En la vida laudante benedictina, en el
cenobio operativo y musical, en la mystica de la gloria, trocada en principio
unificante del decurso empírico, se anudan trasfondos del hebraísmo profético,
recursos ónticos de la mente griega, fundación y gobierno romanos; se anudan en
la superior creatividad agapística del Evangelio, que permite abrir y
consolidar la vía de la Transfiguración del hombre y del mundo. En este sentido
el cenobio benedictino articula de un modo notable mystica paradisíaca y
mystica escatológica, recuperación de los orígenes y traslado a un novus ordo
saeclorum, a un eón diferente que es principio de otros eones inatendidos según
la resonancia de la doxología griega.
De este modo cerramos
nuestro periplo. Benedicto y el cenobio benedictino en la ocasión, en el kairos
concreto del imperio abolido y convulsionado, funda una teología monástica de
la Transfiguración. Ella no se desentiende de ese kairos inconfundible, y no se
desentenderá de ningún otro en tiempos sucesivos. La achola dominici servitii
integra el arte mayor de unir mystica paradisíaca y mystica escatológica, y el
opus divinum, la existencia laudante que hemos configurado como el centro
semántico de la Regla, propone la vía fundante, la vía pneumatológica, donde se
cumplen sin medida de donación del Pneuma sacratísimo. El opus divinum, la
existencia de la alabanza y en la alabanza, es en definitiva recurso de la
perikhóresis trinitaria, que recoge en impensado giro perfeccionante el mundo y
el hombre, y los hace inhabitar ya, ahora, la Transfiguración de la Gloria. El
canto articula la totalidad de la diakósmesis celeste; estamos a las puertas de
lo que dice la Liturgia en la doxología griega.
(Este es el texto de la conferencia,
pronunciada en la ciudad de Córdoba, para celebrar el XV centenario del
nacimiento de Benedicto de Nursia. El acto transcurrió el día 22 de mayo de
1980, en el salón del Colegio de Escribanos de la ciudad, y fue auspiciado por
el Instituto de Cultura Clásica "San Atanasio" (Córdoba, Argentina).
El autor Carlos A. Disandro, es profesor titular de Latín y de Filología
Clásica en las Universidades Nacionales de La Plata y Buenos Aires. A
posteriori fue publicado en el Nº 3 de la revista Caput Anguli)